domingo, 26 de marzo de 2017

De la ceguera a la luz de la fe

Hemos llegado al IV Domingo de Cuaresma. Es el domingo Laetare, una invitación a la alegría en medio del arduo camino cuaresmal porque la Pascua está ya cerca. Yo comienzo este domingo muy contento, a pesar de la hora que le he quitado al sueño por culpa del famoso cambio horario.  Ayer –Solemnidad de la Anunciación del Señor– presidí la Eucaristía en la que una amiga mía, que cumplía 25 años de sus primeros votos, renovó su profesión religiosa. Fue en Ciampino, a cuatro pasos del famoso aeropuerto que usa Ryanair para sus vuelos low cost, y a 15 kilómetros de Roma. Fue una celebración familiar, alegre y emotiva. Confieso que a mí se me escapó alguna lagrimilla. Mientras nosotros celebrábamos la Eucaristía, los líderes de la Unión Europea almorzaban con el presidente Sergio Mattarella en el impresionante palacio del Quirinal. Esperemos que la diplomacia del mantel logre más avances que las interminables discusiones parlamentarias.

El Evangelio de este domingo es muy largo. Cuenta la historia del ciego de nacimiento curado por Jesús. De entrada, a una pregunta de los discípulos, Jesús aclara que el muchacho no está ciego como consecuencia de sus pecados o los de sus padres. La enfermedad no es un castigo, aunque pueda ser el efecto de un desequilibrio personal. En realidad, al evangelista Juan lo que realmente le importa es describir un itinerario de fe, mostrar cómo se pasa de la ceguera a ese “Creo, Señor” que el muchacho curado profiere con entusiasmo. Sobre la base de un hecho histórico –que debió de resultar muy sorprendente– Juan articula una catequesis sobre la fe y sobre Jesús como luz del mundo.  Fernando Armellini nos ofrece una larga y minuciosa explicación de este pasaje. Conviene entrar en los pormenores para no quedarnos con una explicación superficial. Uno se da cuenta de que los relatos bíblicos –y de, manera especial, los del cuarto evangelio– son piezas de orfebrería. Cada detalle tiene un significado. Nada está de relleno. Nada se escribe por azar.

¿Estamos ciegos hoy? El refrán dice que No hay peor ciego que el que no quiere ver. Tengo la impresión de que, a menudo, preferimos no ver. Estamos contentos en nuestra zona umbrosa, que es, por paradójico que resulte, nuestra zona de confort. Creemos que si nos abrimos a la luz vamos a tener que cambiar muchas cosas de nuestro estilo de vida. Somos deudores de una concepción muy moralizante. La luz de la fe no es una tabla de mandamientos que hay que cumplir, o un fardo que se coloca sobre nuestras débiles espaldas. ¡Es una explosión de sentido y alegría! Creer significa, en primer lugar, adherirse a la persona de Jesús y, unidos a él, descubrir que esta vida tiene sentido, que somos importantes para Alguien. Creer es abrir los ojos, ver, pasar de la inconsciencia y el sopor a un estado de vigilia. Solo después de haber tomado conciencia de que somos hijos de la luz empezaremos a realizar las obras de la luz. Y, como pequeños fósforos, iluminaremos la oscuridad de este mundo. Hace años, en los conciertos nocturnos al aire libre, era frecuente ver a mucha gente encendiendo sus mecheros. Hoy conectan sus teléfonos móviles. El efecto es similar. Muchos pequeños puntitos de luz acaban creando una atmósfera sugestiva. Aunque son muchos, no deslumbran. Solo iluminan, orientan.

La fe no nos convierte en personas deslumbrantes que van por la vida con una solución para cada problema, mirando por encima del hombro a los pobres desgraciados que no ven. La fe es una linterna diminuta que no nos ahorra el esfuerzo de caminar, pero nos ayuda a ver el camino. Es una participación en la gran luz que es Jesús: Tu luz nos hace ver la luz. El pasado viernes pude hablar durante un par de horas con un joven croata, hijo de madre musulmana, que compartió conmigo la experiencia de conversión de toda su familia a la fe cristiana. La mediación no fue un libro de teología, la charla de un sacerdote o el testimonio de un grupo de cristianos que sirven a los necesitados. Todo sucedió en una visita casual a un santuario mariano. De repente, sin saber por qué, sin nada que lo justificara, la luz irrumpió en sus vidas. Se sintieron irresistiblemente atraídos por Jesús. Descubrieron el don de la fe. Y sintieron que la Madre les daba el único mandamiento mariano que registra la Biblia: Haced lo que Él os diga. Lo que vino luego es maravilloso, pero pertenece al ámbito de la intimidad. Historias como estas suceden todos los días. Dios no se olvida de este mundo. Hay más ciegos curados de lo que a simple vista parece. Cada uno de ellos es una linterna más que se enciende para alumbrar la vida del mundo.


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