Cuando yo era niño no se hablaba en fútbol de “fuera de juego” –como se
dice hoy– sino de órsay, una deformación fonética de la
palabra inglesa offside. Reconozco
que este término –órsay– es una reliquia incomprensible para los más jóvenes,
pero a mí me resulta simpática. En la vida, más aún que en el fútbol, muchas
veces estamos en órsay (perdón, en “fuera de juego”). Resulta difícil jugar un
partido con pasión cuando uno no acaba de reconocerse en los colores de ninguno de los
equipos contendientes. Para un cristiano no es nada fácil vivir el Evangelio
dentro de esquemas rígidos. Pongamos el ejemplo de la política. Si vota a partidos de izquierda (porque comulga con
ellos en algunos postulados sociales), pronto se siente a disgusto con sus posturas respecto a ciertos temas éticos como el aborto, la maternidad subrogada, el
papel de la religión en la vida pública, el estatalismo, etc. Si se inclina por partidos de
derecha (porque sintoniza, en principio, con su proclamado humanismo cristiano),
enseguida descubre que no es oro todo lo que reluce y que hay muchos intereses y
prácticas (incluida la corrupción) que contradicen los ideales del Evangelio. Y
lo mismo sucede en otros muchos campos de la vida: la economía, el funcionamiento de las instituciones, etc. Es duro tener que escoger casi
siempre el menor mal posible y no el mayor bien deseable. ¿Somos los cristianos unos idealistas sin curación posible? ¿Qué significa esa invitación de Jesús a estar en el mundo sin ser del mundo?
La sensación
de estar “fuera de juego” no se circunscribe al campo de la política. Se extiende a otras esferas de la vida. Si uno se asoma a ciertos
programas de televisión –no solo a los calificados abiertamente de telebasura– sino a otros muchos de gran audiencia, tiene la impresión de que ese mundo no tiene nada que ver con el propio. No comparte
ni el lenguaje, ni las opiniones, ni los gustos. Es como si hubiera caído en otro planeta, cuya lengua y costumbres desconoce.
A mí me ocurre también en relación con algunas cuestiones eclesiales. Leyendo ciertos
artículos y escuchando diversas opiniones (tanto de los llamados conservadores como de los progresistas), tengo
la impresión de que vivimos en Iglesias distintas, casi paralelas, de que no estamos leyendo el
mismo Evangelio porque tal vez cada uno de nosotros se deja llevar demasiado por sus
propias filias y fobias y no escucha atentamente, con un corazón limpio y
dócil, lo que Jesús nos quiere decir. Las redes sociales han acentuado este fenómeno al hacer de cada uno de nosotros un potencial difusor de ideas y sentimientos, a menudo amparado en el anonimato de Internet, sin más límite que el propio criterio no siempre objetivo.
Es duro sentirse “fuera de juego” porque la
pertenencia a un grupo social es una de las necesidades básicas del ser humano. Quizás el hecho de que muchos se sientan “fuera de juego” sea una de las razones de la
eclosión de los nacionalismos, fundamentalismos y fanatismos de todo tipo, tan de moda en la Europa actual. Uno necesita sentir
que forma parte de un todo, que comulga con otros al cien por cien, sin reservas
ni matices, que es aceptado como uno más en una masa convencida, entusiasta y a
menudo beligerante. La necesidad de agrupación acaba imponiéndose a la necesidad de significatividad.
Cada vez me
convenzo más de que las personas que aspiran a ser libres tienen que acostumbrarse
a que el árbitro les advierta de vez en cuando que están jugando “fuera de
juego”, en un posición adelantada. Es imposible ser uno mismo y contar siempre
con el beneplácito de los demás, encajar en esquemas prestablecidos y recibir
el aplauso de todos. En realidad, cuando uno se fija en Jesús, cae en la cuenta
de que él, más que cualquiera de nosotros, fue un verdadero outsider. Pagó el precio de su
singularidad. No fue un tipo extravagante y asocial. Estuvo muy cerca de las
personas, se identificó con sus sufrimientos, se hizo uno de tantos, pero, al
mismo tiempo, desbordó todas las categorías. El campo de juego se le quedaba
demasiado pequeño. Para los judíos ortodoxos, era poco judío; para los paganos, era demasiado judío. Hoy sucede lo mismo: para unos, Jesús es demasiado social; para otros, demasiado religioso. Unos lo ven solo como Hijo de Dios; otros lo admiran como agitador social. Él derribó todos los muros y categorías. Él fue, es y será sencillamente él mismo: siempre metido en el juego de la vida cotidiana (encarnación) y
siempre “fuera de juego” (resurrección). ¡Hasta su muerte se produjo fuera de los muros de la
ciudad!
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