Hemos llegado ya al XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Eso significa que el final del año litúrgico, que consta de 34 domingos, está próximo. El fin
de semana ha sido pródigo en sorpresas y malabarismos. Ni siquiera los hermanos
Marx hubieran sido capaces de escribir un guion más esperpéntico que el que se
ha vivido en Cataluña, pero, en medio del caos, las
urnas ya están puestas. El 21 de diciembre, en vísperas de la Navidad, todo el
pueblo de Cataluña podrá votar en condiciones de libertad, seguridad y legalidad lo que desea para su futuro. El voto no es suficiente para restañar heridas y
construir un proyecto en común, pero al menos es un paso para desinflar la
tensión mientras se abre camino un planteamiento realista lo más compartido
posible. No sé cómo contará la historia lo vivido en estas últimas semanas, pero
a mí me ha parecido una pesadilla, una perfecta demostración de inconsciencia e
irresponsabilidad. Me ahorro otros calificativos que podrían resultar
ofensivos.
En el Evangelio de este
domingo los fariseos quieren marear de nuevo a Jesús. Es como si encontraran
placer en ponerlo a prueba, a pesar de que siempre salen escaldados. En el maremágnum
de preceptos y mandamientos esparcidos por la Biblia -algunos estudiosos habían
identificado 613, de los cuales 365 (los días del año) eran negativos y 248 (las
partes del cuerpo) positivos- un doctor de la Ley quiere saber cuál es el principal, dónde
poner el acento. Lo mismo podríamos desear
nosotros ante la mole de cánones (1752, para ser precisos) del Código
de Derecho Canónico o los 2.854 párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica. Jesús
se limita a citar dos textos de la Escritura: uno referido al amor a Dios (cf. Dt
6,5) y otro referido al amor al prójimo (cf. Lv 19,18). Se trata de dos caras
de la misma moneda y de los pilares de la Escritura: “Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas” (Mt
22,40). Pero es importante caer en la
cuenta que la cara visible es el amor
al prójimo. En la primera carta de Juan leemos: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso;
pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”
(1Jn 4,20). Esto hace del cristianismo un estilo de vida en las antípodas del
espiritualismo. La verdadera fe en Dios, el verdadero amor, se mide por la capacidad
de amar a sus hijos e hijas porque -como afirmaba Ireneo de Lyon- “la gloria de Dios es que el hombre viva”
(gloria Dei vivens homo).
Cada vez que amamos a una
persona, estamos adentrándonos, a menudo de manera inconsciente, en el misterio
insondable de Dios, porque “Dios es amor”
(1 Jn 4,8). La liturgia cristiana ha convertido esta afirmación bíblica en un
canto: Ubi caritas et amor, Deus ibi est
(Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Esto da una profunda unidad a
nuestra vida. Cuando los esposos, o los padres y los hijos, o los amigos, o los
enemigos, se aman, están dando gloria a Dios, están permitiendo que el amor de
Dios inunde las vidas de los seres humanos. Me parece que esto es lo que Jesús
quería decirle al fariseo. Quien plantea así su vida, no desprecia el resto de
los preceptos y normas, pero los relativiza en la medida en que ayudan o
impiden expresar con transparencia el amor. Se requiere toda una vida para caer
en la cuenta de esta unidad. Personalmente, he encontrado mucha luz en algunos
ancianos que han madurado espiritualmente. Cuando uno los contempla, se da
cuenta de que lo que centra su vida es la alabanza a Dios (suelen ser personas
que oran mucho) y la compasión hacia el prójimo (suelen ser personas muy comprensivas).
Todo lo demás, por lo que alguna vez lucharon (proyectos, normas, etc.), pasa a
un segundo plano. ¿Por qué no aplicar la sabiduría del final del camino a las etapas intermedias?
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