Tengo un amigo catalán
que domina varias lenguas. Habla castellano a la perfección. En las muchas
horas de diálogo con él solo le he encontrado un catalanismo. En vez de decir “echo
de menos” o “echo en falta”, suele decir “encuentro a faltar”, que es una traducción
literal de la expresión catalana “trobar a faltar”. Si traigo a cuento esta
anécdota es porque hoy – no sé por qué – me he detenido en esta expresión, me
ha venido varias veces a la cabeza. Se ve que el otoño agudiza la nostalgia. ¿Qué
queremos decir cuando decimos Te echo de
menos (español), o I miss you (inglés),
o Mi manchi (italiano), o Tu me manques (francés)? ¿A quién le decimos una frase como ésta? Cada
vez que la pronunciamos, es como si reconociéramos que no somos nosotros mismos
sin la presencia de alguien a quien amamos, que nuestra vida es solo una
edición disminuida de lo que aspiramos a ser. Decirle a alguien “Te amo” puede poner el
corazón en danza o la piel de gallina, pero decirle “Te echo de menos” pone en
juego una dinámica desconcertante. Solo un milímetro emocional separa el
verdadero amor de la posesión. Si se enciende la luz roja de los celos, no hace
falta que nos preguntemos de qué lado estamos.
Cuando uno es
adolescente, el “te echo de menos” tiene la forma de un vacío irrellenable. Uno
piensa que las personas queridas (padres, familiares, amigos…) tienen la
obligación de hacernos felices. No podemos tolerar que no estén a mano cuando
más las necesitamos. Se nos viene el mundo encima cada vez que experimentamos su
ausencia. Quizás de adultos prodigamos menos la frase. La vida nos enreda en
tantas ocupaciones, que a veces las personas – incluso las más queridas – pueden
pasar a un segundo plano, aunque nos duela reconocerlo. De repente, cuando nos
parece que todo discurre sobre ruedas, una separación brusca o una muerte
inesperada, nos devuelven el verdadero perfil de las personas a las que amamos.
Entonces, su ausencia se va agradando como el cráter de un volcán. Es como si,
de repente, la vida fuera perdiendo los colores de antaño, como si el vacío se
convirtiera en un recordatorio permanente de la muerte que nos aguarda a cada
uno de nosotros. Mientras tecleo estas notas, escucho el Aleluya de Leonard Cohen que acompaña, como banda sonora, la presentación que una amiga me ha enviado por WhatsApp. Se trata de varias fotos animadas que recorren la vida de su hijo muerto (tal vez asesinado) hace unas semanas. Hoy hubiera cumplido 39 años. No puedo contener las lágrimas. Algunas personas no se recuperan nunca de estos zarpazos de la
vida. No es que echen de menos a alguien: es que no se reconocen ya a sí mismas. En el fondo, su amor había adquirido la forma
de una dependencia excesiva, casi enfermiza. Viven un infierno en la tierra. Cuando
visitan la tumba de la persona querida para depositar unas flores, se están
poniendo flores a sí mismas, a su propia indefensión.
Entrados en las etapas
postreras de la vida, descubrimos que el “te echo de menos” no es incompatible
con un nuevo modo de presencia. Hay personas queridas que están lejos físicamente,
a las que no vemos a menudo, y, sin embargo, no nos sentimos lejos de ellas, no
las echamos de menos como si hubieran desaparecido de nuestro radar afectivo. Las queremos sin necesitarlas. Algunas personas queridas han muerto ya. Incluso
en este caso extremo, no las echamos de menos como quien las hubiera perdido
para siempre. Al contrario, el “echar de menos” adquiere una tonalidad serena y
esperanzada; es, en el fondo, una forma nueva de sentir su presencia. Ni
siquiera la muerte puede interrumpir los lazos que nos unen a ellas. Se diría
que la muerte rompe para siempre las fronteras del espacio y del tiempo y nos permite una
comunión más profunda que cuando estábamos presentes físicamente el uno al
otro. Uno empieza a sospechar entonces que ese “echar de menos” es un anhelo
que apunta más lejos, que va más allá de las personas queridas y nos proyecta
hacia un infinito que tiene el nombre de Dios.
Cada vez que “echamos de menos”
a alguien, estamos reconociendo que tenemos necesidad de una voz que nos hable,
de unos ojos que nos miren, de una mano que nos acaricie. Ninguna de las
personas que forman parte de nuestro círculo afectivo está en condiciones de
satisfacer este anhelo. Si se lo pidiéramos, estaríamos cometiendo un atentado
de lesa humanidad, estaríamos obligándolas a ser lo que no son y a dar lo que no
tienen. Cuando comprendemos esto, nos colocamos humildemente ante el umbral del
Misterio y no exigimos nada de las personas a las que queremos, no las
chantajeamos con nuestras exigencias afectivas más o menos sutiles. Aceptamos
su amor como un mendigo acepta el pan que le ofrecen, como un peregrino acepta un vaso de agua fresca en una tarde de verano, porque sabemos que nuestro
corazón está ya habitado. Solo “echamos de menos” que se rompa definitivamente la tela de este
dulce encuentro.
¿Está ahí la comunión de los santos?
ResponderEliminarCreo que sí, Carlos. Es un misterio del que hablamos poco, pero para mí es una fuente de mucha esperanza.
EliminarCoincido con vosotros. ¡Gracias otra vez, Gonzalo! No es fácil a veces compartir la luz de la esperanza y jugarnos a esa carta la alegría. Pero creo que se puede. Y ahi, en lo más hondo, donde las palabras son vida, donde nada se pide y no se sabe cómo dar gracias por tanto don recibido en los hermanos, "te echo de menos".
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