Dentro de unas horas
salgo para Barcelona. El sábado 21, a las 10 de la mañana, tendrá lugar la
ceremonia de beatificación de 109 mártires claretianos. Es difícil expresar
en pocas palabras los propios sentimientos. Los muchos detalles de la organización
no dejan apenas espacio para la meditación serena. Pero hay algo, un destello, que
arroja luz sobre un hecho como este. Cuando uno relee las narraciones de estos 109 misioneros -la mayoría, jóvenes- que no dudaron en confesar su fe aun a
riesgo de ser asesinados, cae en la cuenta de que hoy vivimos en otra tesitura.
Estas cosas nos parecen excesivas, como de otro tiempo. Los mártires siguen existiendo
hoy en diversas partes del mundo, pero nuestro cerebro hace tiempo que ha sido
programado para otra manera de entender la vida. Esta otra manera tiene algo muy positivo: no concebimos las relaciones
humanas en clave excluyente, hemos aprendido a convivir con posturas distintas,
hemos crecido en una cultura del respeto y la tolerancia. Este es un valor
extraordinario que solo se comprende bien cuando uno echa un vistazo a la historia
y comprueba las consecuencias desastrosas de las posturas intolerantes.
Pero quizás hay también
un aspecto no tan positivo. Me refiero a la superficialidad y blandura con la
que vivimos nuestras opciones. Nos comprometemos a vivir la fe (bautismo y
confirmación), a ser fieles toda la vida a otra persona (matrimonio), a
desempeñar nuestro ministerio con entrega absoluta (orden sacerdotal), pero, en
el curso de la vida, pueden suceder muchas cosas. La vida no es una línea
recta, sino sinuosa, llena de curvas, altos y bajos. Hoy, gracias a Dios, somos
muy comprensivos con nuestras debilidades y flaquezas, quizás porque tenemos una
idea de la existencia como algo que cambia y de Dios como un padre misericordioso. ¿Quién nos asegura que los
compromisos de hoy serán vigentes mañana, cuando todo puede cambiar? La idea del eterno cambio nos hace
tolerantes con nosotros mismos y con nuestras fragilidades. Nos hace también muy
comprensivos con los cambios de rumbo de los demás. Veo en esto un elemento muy
positivo. La misericordia es la clave última para abordar la vida humana.
Pero, ¿no estaremos necesitando
un estímulo fuerte, que nos ayude a no reducir la fe a una opción banal, que
puede intercambiarse por cualquier otra cosa? Esto no tiene que ver nada con la
intolerancia sino con la firmeza y la fidelidad. Cuando vivimos “a medio gas”,
sin la energía que proporciona una fe fuerte, todo pierde su perfil. Ya no
sabemos qué significa decir sí o no, todo parece igual. También nuestro estado
de ánimo entra en esa zona borrosa en la que no experimentamos grandes
depresiones, pero tampoco disfrutamos de la alegría cristalina que proporciona
la fe. Hacemos cosas, pero no ponemos el entusiasmo y la entrega de quienes han
hecho una opción clara por Jesús. Nos relacionamos con las personas, pero
salvaguardando siempre nuestros intereses. Vivir “a medio gas” se ha convertido
en un estilo de vida, es lo normal. Cualquier otra cosa se nos antoja
exagerada, como de otros tiempos. Por eso, el recuerdo de los mártires es tan
incómodo y, a la vez, tan estimulante. Ellos, que procedían de ambientes
normales como la mayoría de nosotros, que no destacaban por nada en particular,
fueron capaces de no rendirse en el momento supremo. Necesitamos volver una y
otra vez sobre esto. Espero hacerlo en los próximos días si encuentro algún
minuto libre en la sucesión de acontecimientos.
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