martes, 6 de junio de 2017

Los dioses de la tierra no me satisfacen

Desde que era novicio, he recitado muchas veces el salmo 15/16, uno de mis favoritos. Me lo sé de memoria. En la traducción litúrgica, los primeros versículos fluyen así: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; / yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». / Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen”. Anteayer estos versículos me daban vueltas en la cabeza mientras veía algunas imágenes de la fiesta que el Real Madrid organizó en el estadio Santiago Bernabeu para celebrar sus victorias en la Liga Española de Fútbol y en la Champions League. Miles de personas vitoreaban a sus ídolos –así los llamaba repetidamente el comentarista– mientras éstos oficiaban los diversos actos litúrgicos previstos en el programa. Antes de la llegada al estadio hubo un ofrecimiento de la Copa a la diosa Cibeles al más clásico estilo pagano. Muchos de los que consideran que “la religión es el opio del pueblo” no tienen ningún inconveniente en entregarse en cuerpo y alma a estos ritos seculares. Los jugadores son al mismo tiempo sacerdotes de esta nueva religión que es el fútbol e ídolos dignos no solo de admiración sino casi de adoración. Cuando el locutor los iba presentando en el estadio, la masa rugía coreando sus nombres o apellidos en una alabanza coral que incluía a veces momentos musicales. El estribillo –repetido en varias ocasiones– tiene casi cadencia sálmica: “¿Cómo no te voy a querer…?”.

No tengo nada en contra de las muestras colectivas de entusiasmo.  Creo que el fútbol es un deporte de masas y un espectáculo global. Comprendo la alegría que un aficionado siente cuando su equipo encadena dos Copas de Europa seguidas. No me rasgo las vestiduras por el hecho de que la gente se divierta, aplauda, cante y rompa de esta forma la monotonía de la vida cotidiana. La fiesta es algo esencial al ser humano. Pero lo que está sucediendo con el fútbol raya la idolatría. A varios de los comentaristas les oí hablar sin ningún rebozo de nueva religión y de prodigar loas a los jugadores que a duras penas aplicamos a Dios. ¿No estamos traspasando la frontera de lo razonable? ¿No hemos convertido a unos seres humanos –admirables por sus gestas deportivas– en semidioses? ¿No les estamos dedicando una atención desproporcionada que negamos a otras personas cuya contribución al progreso de la humanidad es mucho más significativa y duradera? ¿Qué vacíos está rellenando el fútbol que no consiguen colmar las religiones tradicionales? ¿Por qué muchas personas dedican su tiempo, su entusiasmo y su dinero al fútbol? ¿Por qué hemos llegado a una situación como ésta?

Confieso que admiré el derroche de luz y sonido del espectáculo madridista. El Santiago Bernabeu lucía como templo grandioso de esta neo-religión. Disfruté con la cara de algunos niños que contemplaban en directo a sus jugadores favoritos. Me pareció maravilloso que un espectáculo así pudiera unir a hombres y mujeres de distinta condición, edad e ideología. En este sentido, el fútbol es un fenómeno interclasista, ecuménico, global. Pero experimenté al mismo tiempo un regusto de vaciedad. Cuando todas estas personas regresen a sus casas, ¿habrán encontrado en sus ídolos la energía para afrontar la vida cotidiana? ¿Es el fútbol un impulso para vivir con más fuerza o una evasión de la batalla cotidiana? ¿Se reduce a producir una exaltación emocional (transitoria por su misma naturaleza) o provoca una exultación que conecta duraderamente a la persona con las fuentes de su ser y, por lo tanto, le permite vivir con más dignidad y sentido? Ya sé que para muchos aficionados estas preguntas son ridículamente pedantes, pero para mí son pertinentes. Si no las hago, acabo siendo víctima de un engaño colectivo.

Antes de acostarme, todavía prisionero de las imágenes y los sonidos, caí en la cuenta de que estos ídolos modernos –aunque admirables por su calidad deportiva y su entrega a una causa– no colman los anhelos de mi corazón. Los admiro, pero no los venero. Me duele que sean idolatrados hoy porque mañana pueden ser bajados del pedestal con idéntica pasión. Comprendí la distancia infinita que hay entre los ídolos –del tipo que sean– y el verdadero Dios. Recité con gratitud el salmo completo:


El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano:
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.
Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas
y mi carne descansa serena.

Pude dormir sereno porque solo el Señor “es el lote de mi heredad y mi copa”; solo él “me alegra el corazón”. 

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