Cada día, a eso de las 6,50 de la mañana, después de haber rezado las laudes matutinas, celebramos
la Eucaristía comunitaria. Hoy éramos 28 claretianos. Además de los miembros de
la comunidad, siempre hay huéspedes y gente de paso. La presidencia es
rotatoria. Cuando no me toca presidir, suelo encargarme de la música. Me siento
al sencillo teclado que tenemos en un rincón, selecciono los cantos y pongo los
números correspondientes en un tablero blanco, de modo que todos puedan
buscarlos en el cancionero. A mi lado se sienta un diácono puertorriqueño, gran
cantante y experto guitarrista. A veces, si los cantos son muy rítmicos, nos
acompaña un claretiano congoleño que se ocupa de la percusión. A las 7 de la
mañana, las voces no están en su mejor momento, pero todos los días dejamos que
la música nos ayude a celebrar con más profundidad, aunque solo sea por aquello
de san Agustín: “Qui cantat (bene) bis
orat” (El que canta (bien), ora dos veces). Normalmente cantamos en
italiano, pero a veces se cuela algún canto en latín, español o inglés. Al fin
y al cabo, aunque estemos en Roma, se trata de una comunidad internacional y
multilingüística.
Esta mañana me he detenido en el canto de la comunión. No sé bien por qué. Se trata de un canto que repetimos con cierta frecuencia. El estribillo dice así: “Passa questo mondo, / passano i secoli, / solo chi ama non passerà mai” (Pasa este mundo / pasan los siglos / solo el que ama no pasará jamás). En el desayuno, un compañero ugandés me decía que le sonaba demasiado “escatológico”. Es verdad. Nos habla de la contingencia de todo lo humano. Todo pasa. Solo el amor nos conecta con la única realidad que no pasa (Dios) porque Dios es amor. Quien ama, siempre está anticipando el final. Vive ya, siquiera fragmentariamente, la realidad definitiva. Estamos tan sobrecargados de malas noticias, de presagios negros, que uno puede perder la esperanza. Algunos nos dicen que los efectos del cambio climático serán irreversibles hacia 2030 o 2050; otros nos anuncian una inminente crisis económica parecida a la de 2008; se insinúan ciberataques que pueden poner en peligro los sistemas estratégicos; la Unión Europea está sometida a fuertes tensiones centrífugas; las corrientes migratorias crean situaciones inesperadas... Por si fuera poco, dentro de la Iglesia se multiplican los ataques al papa Francisco, se presiona con la crisis de los abusos sexuales y se difunden mensajes que no invitan a la confianza sino a la desafección. Es como si se hubiera puesto en marcha un vendaval diabólico que busca separar lo que parecía unido, crear división, tristeza y abatimiento.
Esta mañana me he detenido en el canto de la comunión. No sé bien por qué. Se trata de un canto que repetimos con cierta frecuencia. El estribillo dice así: “Passa questo mondo, / passano i secoli, / solo chi ama non passerà mai” (Pasa este mundo / pasan los siglos / solo el que ama no pasará jamás). En el desayuno, un compañero ugandés me decía que le sonaba demasiado “escatológico”. Es verdad. Nos habla de la contingencia de todo lo humano. Todo pasa. Solo el amor nos conecta con la única realidad que no pasa (Dios) porque Dios es amor. Quien ama, siempre está anticipando el final. Vive ya, siquiera fragmentariamente, la realidad definitiva. Estamos tan sobrecargados de malas noticias, de presagios negros, que uno puede perder la esperanza. Algunos nos dicen que los efectos del cambio climático serán irreversibles hacia 2030 o 2050; otros nos anuncian una inminente crisis económica parecida a la de 2008; se insinúan ciberataques que pueden poner en peligro los sistemas estratégicos; la Unión Europea está sometida a fuertes tensiones centrífugas; las corrientes migratorias crean situaciones inesperadas... Por si fuera poco, dentro de la Iglesia se multiplican los ataques al papa Francisco, se presiona con la crisis de los abusos sexuales y se difunden mensajes que no invitan a la confianza sino a la desafección. Es como si se hubiera puesto en marcha un vendaval diabólico que busca separar lo que parecía unido, crear división, tristeza y abatimiento.
Quizás por todo
eso el canto de comunión de esta mañana me ha regalado una clave. Todo lo que
nos parece desestabilizador acabará pasando. No hay régimen, dictadura,
chantaje o amenaza que duren siempre. Incluso las realizaciones que parecen más
sólidas se pueden desmoronar como un dominó en caída libre. Quien pone su confianza en alguna
de estas realizaciones humanas está expuesto al fracaso. La única realidad que
no sufre el deterioro del tiempo, que supera incluso la frontera de la muerte,
es el amor. Quien ama vive la eternidad en esta tierra porque vive en Dios.
Amar es la única inversión siempre rentable, no expuesta a los vaivenes de las
contingencias humanas, a los caprichos de la moda o a las presiones de la
opinión pública. Como canta san Juan de la Cruz
en su Cántico
Espiritual: “ni ya tengo otro
oficio, / que ya sólo en amar es mi ejercicio”. ¡Cuánto tiempo perdemos en
cosas banales cuando hay una sola cosa importante que nos reclama! Ahora
comprendo por qué las personas que aman de verdad parece que, viviendo con los
pies en la tierra, viven más allá de este mundo, no están tan expuestas a los
vaivenes de la noria del tiempo que nos marea.
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