jueves, 22 de febrero de 2018

Perder el tiempo

Desde niño fui educado en el aprovechamiento del tiempo. De joven y adulto caí prisionero de la mentalidad programadora, aunque ya me voy liberando. Reivindico la puntualidad y el atenerse a los tiempos. Confieso que a menudo sigo siendo esclavo del reloj. No me gusta desperdiciar ni un minuto sabiendo que “hay muchas cosas que hacer”. Imagino que muchos de los lectores de este blog os encontraréis en una situación parecida. En el llamado “primer mundo” aprovechar el tiempo se ha convertido en una obsesión: Time is money. Por todas partes estamos rodeados de relojes que nos indican cómo pasan las horas, minutos y segundos. Aunque los relojes de pulsera están desapareciendo en los jóvenes, los omnipresentes teléfonos móviles nos recuerdan a cada instante qué hora es. Si las necesitamos, podemos programar alarmas que nos avisan de eventos y compromisos. En las grandes ciudades todo el mundo va deprisa, como si alguien nos persiguiera. Llegar tarde se considera una falta de cortesía. Cuando alguien se demora más de la cuenta o es demasiado prolijo, solemos decir: “No tengo todo el tiempo del mundo”. O, de manera más grosera: “No me hagas perder tiempo”. Las personas que solicitan algo con cortesía suelen comenzar su petición diciendo: “No quiero hacerle perder mucho tiempo”. Pero no en todos los lugares se procede así. En África se suele decir que los europeos tenemos relojes, pero ellos tienen tiempo. ¿Qué es más importante? En Europa, una eucaristía dominical no suele durar más de tres cuartos de hora. En África se consideraría una mezquindad. El papa Francisco dice que las homilías no deberían sobrepasar los diez minutos. Las homilías africanas del domingo raramente bajan de la media hora. No hay nada más relativo que el tiempo.

No quiero enredarme ahora en el asunto de las diversas concepciones del tiempo a lo largo de la historia. Si aludo a ellas de pasada es porque ayer, en el curso de la asamblea de los claretianos de México, una laica, experta en pastoral juvenil, nos dijo que lo que más se necesita para trabajar con los jóvenes no es un proyecto bien articulado sino la disposición a “perder el tiempo” con ellos. Para quienes tienen mentalidad organizadora –entre los que me cuento– esto es una provocación. Tenemos demasiadas responsabilidades como para, encima, “perder el tiempo” con los jóvenes. Y, sin embargo, creo que esta laica mexicana tiene más razón que un santo. Cuando yo era niño y frecuentaba un colegio claretiano, a quien más admiraba no era al director del colegio, encerrado en su despacho haciendo que trabajaba, sino a los misioneros jóvenes que pasaban con nosotros muchas horas en el patio. Es probable que mi vocación religiosa naciera al calor de aquellos diálogos informales. No sé si sus superiores les reprocharían las muchas horas perdidas con nosotros. Es probable. Lo que sí sé es que resultaron más eficaces que las muchas que hoy utilizamos en reunirnos, hacer proyectos y evaluarlos. El contagio de la fe y del entusiasmo misionero solo se produce cuando estamos dispuestos a “perder el tiempo” en la escucha, sabiendo que no hay otra cosa más importante que hacer. Si siempre vamos deprisa, como huyendo de las personas, estamos transmitiendo un mensaje disuasorio: “Por favor, no me digáis nada, que estoy muy ocupado”. ¿Cuántos sacerdotes o religiosos “pierden el tiempo” con los jóvenes? ¿Nos dedicamos a estar con las personas, a escucharlas con empatía y atención, sin prisas? ¿O preferimos refugiarnos en despachos, papeles y ordenadores?

En el fondo, en este manejo del tiempo se está jugando algo que es más profundo de lo que parece: tiene que ver con la experiencia de la fe y de la oración. Orar es “perder el tiempo” con Dios. Por eso, en nuestras sociedades de la eficiencia, resulta tan incomprensible la oración. Nos parece, pura y llanamente, una pérdida de tiempo. Solo quien ama de verdad está dispuesto a perder el tiempo con la persona amada. Los padres y madres que se preocupan por sus hijos no escatiman horas. Los enamorados se pasan las horas muertas –¡qué hermosa expresión!– paseando, hablando, callando. A los amigos les encanta disponer de mucho tiempo para intercambiar confidencias o, simplemente, para estar juntos. Las cosas valiosas se preparan a fuego lento. Cada vez me convenzo más de que estamos caminando hacia una superficialidad escandalosa porque hemos perdido la capacidad de “perder el tiempo” en aquello que merece la pena: la escucha, las relaciones, la amistad, el amor, la oración, Dios. Creo que uno de los grandes errores de padres y educadores es impedir que sus hijos pierdan el tiempo… y se aburran. Mantenerlos siempre ocupados o divertidos es la mejor forma de crear personas superficiales, nerviosas y hasta neuróticas. Espero que no pase demasiado tiempo sin que supere mi predisposición natural a aprovechar hasta el último segundo y aprenda a “perder el tiempo” sin sentirme culpable; más aún, disfrutando de la libertad que proporciona el no saberme esclavo del propio reloj interno. En esta sociedad productivista, reivindico “el arte de no hacer nada”. Aprovechar el tiempo, sí; pero saber perderlo en lo que importa, también.


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