Por decisión personal, y un poco por sugerencia ajena –sí, también esto cuenta–, llevo un
año sin escribir una línea sobre lo que pasa en Cataluña. Hoy hago una excepción, pero sin entrar en el meollo de este complejo asunto. Leo en algunos medios digitales que anteayer, al
cumplirse el primer aniversario del famoso 1-O, hubo problemas de orden público en Barcelona y en otros lugares. Algunos radicales cortaron carreteras y vías férreas y pretendieron ocupar el Parlamento por la fuerza. Lo siento mucho. Esto no favorece una mejora de la situación. Es probable que la
tensión vaya a más porque las ascuas del independentismo siguen vivas y la fractura social no
acaba de soldarse, por más que algunos quiten importancia a lo que está sucediendo. Basta que alguien quiera sacar partido de todo ello incitando a la violencia para que el fuego se reencienda.
En medio de estos continuos rifirrafes, rescato una simpática perla de Jordi Pujol. Para él, lo ocurrido el 1-O no fue tanto un acto reivindicativo del derecho a decidir cuanto “una obra d’art” (una obra de arte). Me ha sorprendido mucho esta ingeniosa interpretación. (Pujol siempre fue muy ocurrente). No estuve en Cataluña hace un año para ver de cerca lo que sucedió. Tuve que servirme de las informaciones (más o menos tergiversadas) suministradas por los medios, pero no cabe duda de que el independentismo demostró una enorme capacidad de organización (burlando a las instituciones del Estado) y de espectáculo (creando y difundiendo imágenes impactantes que dieron la vuelta al mundo). Que esto constituya una “una obra de arte” es discutible, pero, teniendo en cuenta el amplísimo campo semántico de esta expresión, quizá se pueda interpretar así. Es más, eso es lo que fue en realidad: un extraordinario golpe de efecto con ribetes artísticos.
Como se dice ahora, el relato independentista ganó por goleada, por lo menos a corto plazo. Hicieron algo creativo y supieron contarlo como hoy se cuentan las historias para que resulten atractivas y hasta creíbles. Fue una performance en toda regla, en la que la desgraciada e inoportuna violencia policial añadió un toque dramático a una representación que, de lo contrario, hubiera resultado quizá demasiado lineal y algo empalagosa. De ahora en adelante, siempre se podrá sacar partido –cuando “toque”, como solía repetir Pujol en sus buenos tiempos– del componente martirial. No hay nada mejor para defender una causa que el victimismo bien administrado.
En medio de estos continuos rifirrafes, rescato una simpática perla de Jordi Pujol. Para él, lo ocurrido el 1-O no fue tanto un acto reivindicativo del derecho a decidir cuanto “una obra d’art” (una obra de arte). Me ha sorprendido mucho esta ingeniosa interpretación. (Pujol siempre fue muy ocurrente). No estuve en Cataluña hace un año para ver de cerca lo que sucedió. Tuve que servirme de las informaciones (más o menos tergiversadas) suministradas por los medios, pero no cabe duda de que el independentismo demostró una enorme capacidad de organización (burlando a las instituciones del Estado) y de espectáculo (creando y difundiendo imágenes impactantes que dieron la vuelta al mundo). Que esto constituya una “una obra de arte” es discutible, pero, teniendo en cuenta el amplísimo campo semántico de esta expresión, quizá se pueda interpretar así. Es más, eso es lo que fue en realidad: un extraordinario golpe de efecto con ribetes artísticos.
Como se dice ahora, el relato independentista ganó por goleada, por lo menos a corto plazo. Hicieron algo creativo y supieron contarlo como hoy se cuentan las historias para que resulten atractivas y hasta creíbles. Fue una performance en toda regla, en la que la desgraciada e inoportuna violencia policial añadió un toque dramático a una representación que, de lo contrario, hubiera resultado quizá demasiado lineal y algo empalagosa. De ahora en adelante, siempre se podrá sacar partido –cuando “toque”, como solía repetir Pujol en sus buenos tiempos– del componente martirial. No hay nada mejor para defender una causa que el victimismo bien administrado.
Pero –como dije antes– no quiero
entrar ahora en el fondo de este controvertido –y agotador– asunto, sino que me fijo en la
interpretación sugestiva y posmoderna que –seguramente sin querer– acaba de hacer el anciano ex-presidente Pujol. Hace
muchos años, ante un hecho de esta envergadura, uno se hubiera preguntado si la reivindicación independentista era
razonable, fundada en verdad, o no. Hace menos años, hubiera inquirido por la
bondad y conveniencia de un proyecto rupturista de esta naturaleza. Hoy, ambas preguntas
resultan bastante obsoletas. Lo que cuenta es que la cosa haya quedado bien, incluso
resultona, que haya sido “una obra de arte” (Pujol dixit). The show must go on. No sé si el molt
honorable cree mucho en la via
pulchritudinis (si así fuera se manifestaría como uno de esos artistas
medievales que pintaron el bellísimo ábside de San Clemente de Tahull, por ejemplo), pero, a
pesar de su edad, ha conectado con la posmodernidad más estetizante.
Lo que importa no es si algo es verdadero o bueno (ideales medievales y modernos felizmente arrumbados), sino si es bonito y se vende bien. La estética se ha merendado a la ética y ésta hace tiempo que derrotó a la metafísica. No están los tiempos para verdades o códigos universales. Al final, lo que queda es una pancarta reivindicativa, una bandera estelada, una urna de plástico made in China, un lazo amarillo, o una gigantesca performance por la Diagonal de Barcelona. Con una idea –por muy verdadera que sea– no se provocan emociones ni se hace caja. El merchandising moderno necesita iconos visibles. Hay que reconocer que el independentismo ha aprendido muy bien la lección y ha sabido aplicarla con creatividad y constancia. El futuro pertenece a los jóvenes post o ultramodernos.
Lo que importa no es si algo es verdadero o bueno (ideales medievales y modernos felizmente arrumbados), sino si es bonito y se vende bien. La estética se ha merendado a la ética y ésta hace tiempo que derrotó a la metafísica. No están los tiempos para verdades o códigos universales. Al final, lo que queda es una pancarta reivindicativa, una bandera estelada, una urna de plástico made in China, un lazo amarillo, o una gigantesca performance por la Diagonal de Barcelona. Con una idea –por muy verdadera que sea– no se provocan emociones ni se hace caja. El merchandising moderno necesita iconos visibles. Hay que reconocer que el independentismo ha aprendido muy bien la lección y ha sabido aplicarla con creatividad y constancia. El futuro pertenece a los jóvenes post o ultramodernos.
Soy un enamorado
de la belleza. Dios no es solo verdadero y bueno; es, sobre todo, hermoso,
atrayente, seductor. Bienvenida sea la belleza a las calles de nuestra gris vida
cotidiana, pero comienzo a estar harto del reduccionismo estetizante a que estamos
sometidos en todos los órdenes de la vida. La pregunta que, por ejemplo, algunos se hacen al
final de una celebración litúrgica preparada con mimo no es si ha servido para
que la gente se acerque más a Dios o salgan todos de la iglesia con ganas de
ser mejores. No, la pregunta del millón es: “¿Qué tal ha quedado?”. Los organizadores esperan una respuesta del tipo: “Os ha quedado muy bonita”. La celebración
se reduce a performance. El misterio
deviene espectáculo. Lo que importa es que la gente salga entretenida, que no se le haya hecho pesada la misa. Estamos dominados por la sociedad del entretenimiento. Si no sales en la tele o no provocas
incendios en las redes sociales, si no entretienes al personal con algo que se salga un poco de madre, olvídate de tu historia, por verdadera y buena
que sea. ¡Mi reino por un trendic topic!
Lo que cuenta es un buen relato envuelto en papel celofán con los colores de la causa y traducido a varias lenguas para que se haga eco de él la prensa extranjera. Lo demás podrá interesar en el futuro a los historiadores, filósofos, politólogos o literatos, pero no provoca hoy el más mínimo interés en la gente común. A la gente que se echa a la calle enarbolando una bandera o una pancarta en inglés (Self-determination is a human right), lo que le apasiona de verdad es participar en una “obra de arte” y pasar a la historia. ¿A qué nos ha quedado impresionante (o sea, de puta madre)?
Lo que cuenta es un buen relato envuelto en papel celofán con los colores de la causa y traducido a varias lenguas para que se haga eco de él la prensa extranjera. Lo demás podrá interesar en el futuro a los historiadores, filósofos, politólogos o literatos, pero no provoca hoy el más mínimo interés en la gente común. A la gente que se echa a la calle enarbolando una bandera o una pancarta en inglés (Self-determination is a human right), lo que le apasiona de verdad es participar en una “obra de arte” y pasar a la historia. ¿A qué nos ha quedado impresionante (o sea, de puta madre)?
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