sábado, 10 de junio de 2017

No sabemos quiénes somos

Viajo a Barcelona un día después de que Carles Puigdemont, el presidente de la Generalidad catalana, haya anunciado la fecha y la pregunta del controvertido referéndum sobre la independencia de Cataluña. Soy consciente de la trascendencia de este asunto. No sé qué ambiente voy a encontrar en la ciudad condal. Los ánimos se han caldeado tanto en los últimos años que no resulta fácil plantear las cosas con serenidad. Más allá de la pregunta concreta y del conflicto subyacente, lo que parece claro es que -como detectan los estudios del Instituto Elcano- vivimos un momento de declive de la identidad española. Las personas de mi generación, educadas en la idea de la España una, grande y libre, inculcada por el franquismo, se volvieron bastante reacias a la defensa de una identidad uniforme y sacrosanta. Aprendimos a vivir y valorar la diferencia. Los educados en los 40 años de democracia han crecido con relatos regionales y nacionales y casi siempre con un sentimiento muy antiespañolista. Les cuesta mucho imaginar la unidad. Con lo cual hemos llegado a una situación en la que, de tanto manipular la idea, ya no sabemos bien en qué consiste ser español. Ni siquiera la Constitución de 1978 parece cobijar el mínimo patriotismo constitucional para asegurar una convivencia pacífica entre los diversos pueblos que conforman el actual Reino de España. La cosa pareció funcionar al principio, pero hace ya tiempo que se multiplican los sinsabores y reclamaciones.


El periódico italiano Corriere della Sera, que suelo leer diariamente en su versión digital, publicó ayer una serie de artículos sobre lo que significa ser español, francés, británico, alemán, etc. desde la perspectiva de diversos autores italianos. La periodista que escribió sobre el ser español concluía que, más allá de las victorias de Rafa Nadal o de alguna exposición internacional de nuestros grandes artistas como Goya, Picasso o Velázquez, lo que más une hoy a los diversos españoles es su deseo de ser europeos. En esta identidad continental se encuentran cómodos catalanes, vascos, castellanos, gallegos, andaluces, extremeños, canarios y valencianos, por citar solo algunos de los pueblos que componen este rico mosaico español. Lo cual significa que las identidades menores, por llamarlas de alguna manera, no tienen inconveniente en sentirse miembros de una unidad mayor como la Unión Europea, pero en algunos casos (ahora de manera acusada, en el caso catalán) sí son reticentes a formar parte de una unidad intermedia llamada España. Los mismos que consideran perjudicial para la propia economía compartir impuestos con andaluces y extremeños -por poner solo dos casos citados a menudo- parecen no ver problemas en compartir recursos con búlgaros o rumanos.

Hablo de la identidad española porque es el país en el que nací, pero debates parecidos se están produciendo en toda Europa. Podría extenderme sobre lo que significa hoy ser italiano, francés, alemán, británico o suizo. No conozco país europeo que no esté hoy preguntándose por su identidad, como si la Europa que surgió tras la Segunda Guerra Mundial no acabara de ser del agrado de las nuevas generaciones. Este continuo interrogarse sobre lo que somos, este deseo de modificar siempre la situación presente, es un rasgo típicamente europeo. Es como si Europa no soportara estar más de 70 años en paz. Lo ha logrado por primera vez en las últimas décadas, pero ya comienza a sentirse incómoda con tanta tranquilidad: quiere un poco de agitación, de movida, de cambio. El Brexit, el referéndum catalán, los diversos movimientos independentistas (escocés, padano, bretón, corso, flamenco, vasco, gallego, etc.) son solo algunos indicadores de esta necesidad de lograr nuevos ajustes que, a juicio de algunos, permitirían un continente mejor.

Creo que todo esto tiene una doble lectura. Por una parte, es signo de que las identidades no son realidades fosilizadas sino procesos vivos en continuo desarrollo; por otra, indica un cierto estado adolescencial en el que algunos necesitan afirmarse más que los otros. En general, cuando una persona o un pueblo acentúan mucho que son diferentes de los demás lo que, en realidad, quieren decir es que se sienten superiores. La diferencia no es necesario afirmarla demasiado porque suele ser evidente, aunque, en situaciones dictatoriales, pueda estar reprimida o sojuzgada. Basta vivir con algunos andaluces o gallegos para darse cuenta de lo diferentes que son. O con algunos sicilianos o milaneses. El gran desafío para la convivencia humana no es tanto preservar la diferencia -que tiende siempre a autoafirmarse- sino ser capaces de crear nuevos espacios de convivencia plural, nuevas síntesis. Si Europa no trabaja esta vía, el proyecto que, a pesar de todas sus limitaciones, tantos frutos ha producido en las últimas décadas, entrará en un proceso de desintegración. La historia nos ha enseñado ya muchas cosas. En fin, que la cuestión sigue dando mucho que hablar.


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