Leo que ha aumentado el suicidio entre el grupo de trabajadores que hace años se identificaban con su puesto de trabajo, tenían un reconocimiento social y se mantenían mucho tiempo en su sitio. Las cosas han cambiado. Han desaparecido muchas pequeñas empresas o han sido absorbidas por grandes corporaciones internacionales. La mayoría de los trabajadores no saben quiénes son los dueños de esas compañías ni tampoco conocen de cerca a sus jefes. Lo más probable es que los cuadros dirigentes vivan en otros países. Para ellos, los trabajadores de un determinado lugar son solo piezas de un engranaje internacional. No los conocen de cerca. Dictan normas y estrategias sin involucrar a las personas afectadas y sin importarles mucho las consecuencias que se deriven. La lejanía nos va maquinizando poco a poco. Ya no importa quiénes somos, cómo nos llamamos, cuál es nuestra situación personal. Lo que cuenta es que rindamos según los objetivos propuestos.
En este contexto
tan impersonal, es lógico que las personas se rebelen. Nadie quiere ser tratado
como un número o como una simple pieza de una máquina global. La gente quiere
saber para quién trabaja, a quién darle las gracias por algún beneficio o a quién
reclamarle algunos derechos. Hay una experiencia de la vida cotidiana que a mí me
sirve de ejemplo. Cuando uno solicita el servicio de alguna institución
(compañía aérea, hospital, biblioteca, etc.) no es lo mismo que te responda al teléfono
una máquina que una persona. No es lo mismo oír una voz metálica que dice: “Si
quiere tal cosa, pulse 1; si quiere otra, pulse 2; si está harto, pulse 3”, que
dirigirse directamente a una persona de carne y hueso que sabe escuchar y
encaminar lo que uno solicita. El ser humano necesita eficacia, pero más todavía
proximidad. Me temo que nos estamos adiestrando mucho en las distancias largas
(teléfonos móviles, redes sociales, etc.) y estamos perdiendo capacidad para
las distancias cortas. El encuentro entre un yo y un tú no puede ser
reemplazado por nada. La proximidad es la clave para una verdadera renovación
social. El papa Francisco lo ha entendido muy bien.
Esto puede aplicarse
al mundo de las empresas (cada vez más impersonales), al de la política y también
al de la Iglesia. Si las comunidades cristianas siguen siendo grupos
impersonales que se congregan solo el domingo para una función de 45 minutos,
es difícil que conecten con las necesidades de la gente. Algunos se irán a
denominaciones protestantes que cuidan mucho más la acogida; otros se
desengancharán de todo fenómeno asociativo. Muchos vagarán por la vida “como
ovejas sin pastor”. En un mundo tan anónimo e impersonal como el nuestro,
quienes sean capaces de ofrecer una proximidad sincera, no impostada, conectarán
con las necesidades de las personas. Y solo en el encuentro mutuo, en el
diálogo sincero, se podrán ir alumbrando soluciones imaginativas a los
problemas que tenemos. En la crisis de la democracia, más democracia, no menos; en la crisis laboral, más implicación de los trabajadores, no menos; en la
crisis de la Iglesia, más participación de los creyentes, no menos. En la
proximidad se juegan muchos de nuestros ideales. La pregunta no es quién es nuestro
prójimo (todos los seres humanos lo son), sino cómo nos hacemos prójimos (nos
aproximamos) de las personas para crear otro tipo de vida y de sociedad.
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