sábado, 3 de junio de 2017

Me gusta-Me enfada y poco más

Hoy tendría que escribir algo sobre uno de los pocos santos africanos canonizados: san Carlos Lwanga, mártir ugandés, patrón de los jóvenes cristianos de África. He visitado hace años la Basílica de los Mártires de Uganda que guarda los restos de quienes fueron martirizados por orden del rey de Buganda Mwanga II en 1886. Recordando su valiente testimonio, he sentido una profunda emoción. Podría también escribir sobre la final de la Champions League que se jugará esta noche en Cardiff entre la Juventus de Turín y el Real Madrid. Estoy seguro de que muchos aficionados no hablan hoy de otra cosa. Por último, debería decir algo sobre la fiesta de Pentecostés, pero eso lo dejaré para mañana. Después de sopesar los diversas temas, me he inclinado por otro que no tiene que ver directamente con la actualidad de este primer sábado de junio, pero sí con un rasgo típico de nuestro tiempo. Me refiero a la costumbre de no discutir sino de repudiar o jalear.

Hay tres campos donde las filias y las fobias sustituyen a la verdadera discusión: el deporte, la política y la religión. En el deporte es evidente la fogosidad. Lo que hace el propio equipo siempre se defiende. Lo que hace el rival se critica a muerte. Casi no importa lo que suceda en el terreno de juego. Uno ve lo que quiere ver. Ya no hay aficionados sino fanáticos; es decir, personas que no ven un partido de fútbol, por ejemplo, sino una especie de batalla campal en la que los equipos se convierten en sustitutos de los ejércitos. A veces, un equipo es mucho más que un club: es visto como el símbolo de una nación, el portaestandarte de los propios sueños, el sumo sacerdote de unos ritos atávicos que toda tribu necesita hacer a sus ídolos. Otras veces, los equipos compensan con sus victorias deportivas los escasos logros de un pueblo en el campo científico, técnico, artístico o económico. 

La política nos tiene acostumbrados a espectáculos parecidos. Se invoca casi siempre la búsqueda del bien común pero, a la postre, lo que importa es defender los colores de la propia formación, aun cuando representen posturas absurdas, unilaterales o dañinas. Se suele hablar de la “disciplina de partido”. Si los asuntos están teñidos de nacionalismo, entonces la irracionalidad suele alcanzar cotas esperpénticas. Cuesta colocar sobre la mesa todos los aspectos de un asunto para estudiarlo de manera racional y eficaz. Si uno es de derechas, se supone que tiene que ver las cosas siempre de la misma manera. Si es de izquierdas, debe ser también “de piñón fijo”, por aquello de la coherencia. ¡Qué difícil es encontrar a una persona capaz de discutir sobre un asunto argumentando de la manera más objetiva posible y no repitiendo los clichés de su bancada! Parece que lo que importa no es acercarnos a la verdad de las cosas sino desacreditar la postura ajena apelando a una mezcla de sentimientos, deformaciones históricas, maximalismos ridículos, sofismas y chantajes de todo tipo.

¿Qué decir de la religión? Si uno se atreve a leer los comentarios que los lectores suelen hacer a las noticias de tipo religioso en los periódicos digitales, lo más probable es que acabe enojado. Por cada argumento sensato (a favor o en contra), se da una avalancha de estupideces que no hace sino amontonar tópicos nunca sometidos a una crítica seria. El esquema es tan repetitivo que no hace falta leerlo entero para saber adónde conduce. Casi siempre procede así: lo de Jesús de Nazaret es un cuento inventado por Pablo de Tarso y compañeros, hábilmente utilizado –“oficializado”– por el imperio romano para asegurar su poder y perpetuado por la Iglesia a lo largo de los siglos para mantener a la población sojuzgada y lucrarse a su costa. Hay algunas variantes divertidas e ingeniosas, pero en lo sustancial el discurso procede como he escrito. Los datos que no encajan con esta “visión crítica y heterodoxa” se omiten o se tergiversan. En general, lo que hoy se lleva es dar caña a la religión católica (por demasiado conocida y dominante), expresar admiración por el budismo (rodeado de un aura de misterio y tolerancia) y ser obsequiosos con los musulmanes (por si las moscas), sobre todo en tiempos del Ramadán.

Por si fuera poco, las redes sociales –en particular Facebook– nos han acostumbrado al profundísimo ejercicio de discernimiento que consiste en calificar una foto, un vídeo o un breve comentario con un Me gusta, Me encanta, Me divierte, Me asombra, Me entristece o Me enfada.  Al final, nuestra capacidad de argumentación va a quedar reducida a mover el dedo pulgar hacia arriba o hacia abajo, como si fuéramos emperadores romanos en el circo y estuviéramos decidiendo la suerte de un gladiador. Echo de menos las tertulias en las que las personas esgrimían argumentos para defender o criticar algo. Programas televisivos como La clave, de feliz memoria, serían hoy impensables. En los tiempos de la telebasura y los ritmos frenéticos, toda intervención que supere los treinta segundos parece ya larga y pesada. Si encima no hace reír sino que provoca la reflexión, puede ser calificada de pedante o aburrida. En fin, serán los tiempos. A las épocas de irracionalidad suelen seguir períodos sombríos. El amigo Donald Trump los está inaugurando a golpe de tuit. ¡Que el futuro nos pille desconectados!

1 comentario:

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