Me gusta mucho el
personaje de san
Lucas, cuya fiesta celebramos hoy. Mi abuelo
paterno llevaba también este nombre griego. En Italia es bastante frecuente el nombre de Luca,
casi tanto como el de Jordi en Cataluña. Por cierto, se ha vuelto a montar un buen
lío a propósito del encarcelamiento de los
Jordis. No ganamos para sustos. Los periódicos españoles de hoy siguen dedicando
mucha atención al asunto de Cataluña, pero hay vida más allá. No sirve de mucho
darle infinitas vueltas. La
historia juzgará nuestra miopía. Lo que me ha preocupado en los últimos
días es las terribles consecuencias del huracán María en Puerto Rico y los devastadores
incendios en Portugal y, en menor medida, en Galicia
y Asturias. Es como si el cambio climático se hubiera aliado con los cambios políticos
para hacer de octubre -una vez más- el mes de las revoluciones. Vivimos la eclosión del todo
cambia.
Da la casualidad de que,
en mi numerosa comunidad romana (somos 28), hay un compañero portugués y otro
puertorriqueño. Esto significa que los problemas de ambos países nos tocan más
de cerca. La situación
en la que ha quedado Puerto Rico es desastrosa. El 85% de la población
sigue sin electricidad, con lo que esto supone para el normal funcionamiento de
las familias, empresas, servicios públicos, etc. Ayer tratamos de dar un
impulso a las ayudas económicas. En el caso de Portugal, el mayor drama lo
constituye la
muerte de más de 40 personas como consecuencia de los incendios. Aunque en
ambos casos parece que la naturaleza se ha desatado contra el hombre, en el
segundo la responsabilidad humana es muy grande. Se habla de que varios de los incendios
han podido ser provocados, lo que constituye un verdadero crimen que los
códigos penales castigan poco. Como se suele decir, sale barato quemar los
bosques y, a veces, provocar no solo daños ecológicos sino también muertes de
personas y animales.
Cada vez que se producen
desastres naturales de esta envergadura (terremotos, volcanes, maremotos,
inundaciones, incendios, etc.) se disparan las preguntas: ¿Por qué? ¿Cómo se
podría haber evitado? ¿Qué podemos hacer para prevenirlos y minimizar sus
consecuencias devastadoras? Muy pocas personas se preguntan por qué Dios
permite esto. Creo que hace tiempo que no le “echamos la culpa” a Dios del funcionamiento
de la naturaleza. En todo caso, algunos de estos fenómenos incontrolados son la
consecuencia de los desequilibrios que los seres humanos hemos producido en la
naturaleza con nuestros hábitos dañinos o con nuestras negligencias y de los muchos intereses en juego. Aquí es
donde habría que concentrar la atención. ¿Cuáles de nuestros hábitos de consumo
están provocando, directa o indirectamente, algunos de estos fenómenos? ¿En qué
dirección tendríamos que caminar? Ayer mismo un alto ejecutivo italiano me
confesaba que los lobbies de la industria
automovilística europea están presionando para que la Unión Europa doble el
límite vigente de sustancias contaminantes en la atmósfera porque, de otro
modo, se va a resentir mucho la venta de coches y carburante. Si esto es cierto, uno se
hace idea de los muchos intereses que están en juego. Parece que el equilibrio
ecológico y la salud de los ciudadanos ocupan un escalafón inferior. Lo que importa es producir y vender.
Quizás el único aspecto
positivo de estas experiencias traumáticas sea la rápida actuación de los
profesionales de emergencias (aunque, por lo que leo, no ha sido siempre así,
sobre todo en Portugal) y la solidaridad de numerosos voluntarios que han
colaborado en las tareas de extinción de incendios, suministro de ropa y
alimentos, traslado de personas a los refugios, etc. La paradoja es que hay una
relación proporcional entre la inmensidad del desastre y la práctica solidaria.
Uno tiende a pensar que el individualismo que a menudo caracteriza la
convivencia diaria es algo indeseado, que, en el fondo, a todos nos gustaría
ponernos siempre al servicio de los demás. Los desastres naturales son como los
despertadores de esta enorme capacidad de ayuda y colaboración que todos
llevamos dentro. Me emocioné escuchando el testimonio de algunos muchachos
gallegos que parecían sacar fuerzas de debilidad ante la voracidad del fuego.
Frente al viento, el agua y el fuego destructores, hay otro viento, otra agua y otro
fuego que simbolizan los valores humanos de sacrificio y entrega. Al fin y al cabo, las tres realidades son símbolos del Espíritu de Dios, que es “brisa en
las horas de fuego”, “riega lo que es árido” y “calienta lo que es frío”. Ubi Spiritus ibi solidaritas.
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