viernes, 10 de marzo de 2017

Hablando en griego

Junto con mis compañeros del gobierno general, llevo varios días examinando y aprobando los balances y presupuestos de todos los organismos (provincias y delegaciones) de mi congregación. Es un trabajo de equipo. La economía no es mi especialidad, pero uno no puede desentenderse de la administración de la casa común. No hay comunión de vida sin economía compartida y viceversa. Ambas palabras vienen del griego y ambas han adquirido un significado teológico. En griego, comunión se dice koinonía (es decir, lo que tenemos en común). Economía se dice oikonomía (es decir, la norma que regula la casa). No es necesario romperse la cabeza para descubrir que toda comunidad auténtica se basa en lo que tenemos en común (comunión) convenientemente administrado (economía). Ya en los Hechos de los Apóstoles leemos que la primitiva comunidad cristiana expresaba su comunión mediante la puesta en común de sus bienes: “Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44). Pues esto es, ni más ni menos, lo que vive una comunidad religiosa y, a su manera, también muchas familias y grupos de vida.

Más de una vez algunos de mis amigos me han preguntado cómo funciona la economía de mi congregación claretiana. Es un sistema sencillo. No hay secretos. Todo lo que cada misionero recibe (salarios, pensiones, donativos, etc.) va a la caja común de la comunidad y es administrado por el ecónomo local según un presupuesto aprobado cada año por la misma comunidad. Todo lo que la comunidad ahorra va a la provincia (que es un conjunto de comunidades gobernadas por un superior con su consejo), dado que una comunidad no puede acumular. Todas las provincias de la congregación, incluso las más necesitadas, comparten con la administración general según sus posibilidades. Este es, por así decir, el camino de ascenso de la comunión de bienes. Luego se da un camino de descenso. La administración general envía cada año el dinero necesario a las provincias que no pueden cuadrar sus presupuestos con los recursos propios. Las provincias hacen lo mismo con sus comunidades necesitadas. Y cada comunidad provee a las necesidades de todos sus miembros. Teniendo en cuenta que no es lo mismo vivir en Nueva York o Roma que en una remota misión de Kenia o Timor Oriental, uno puede imaginar los equilibrios que hay que hacer para que todos puedan vivir con dignidad y atender a sus compromisos misioneros. Lo que estamos haciendo estos días es ajustar los presupuestos entre los que donan y los que reciben, de manera que la economía refleje bien la comunión. Más que un problema técnico es una cuestión espiritual.

A veces hay personas que, por falta de información adecuada o por prejuicios, no entienden esto o imaginan extraños manejos. Recuerdo al respecto una anécdota ocurrida hace bastantes años en un colegio mayor regentado por los misioneros claretianos. Uno de los universitarios se enfadó con un claretiano del equipo directivo por algún problema disciplinario. Estas cosas pasan. Al joven no se le ocurrió un modo mejor de herir al claretiano que espetarle esta frase: “Pues sepa usted que con lo que mi padre paga por mí en este colegio mayor ustedes están alimentando a sus seminaristas”. El claretiano respiró hondo, mantuvo la calma y le respondió en la misma clave, pero sin alzar mucho la voz: “En parte, es cierto lo que dices. Pero conviene que recuerdes que con lo que yo y otras muchas personas pagamos en la consulta de tu padre médico, él te está costeando los estudios y todos tus gastos”. Se hizo silencio. Todos dependemos de todos. No hay nadie autosuficiente.

El dinero no llueve del cielo ni se encuentra esparcido por la calle. Lo lógico es que sea el fruto de un trabajo honrado, competente y solidario. Una congregación religiosa necesita trabajar para conseguir recursos con los que cubrir las necesidades de sus miembros, atender a la formación de los jóvenes, cuidar a los ancianos y enfermos y, sobre todo, realizar su misión y ayudar a los pobres. Necesita también llevar un estilo de vida sobrio, que no reproduzca el consumismo ambiental y que permita ahorrar. Como es lógico, muchos de los compromisos evangelizadores no generan ningún ingreso económico; al contrario, es necesario subvencionarlos porque están al servicio de los pobres. ¿Qué rédito produce, por ejemplo, atender pastoralmente veinte aldeas en la misión del Norte de Potosí en Bolivia o abrir escuelitas rurales en Bozmila, en la India? Todo esto sería imposible sin una confianza ilimitada en la providencia de Dios (que siempre cuida de sus hijos) y en la generosidad de muchos benefactores que nos ayudan con sus donaciones. Exige, además, una buena organización que facilite la compartición de bienes, de manera que quien tenga dé y quien necesite reciba. Puedo asegurar que el sistema funciona, pero requiere cultivar unas profundas actitudes espirituales y hábitos de transparencia y honradez. Sin conciencia de formar un solo cuerpo, no se comprende por qué uno debe compartir sus bienes con los demás. No basta, pues, utilizar un mismo plan de cuentas y un buen sistema informático. No basta la buena voluntad o efímeros sentimientos solidarios. Se requiere una sólida espiritualidad. La cartera no se mueve si antes no la hecho el corazón.

Como cualquier realidad humana, también ésta tiene sus limitaciones. No está exenta de fallos y hasta de abusos y escándalos en algunos casos. Pero eso no invalida su sentido. Quien comparte la vida, debe compartir los bienes. Donde hay comunión (koinonía) hay economía (oikononía) solidaria. Hablando en griego, para que todo el mundo entienda. ¿Se podría organizar de un modo parecido la vida social para ir superando las diferencias abismales que observamos entre ricos y pobres? ¡Este es el reto de quienes están trabajando en el campo de la economía de comunión y de la economía solidaria!


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