miércoles, 4 de mayo de 2016

Buenos días, Señor

Da gusto levantarse en las mañanas de primavera. El sol madruga. Todo se da prisa por volver a la vida. Yo suelo ser muy madrugador. Me gusta aprovechar el día desde su comienzo. 

En realidad, una jornada es una existencia en miniatura. Saltar de la cama evoca el momento del parto. Ducharse es un símbolo del bautismo. La mañana tiene la frescura y el ímpetu de la infancia y la juventud. El mediodía señala la mitad de la vida, su plenitud. (Existe también el "demonio meridiano"). Las primeras horas de la tarde anticipan la madurez. El anochecer alude a la ancianidad. Acostarse es una preparación para la muerte. La noche es la vuelta al seno de la madre tierra. Porque cada jornada es una vida entera, conviene dar relieve a cada momento, vivir su significado.

Desde hace muchos años suelo acompañar el momento de levantarme, que es como nacer cada día, con las palabras de un himno litúrgico cuyas estrofas comento brevemente. Es muy importante saber de memoria poemas y oraciones que nos ayuden a dar sentido a lo que vamos viviendo.

Buenos días, Señor, a ti el primero
encuentra la mirada
del corazón, apenas nace el día:
tú eres la luz y el sol de mi jornada.

Dirigirse al Señor nada más despertarse significa reconocer que él es el primero en nuestra vida, que no hay ningún otro Señor al que debamos entregarnos "con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas".  Nuestros ojos entreabiertos se cruzan con su mirada luminosa. Uno de los más hermosos símbolos de Dios es el de la luz que vence a las tinieblas: “tú eres la luz y el sol de mi jornada”. Sentirse acariciado por la luz de Dios nos ayuda a comenzar el día con dignidad, alegría y confianza. Cualquier cosa que suceda estará en sus manos, será una expresión de su amor.

Buenos días, Señor, contigo quiero
andar por la vereda:
tú, mi camino, mi verdad, mi vida;
tú, la esperanza firme que me queda.

La segunda estrofa es una declaración de intenciones. No sabemos lo que nos va a deparar la jornada, pero sí sabemos que queremos caminar con Jesús, recorrerla con él: “contigo quiero andar por la vereda”. Es casi un eco de la escena de los discípulos de Emaús que se sorprenden cuando descubren que el misterioso caminante que los acompaña es Jesús mismo. Este deseo tiene un fundamento: estamos convencidos de que él es “mi camino, mi verdad, mi vida”. Y, dado que la experiencia de la vida es un cúmulo de frustraciones, confesamos que él es también “la esperanza firme que me queda”. Es hermoso saber que no estamos solos en el camino de la vida, que el mismo Señor que nos ha creado sigue acompañándonos, dándonos fuerza para afrontar los muchos desafíos que nos circundan. No es lo mismo empezar el día sin rumbo, en solitario, que hacerlo convencidos de que todo es gracia para los que aman al Señor.

Buenos días, Señor, 
a ti te busco,
levanto a ti las manos
y el corazón, 
al despertar la aurora:
quiero encontrarte 
siempre en mis hermanos.

Empezamos el día buscándole a él, levantando las manos y el corazón al mismo tiempo que se levanta el sol. Pero sabemos muy bien que esta búsqueda no es un asunto individual. Al Señor se lo encuentra cuando nos abrimos a las personas que él pone en nuestro camino: “Quiero encontrarte siempre en mis hermanos”. Esta convicción nos empuja a abrir bien los ojos desde el primer momento, a reconocer y saludar a cada persona con quien nos encontremos. En el fondo, cada una de ellas es Cristo mismo que nos sale al paso.

Buenos días, Señor resucitado,
que traes la alegría
al corazón que va por tus caminos,
¡vencedor de tu muerte y de la mía!

El último ingrediente que necesitamos para afrontar la jornada con fuerza es la alegría. Sabemos que este es el don que Cristo Resucitado hace a sus amigos, “al corazón que va por tus caminos”. La jornada será una sucesión de misterios de gozo, dolor y gloria. Pero sabemos de antemano que nos acompañar el “vencedor de tu muerte y de la mía”. Podemos respirar tranquilos y ensayar la mejor de nuestras sonrisas.

Acompaño el post de hoy con algunas fotos que reproducen diversos ángulos de la hermosa capilla de la comunidad claretiana de Madrid en la que estoy hospedado estos días. 

Cada uno de ellos merecería también un comentario porque están cargados de simbolismo. Os invito a fijaros en las ondas que rodean al sagrario. Simbolizan el poder expansivo de Cristo Eucaristía, que llega hasta los confines del mundo: "Cristo, pan de vida para el mundo". O ese altar circular que sirve de nexo entre los hierros superiores (el cielo) y los inferiores (la tierra), unidos también por la cruz esbelta del Cristo muerto y resucitado. O los hermosos iconos que reproducen el Inmaculado Corazón de María y san Antonio María Claret. Todos son motivos que nos ayudan a empezar con fe y buen ánimo un día más.

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