En cada uno de nosotros conviven, al menos, cuatro grandes expertos: el entrenador, el político, el empresario y el Papa. Como entrenadores profesionales, somos capaces de insultar al
seleccionador nacional de fútbol, decirle a qué jugador tiene que sentar en el
banquillo y qué estrategia tiene que seguir para ganar un partido. Como políticos
profesionales, sabemos qué hay que hacer para bajar el paro, luchar contra la
corrupción, resolver la crisis territorial y mejorar el nivel educativo. Como
empresarios profesionales, tenemos recetas para hacer crecer la productividad y
la competitividad, aumentar los sueldos y lograr la excelencia. Como Papas
profesionales, tenemos clara la reforma que la Iglesia necesita, sabemos bien la
fórmula para atajar los escándalos de la pederastia, involucrar más a los laicos
en la vida de la comunidad y hacer más significativa y atractiva la liturgia. Muchas
de las conversaciones cotidianas se van en estos asuntos. Los tertulianos, que podemos ser nosotros mismos, repiten fórmulas mesiánicas: “Lo que hay que hacer es…”, “Que me dejen a mí y
ya verán”, “Se les corta la financiación y punto”, “Lo que pasa es que son
unos vagos”… A pocos se les ocurre discutir sobre bioquímica, astronomía o nanotecnología.
En estos terrenos solemos confesar con humildad nuestra ignorancia. Pero en
cuestiones relativas al deporte, la política, la economía o la religión, todos
nos sentimos con derecho, no solo a dar nuestro parecer, sino a pontificar con
insultante suficiencia. Todos somos expertos. Tenemos siempre una solución para cada problema... hasta que nos llega la hora de ponerla en práctica y entonces no nos queda más remedio que bailar con los imponderables de la realidad. ¡Ah, la terca realidad!
A primera vista, pareciera que
todos somos reformadores en potencia, que sabemos siempre lo que hay que hacer para cambiar las cosas y que nos situamos por encima de la mediocridad general. Ya sé que, una vez desahogados,
solemos echarnos para atrás y reconocemos que nos habíamos pasado un poco, pero
eso no impide que, poco tiempo después, volvamos a las andadas. Tenemos una
incurable propensión a decirles a los demás –sobre todo, a quienes ostentan
alguna responsabilidad pública– lo que tienen que hacer para arreglar las cosas.
¡Sin nosotros, la historia se ha perdido a grandes entrenadores,
políticos, economistas y hombres y mujeres de Iglesia!
¡Con lo fácil que sería cambiar el mundo si siguieran nuestras precisas
instrucciones! En la vida de la Iglesia son millares los hombres y mujeres que
se han presentado –y se siguen presentando– como reformadores. Según ellos y
ellas, casi todo va mal. Habría que hacer cambios sustanciales. La lista de estos
cambios varía según la mentalidad de cada uno. Algunos quisieran que la Iglesia
admitiera a las mujeres al sacerdocio y reconociera los matrimonios
homosexuales y otros pretenden que la liturgia sea en latín y los sacerdotes
vayan siempre vestidos con sotana. Todos encuentran algún apoyo en la Escritura
y en la Tradición. Todos, en definitiva, quieren reformar una institución que,
según ellos, ha perdido la forma original.
Hoy celebramos la
fiesta de un santo, Francisco de Asís
(1182-1226), que, tras una juventud spensierata
(como se dice en italiano), escuchó que la imagen del Cristo de la iglesia de
San Damián le decía: “Francisco, vete y repara mi iglesia, que se está cayendo
en ruinas”. Se le invitaba a reformar. Y lo que él hizo fue ponerse manos a la obra y restaurar la
iglesita. Pero, en realidad, a lo que Francisco dedicó sus energías fue a
dejarse restaurar él mismo, a cambiar su vida para que su testimonio tuviera
alguna credibilidad. Antes que un reformador de la Iglesia de su tiempo, él fue
una persona reformada por la gracia de Dios. Se dejó hacer antes de ponerse a
hacer. Esta es la clave de toda auténtica transformación. Fue un verdadero artesano de paz. Hoy nos sobran
reformadores (políticos, sociales y religiosos) y nos faltan personas
reformadas. Hace décadas, Pablo VI decía que el hombre moderno escucha de mejor
grado a los testigos que a los maestros, o a estos en la medida en que
testimonian lo que enseñan. Podríamos también decir que, hartos de tantos
reformadores que nos venden siempre la fórmula del cambio, echamos de menos la autenticidad
contagiosa de las personas reformadas; es decir, de aquellas que no tienen
demasiado interés en cambiar a los demás, sino que concentran casi todos sus esfuerzos
en cambiarse a sí mismas. Frente a la presión e intolerancia de la mayoría de los
reformadores, los reformados suelen dar muestras de comprensión y flexibilidad. Los primeros son algunas veces convenientes; los segundos son siempre necesarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.