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viernes, 12 de octubre de 2018

Y tú más

No me gustan los lugares en los que no se puede expresar la propia opinión. Sé de lo que hablo porque en algún país he sido interrogado por el simple hecho de llevar una pequeña impresora en mi maleta. En otros no he podido acceder libremente a Internet y, por tanto, no me ha sido posible enviar correos electrónicos o colgar las entradas diarias de este blog. Estas cosas siguen sucediendo en el siglo XXI. Por eso valoro tanto los países en los cuales es posible expresar las propias ideas sin ser juzgado o detenido por ello. Sin opinión púbica no hay democracia. Entre las varias condiciones necesarias para ejercerla, una de ellas es la libertad de expresión. Hoy se considera un derecho inalienable, aunque no absoluto. Según el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, propiciado por la ONU, el ejercicio de estos derechos conlleva “deberes y responsabilidades especiales” y “por lo tanto, estar sujeto a ciertas restricciones” cuando sea necesario “para respetar los derechos o la reputación de otros” o “para la protección de la seguridad nacional o del orden público o de la salud o la moral públicas”. Abundan los casos actuales en los cuales no sabemos dónde están los límites. Algunos saltan a los medios de comunicación por su impacto social o porque han sido objeto de sentencias judiciales; la mayoría quedan restringidos al ámbito en el que se producen.

Siempre ha existido opinión pública, incluso en lugares y tiempos en los que ha sido perseguida. Por opinión pública se suele entender la valoración realizada o expresada por una comunidad social, más o menos numerosa, acerca de un asunto que afecta a la mayoría. A las medios tradicionales de expresarla (manifestaciones callejeras, difusión de libros y periódicos, etc.), se unen hoy las poderosas redes sociales. En pocos minutos un asunto puede convertirse en trendic topic. Cualquiera de nosotros puede ser un public opinion maker o un influencer, por utilizar dos expresiones inglesas referidas a quienes tienen la capacidad de influir en los demás y crear opinión. Cualquiera puede abrir una cuenta en las redes sociales o dejar sus mensajes, más o menos tóxicos, en los millones de foros abiertos sobre cualquier cuestión. Aquí es donde saltan las alarmas. Hoy, protegidos por el relativo anonimato de la red, se puede decir cualquier cosa y se puede insultar o difamar sin límites. Basta acercarse a la sección de comentarios que muchos periódicos abren al final de los artículos de opinión. Cuesta encontrar intervenciones sensatas que se atengan al tema del artículo y que expresen con suficiente conocimiento de causa y corrección el propio punto de vista. La mayoría son exabruptos, desahogos, ataques personales e intervenciones que no tienen nada que ver con el asunto tratado en el artículo. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, muchos foreros se lanzan a despotricar contra todo bicho viviente. El “y tú más” parece ser la única norma vigente en estas batallas digitales.

¿Por qué Internet se ha convertido en una inmensa cloaca por la que navegan las peores cosas de la humanidad? ¿Por qué necesitamos refugiarnos en el anonimato para decir lo que pensamos sobre un asunto? Una vez más se comprueba que todo adelanto técnico tiene siempre dos caras: la del progreso y la del retroceso. Internet es un espacio maravilloso en el que se puede acceder a un sinfín de información y es también un estercolero que pone al alcance de un click lo más abyecto de la especie humana. Quienes navegamos por sus aguas con más o menos asiduidad y fortuna tenemos que ser conscientes de esta ambigüedad, tomar algunas precauciones, practicar un periódico ayuno digital y, en cualquier caso, relativizar con sentido del humor lo que Internet nos proporciona. Personalmente, no tengo problemas en encajar las críticas, pero me duelen los insultos y no tolero las calumnias. En los últimos meses abundan mucho con respecto al papa Francisco. La red aguanta todo. Es un verdadero espejo para saber cómo somos. Dime lo que escribes y te diré quién eres, qué buscas, qué escondes, qué te duele. Necesitaremos años para adiestrarnos a navegar por este mar proceloso con algunas normas mínimas de respeto y humanidad.

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