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miércoles, 18 de octubre de 2017

Viento, aire y fuego

Me gusta mucho el personaje de san Lucas, cuya fiesta celebramos hoy. Mi abuelo paterno llevaba también este nombre griego. En Italia es bastante frecuente el nombre de Luca, casi tanto como el de Jordi en Cataluña. Por cierto, se ha vuelto a montar un buen lío a propósito del encarcelamiento de los Jordis. No ganamos para sustos. Los periódicos españoles de hoy siguen dedicando mucha atención al asunto de Cataluña, pero hay vida más allá. No sirve de mucho darle infinitas vueltas. La historia juzgará nuestra miopía. Lo que me ha preocupado en los últimos días es las terribles consecuencias del huracán María en Puerto Rico y los devastadores incendios en Portugal y, en menor medida, en Galicia y Asturias. Es como si el cambio climático se hubiera aliado con los cambios políticos para hacer de octubre -una vez más- el mes de las revoluciones.  Vivimos la eclosión del todo cambia.

Da la casualidad de que, en mi numerosa comunidad romana (somos 28), hay un compañero portugués y otro puertorriqueño. Esto significa que los problemas de ambos países nos tocan más de cerca. La situación en la que ha quedado Puerto Rico es desastrosa. El 85% de la población sigue sin electricidad, con lo que esto supone para el normal funcionamiento de las familias, empresas, servicios públicos, etc. Ayer tratamos de dar un impulso a las ayudas económicas. En el caso de Portugal, el mayor drama lo constituye la muerte de más de 40 personas como consecuencia de los incendios. Aunque en ambos casos parece que la naturaleza se ha desatado contra el hombre, en el segundo la responsabilidad humana es muy grande. Se habla de que varios de los incendios han podido ser provocados, lo que constituye un verdadero crimen que los códigos penales castigan poco. Como se suele decir, sale barato quemar los bosques y, a veces, provocar no solo daños ecológicos sino también muertes de personas y animales.

Cada vez que se producen desastres naturales de esta envergadura (terremotos, volcanes, maremotos, inundaciones, incendios, etc.) se disparan las preguntas: ¿Por qué? ¿Cómo se podría haber evitado? ¿Qué podemos hacer para prevenirlos y minimizar sus consecuencias devastadoras? Muy pocas personas se preguntan por qué Dios permite esto. Creo que hace tiempo que no le “echamos la culpa” a Dios del funcionamiento de la naturaleza. En todo caso, algunos de estos fenómenos incontrolados son la consecuencia de los desequilibrios que los seres humanos hemos producido en la naturaleza con nuestros hábitos dañinos o con nuestras negligencias y de los muchos intereses en juego. Aquí es donde habría que concentrar la atención. ¿Cuáles de nuestros hábitos de consumo están provocando, directa o indirectamente, algunos de estos fenómenos? ¿En qué dirección tendríamos que caminar? Ayer mismo un alto ejecutivo italiano me confesaba que los lobbies de la industria automovilística europea están presionando para que la Unión Europa doble el límite vigente de sustancias contaminantes en la atmósfera porque, de otro modo, se va a resentir mucho la venta de coches y carburante. Si esto es cierto, uno se hace idea de los muchos intereses que están en juego. Parece que el equilibrio ecológico y la salud de los ciudadanos ocupan un escalafón inferior. Lo que importa es producir y vender. 

Quizás el único aspecto positivo de estas experiencias traumáticas sea la rápida actuación de los profesionales de emergencias (aunque, por lo que leo, no ha sido siempre así, sobre todo en Portugal) y la solidaridad de numerosos voluntarios que han colaborado en las tareas de extinción de incendios, suministro de ropa y alimentos, traslado de personas a los refugios, etc. La paradoja es que hay una relación proporcional entre la inmensidad del desastre y la práctica solidaria. Uno tiende a pensar que el individualismo que a menudo caracteriza la convivencia diaria es algo indeseado, que, en el fondo, a todos nos gustaría ponernos siempre al servicio de los demás. Los desastres naturales son como los despertadores de esta enorme capacidad de ayuda y colaboración que todos llevamos dentro. Me emocioné escuchando el testimonio de algunos muchachos gallegos que parecían sacar fuerzas de debilidad ante la voracidad del fuego. Frente al viento, el agua y el fuego destructores, hay otro viento, otra agua y otro fuego que simbolizan los valores humanos de sacrificio y entrega. Al fin y al cabo, las tres realidades son símbolos del Espíritu de Dios, que es “brisa en las horas de fuego”, “riega lo que es árido” y “calienta lo que es frío”. Ubi Spiritus ibi solidaritas.

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