Ayer el viento azotó Roma y otras regiones de Italia. Era un viento huracanado, acompañado por rachas de lluvia intensa. En los quince años que llevo viviendo en
la ciudad nunca había visto algo semejante. Una de las mimosas del jardín se
desplomó sobre el coche de nuestro abogado y golpeó el de la cocinera. Hubo que
serrar el tronco, limpiar la zona y arreglar los desperfectos. En realidad,
apenas fue nada en comparación con lo
que sucedió en otros lugares. Yo estuve todo el día dando vueltas al significado
de esta inusual perturbación meteorológica. Me pareció un símbolo de la
confusión que estamos viviendo hoy. Soplan vientos recios en varias direcciones, caen
certezas, se desploman convicciones y se crea un clima de inseguridad y temor. Muchas personas no saben en qué dirección caminar, a quién creer, con qué carta quedarse en esta inmensa partida que se juega todos los días y a todas horas.
No me gusta hablar de conspiraciones anónimas, pero cada vez estoy más convencido
de que somos víctimas de una estrategia de confusión, aunque no sabría precisar
quiénes son sus agentes principales. Ni siquiera creo que haya una coordinación
perfecta entre ellos. Pero a veces veo sorprendentes coincidencias entre un
editorial de The New York Times, una
resolución de las Naciones Unidas y las propuestas de algunos partidos políticos.
Desde varios frentes, incluido el científico, se está imponiendo un craso
relativismo. No hay nada verdadero ni estable, todo es cambiante y fluido; por
tanto, no tenemos por qué atenernos a ningún código ni dar cuentas a nadie de
lo que hacemos. Podemos producir fake news sin que se nos caiga la cara de vergüenza. La únicad verdad son los propios intereses, lo que conviene en cada momento. Verdad y mentira han dejado de ser conceptos comprensibles y universalizables. En este caldo de cultivo, los más fuertes imponen sus objetivos
con total impunidad. La confusión favorece siempre a quienes pretenden dominar
a los demás y hacerse con el control de todo.
En la Biblia hay
un símbolo poderoso para explicar la confusión. Es la torre de Babel.
Así la presenta el libro del Génesis: “El
mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar de
oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar, y se establecieron allí.
Y se dijeron unos a otros: —Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos –empleando
ladrillos en vez de piedras y alquitrán en vez de cemento–. Y dijeron: —Vamos a
construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y
para no dispersarnos por la superficie de la tierra. El Señor bajó a ver la
ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres; y se dijo: —Son un solo
pueblo con una sola lengua. Si esto no es más que el comienzo de su actividad,
nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Vamos a bajar y a
confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo. El
Señor los dispersó por la superficie de la tierra y dejaron de construir la
ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de
toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra”
(Gn 11,1-9). En este conocido texto, lleno de simbolismo oriental, es Dios
quien confunde la lengua, de modo que “uno
no entienda la lengua del prójimo”. La confusión es, en cierto modo, un
castigo que Dios impone a los seres humanos que querían “hacerse famosos” y no dispersarse por la superficie de la tierra,
no cumplir su mandato creacional.
Frente a la
confusión que se crea en torno a la torre de Babel, emerge la comprensión que
se produce en Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles leemos que, tras la
irrupción del Espíritu de Dios en forma de lenguas de fuego, “se llenaron todos de Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía
expresarse. Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos
los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban
asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma”
(Hch 2,4-6). Aquí no se vuelve a una sola lengua común. Cada no habla la suya,
pero se logra un pleno entendimiento.
Estos dos grandes símbolos bíblicos
(Babel y Pentecostés) nos ofrecen algunas claves para iluminar lo que estamos
viviendo hoy en nuestro mundo. El hecho de querer una cultura sin ninguna referencia
a Dios como fundamento último de la existencia produce una enorme confusión.
Aunque todos hablemos el Globish,
no nos entendemos, porque ya no tenemos códigos comunes que nos remitan a una
verdad que nos vincula a todos. Cada uno tenemos “nuestra” verdad. Quienes
disponen de medios económicos y coercitivos para imponer la “suya” acaban
dominando el mundo. No tienen que rendir cuentas ante nadie ni ante nada porque
no hay ninguna realidad que esté más allá de nuestro afán de dominio. Como siempre,
los más pobres y sencillos, las personas buenas, acaban perdiendo. Se
convierten en víctimas de una burda manipulación que no teme recurrir a la
violencia para lograr sus fines.
El sueño de Dios
no es Babel sino Pentecostés; es decir, un mundo en el que cada uno hable su
propia lengua, conserve su diversidad, pero todos podamos entendernos. La
condición para esta “unidad en la diversidad” es que todos nos abramos al Espíritu
de Dios, “Señor y Dador de vida”, como lo confiesa el Credo cristiano. Donde hay
hombres y mujeres que se abren con humildad y gratitud a la verdad que el Espíritu
revela en sus corazones, siempre hay espacio para la reconciliación y el
entendimiento. Tenemos aquí un criterio para juzgar lo que nos está pasando.
Donde hay división, enfrentamientos, afán de poder y manipulación (a menudo
revestido como “búsqueda del bien común”), no hay Espíritu; por lo tanto, no
puede haber serenidad y futuro. Solo donde los seres humanos buscamos la unidad
sin anular las diferencias cabe esperar una vida mejor.
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