Es la tortura de quienes quieren aprender bien la lengua de Cervantes. No es fácil saber cuándo se debe usar el
verbo ser y cuándo el verbo estar. Por ejemplo, no es lo mismo decir “soy
joven” que “estoy joven”. Es verdad que hay orientaciones, pero, al final, lo
que cuenta es el uso. Hay que pegar el oído para escuchar cómo hablan quienes
tienen el castellano como lengua materna. Se puede ser sin estar y estar sin ser. Por eso, cuando nos referimos a ciertas situaciones ambiguas, solemos
decir que “no están todos los que son ni son todos los que están”. Estas disquisiciones
lingüísticas vienen a cuento de una situación que hoy vivimos en diversos
ámbitos: la falta de presencia, las dificultades para practicar el verbo estar. Hay hombres y mujeres que son padres y madres de sus hijos, pero apenas están con ellos. Hay personas que son amigas, pero nunca sacan tiempo para estar con las personas a las que dicen querer. Hay sacerdotes que son párrocos o responsables de
comunidades y casi nunca están con su
gente. En tiempos tan eficacistas como los nuestros, el simple estar se considera a menudo una pérdida
de tiempo. ¡Siempre hay muchas cosas más importantes que hacer! Antes, en las
casas, había una sala de estar en la que la familia se reunía para convivir. La
expresión ha caído en desuso. Cada vez se está menos tiempo juntos. Hoy se suele llamar salón o -en casos muy cursis- living o algún otro anglicismo.
El ámbito familiar se
presta a una reflexión más profunda. Hay padres que dedican mucho tiempo al
trabajo porque quieren asegurar un buen futuro para sus hijos, pero apenas están con ellos. Incluso los fines de
semana no se prodigan demasiado. En el caso de los matrimonios separados o
divorciados esta situación se complica todavía más. Los hijos, sobre todo
cuando son pequeños, demandan cosas, pero lo que realmente necesitan es presencia. Lo mismo se podría decir en sentido contrario: los padres, sobre todo cuando son mayores, necesitan que alguien esté con ellos. ¿Cómo creer en el poder transformador de la presencia? ¿Cómo caer en la cuenta
de que a veces lo mejor que podemos hacer por las personas a las que queremos
es estar con ellas, en un ejercicio gratuito
de amor, sin ninguna necesidad de hacer cosas productivas? (No está de más añadir que en algunos casos la presencia puede ser tan invasiva y tóxica que lo que se necesita es ausencia, pero no suele ser lo corriente). He conocido historias de sacerdotes y de misioneros
que se quejan de que en una determinada comunidad o parroquia tienen muy pocas
cosas que hacer y que por eso buscan actividades alternativas y a veces ciertas
compensaciones. Es muy probable que no hayan descubierto el sentido profundo de
la pastoral de la presencia. A veces, el solo hecho de saber que el
sacerdote está en la iglesia o en su casa, o visitando las familias, es ya
un signo elocuente. Estar cuando todos se van, quedarse para escuchar a las
personas, perder el tiempo esperando,
se ha convertido en algo contracultural. María es el modelo perfecto de las personas que saben estar siempre al pie de la cruz y al pie de la alegría.
Es verdad que, ante todo,
tenemos que ser lo que somos. Pero
este ser puede vaciarse sin aprender
a estar. ¿Qué significa ser padre o madre si nunca estoy con mis hijos? ¿Qué significa ser pastor de una comunidad cristiana si
apenas dedico tiempo a estar con mis hermanos? La respuesta que solemos dar a estas preguntas parece razonable, pero a veces suena a pura excusa: “No puedo perder el
tiempo en naderías cuando tengo muchas cosas que hacer. El estar es propio de personas sin ocupación”. Hemos llegado a tal
reduccionismo que hemos vaciado de sentido y de belleza el sacramento de la presencia. Cuando no encontramos las palabras
adecuadas; cuando, ante una situación compleja no sabemos qué hacer, la
presencia discreta y amorosa, el estar
junto a otra persona, se convierte en la mejor expresión de amor. Jesús supo ser (sus famosos “yo soy” salpican el Evangelio) y supo estar: más aún, supo quedarse. Hasta tal punto dio importancia a su
presencia que el Evangelio de Mateo
se cierra con estas prometedoras palabras: “Yo
estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Si Él está, ¿por qué a nosotros nos cuesta tanto? Quizá porque para poder estar sin tener la impresión de perder el tiempo, es preciso ser. Solo una identidad clara permite una presencia serena.
Un fuerte abrazo y felicidades en un día tan importante para ti, tu orden y todos los creyentes.
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