jueves, 5 de noviembre de 2020

Jerusalén es mi hogar

No tengo la más mínima idea del idioma venda, una lengua bantú que se habla en algunas zonas de los países de África Austral, de Zimbabue y en Sudáfrica. Llevo meses escuchando una canción escrita en esa lengua africana. Es un tema que te seduce, te atrapa, te pone los pies en danza. Creo que la mayoría de los lectores del Rincón ya habéis adivinado que me estoy refiriendo a la omnipresente Jerusalema, la canción que se ha convertido en la nueva Macarena del año 2020. Se trata de una obra compuesta por el DJ y productor de discos sudafricano Master KG y el vocalista Nomcebo. La canción se publicó hace casi un año. Después se incluyó en el segundo álbum del mismo título de Master KG, lanzado en enero de 2020. Pero lo que convirtió esta pegadiza canción en un fenómeno viral fue #JerusalemaChallenge que se lanzó a mediados de este año. En estos meses se ha convertido en número 1 en varios países europeos y americanos. Parece que el reto comenzó en un grupo de amigos angoleños. El vídeo original acumula más de 221 millones de visualizaciones. Las redes están inundadas de múltiples coreografías inspiradas por esta música. Es como si todo el mundo se hubiera puesto a bailar al mismo ritmo en este tiempo de pandemia. Si, al comienzo, la canción más escuchada (al menos en los países de lengua española) fue Resistiré, ahora la canción Jerusalema se ha convertido en el baile favorito de los niños y jóvenes africanos, de muchos sanitarios de todo el mundo y hasta de algunas monjas de clausura.

¿Qué tiene esta canción para ser un fenómeno mundial? No habla de sexo, ni de historias de amor, ni de traiciones, ni siquiera del coronavirus. La letra no puede ser más simple. Como la mayoría de las canciones africanas, propone hasta la saciedad unas palabras esenciales y confía a la repetición y a la fuerza del ritmo su poder transformador. Es casi más un rito que una canción. Habla de Jerusalén como el hogar en el que todos soñamos, como el símbolo de esa ciudad de Dios en la que todos los seres humanos podemos vivir la fraternidad. Parece casi un eco de la encíclica Fratelli tutti. Es una canción performativa: es decir, realiza lo que proclama. Aunque no entendamos la letra, el ritmo se encarga de introducirnos en una espiral de fraternidad. Quienes bailan juntos sienten que forman parte de la misma familia, exorcizan los sinsabores de esta pandemia que tanta muerte sigue sembrando. La canción es también un grito de auxilio. Repite a menudo la expresión Sálvame, como los discípulos de Jesús cuando sentían que se hundía la barca en la que navegaban por el lago de Genesaret. La pandemia nos ha hecho también zozobrar y dudar. Por eso, echamos mano de la canción para entonar un colectivo Sálvanos, que perecemos. Le pedimos a Dios que no nos deje aquí, abandonados a nuestra suerte, sino que nos lleve con él a esa Jerusalén que sintetiza nuestras mejores aspiraciones. Somos conscientes de que “nuestro lugar no está aquí”. Nuestra verdadera patria es la Jerusalén celestial a la que nos dirigimos como peregrinos porque “no tenemos aquí ciudad permanente” (Hb 13,14).

Si te encuentras mal, si la pandemia ha minado tus ganas de vivir, si no quieres hablar con nadie, te recomiendo que pongas en tu ordenador (o mejor en tu televisor) el vídeo de Jerusalema, que te dejes llevar por la música y que te pongas a bailar. Si en vez de bailar solo o sola, puedes compartir el baile con otras personas, notarás que todo empieza a vibrar de otra manera. Sentirás que Jerusalén es tu hogar, que en tu documento de identidad hay una casilla en la que se dice que eres ciudadano de otro Reino que no es de este mundo, sentirás la nostalgia del paraíso, activarás la esperanza dormida, recuperarás la alegría. Jerusalema no es una droga para escapar de este mundo conflictivo, sino un acicate para regresar a él desde la energía que fluye de nuestra patria definitiva. Quien tiene claro su destino encuentra nuevos motivos para caminar con fuerza y para dar sentido a cada paso del camino. Hagamos la prueba. La edad no es una excusa. Que se lo pregunten a algunas monjas de clausura entraditas en años. Tanto los niños, como los jóvenes, los adultos y ancianos pueden sentir que son ciudadanos de esta Jerusalema (ciudad de paz) y que, por tanto, tienen derecho a bailar y a disfrutar del don de la vida. Los vídeos que adjunto después de la letra (en venda y en español) son una especie de tutorial para lanzarnos a la pista con un mínimo manual de instrucciones.

JERUSALEMA

Jerusalema ikhaya lami

Jerusalén es mi hogar

Ngilondoloze

Sálvame

Uhambe nami  

Se fue conmigo

Zungangishiyi lana

No me dejes aquí

Jerusalema ikhaya lami  

Jerusalén es mi hogar

Ngilondoloze  

Sálvame

Uhambe nami  

Se fue conmigo

Zungangishiyi lana  

No me dejes aquí

Ndawo yami ayikho lana  

Mi lugar no está aquí

Mbuso wami awukho lana  

Mi reino no está aquí

Ngilondoloze  

Sálvame

Zuhambe nami  

Ve conmigo

Ndawo yami ayikho lana  

Mi lugar no está aquí

Mbuso wami awukho lana  

Mi reino no está aquí

Ngilondoloze  

Sálvame

Zuhambe nami  

Ve conmigo

Ngilondoloze  

Sálvame

Ngilondoloze

Sálvame

Ngilondoloze

Sálvame

Zungangishiyi lana  

No me dejes aquí

Ngilondoloze  

Sálvame

Ngilondoloze  

Sálvame

Ngilondoloze  

Sálvame

Zungangishiyi lana

No me dejes aquí

Ndawo yami ayikho lana  

Mi lugar no está aquí

Mbuso wami awukho lana  

Mi reino no está aquí

Ngilondoloze  

Sálvame

Zuhambe nami  

Ve conmigo

Ndawo yami ayikho lana

 Mi lugar no está aquí

Mbuso wami awukho

Mi reino no está aquí

Ngilondoloze  

Sálvame

Zuhambe nami  

Ve conmigo

Jerusalema ikhaya lami  

Jerusalén es mi hogar

Ngilondoloze  

Sálvame

Uhambe nami  

Se fue conmigo

Zungangishiyi lana  

No me dejes aquí

Jerusalema ikhaya lami  

Jerusalén es mi hogar

Ngilondoloze  

Sálvame

Uhambe nami  

Se fue conmigo









miércoles, 4 de noviembre de 2020

Resisitir en la desgracia

En el momento de escribir la entrada de hoy todavía no se sabe quién será el próximo presidente de los Estados Unidos de América. Todo está en el aire. Se suele decir que esta es la grandeza de la democracia. Espero que encontremos otras fórmulas de real participación en la cosa pública que vayan más allá de un disputado voto cada cierto tiempo. Mientras tanto, la vida no se detiene. Nicaragua y Honduras están sufriendo las consecuencias devastadoras del huracán Eta. Filipinas sufre los destrozos causados por el tifón Goni. Precisamente de Filipinas me llegan unas imágenes que, aunque son de baja calidad, muestran cómo reaccionan algunos filipinos ante las desgracias naturales que regularmente asolan el país. [Uno de mis amigos filipinos me dice con ironía que la peor desgracia “natural” que está destrozando el país en los últimos años es el presidente Duterte, pero comprendo que no todos piensan lo mismo; si no, no lo habrían elegido hace unos años]. Los pobres suelen encajar las desgracias mejor que los ricos porque si tuvieran que esperar a que todo funcione bien para ser felices, no lo serían nunca. No se trata de ser felices cuando alcancemos algunas metas imaginadas, sino de serlo siempre, aquí y ahora, tratando de sacar partido de cualquier situación, por adversa que sea. Por eso, incluso en situaciones calamitosas como las provocadas por el tifón Goni, saben divertirse y seguir viviendo.

A los ojos de un acomodado occidental, estas conductas pueden parecer irresponsables y hasta hirientes. ¿Cómo es posible que, mientras muchos pierden sus hogares e incluso a algunos de sus seres queridos, otros se dediquen a jugar al baloncesto con el agua hasta las rodillas o a organizar una fiesta en medio de una calle inundada? ¿No indican conductas como estas un alto grado de inconsciencia? Vistas las cosas con la superficialidad y los lentes moralistas que tanto se han puesto de moda en Occidente, pareciera que sí. Sin embargo, cuando se escucha el testimonio de quienes están viviendo en carne propia estas desgracias (no de quienes las vemos por televisión arrellenados en nuestra butaca), uno comprende que la vida tiene sus mecanismos de equilibrio, que no se responde a una desgracia dejándose dominar por ella, sino reaccionando con entereza y hasta con descaro. Si siempre andamos por la vida con el disfraz de víctimas, renunciamos a vivir con la dignidad que nos corresponde. Si algo significa ser hombres y mujeres “espirituales” es – a mi modo de ver – la capacidad de vivir con intensidad la existencia humana. Dios nos ha creado para que vivamos, no simplemente para que “sobrevivamos” o vayamos arrastrando la existencia como almas en pena. Si cada vez que experimentamos una contrariedad o una desgracia, todo lo que sabemos hacer es quejarnos y empezar a repartir culpas y responsabilidades, estamos condenados a no vivir nunca en plenitud  porque la vida humana es un rosario de experiencias adversas.

Quizás las “irresponsables” imágenes que acompañan la entrada de hoy nos ayuden a preguntarnos cómo solemos afrontar las pruebas y frustraciones de la vida. ¿Nos limitamos a quejarnos de nuestra mala suerte? ¿Buscamos enseguida culpables (el gobierno, la sociedad, Dios)? ¿Sacamos fuerza de debilidad y nos ponemos manos a la obra? ¿Nos preguntamos cómo podemos ayudar a otros que se encuentran en situaciones peores? ¿Ponemos la vida entre paréntesis o seguimos agradeciendo cada destello de vida que se nos concede? ¿Nos fijamos en lo que hemos perdido o en todo lo que se nos ha dado? También en esto los pobres nos dan muchas lecciones. Quienes más derecho tendrían a quejarse y a desesperarse son, con frecuencia, quienes mejor encajan las contrariedades y quienes más se ayudan entre ellos para superarlas. Un viejo compañero mío, cada vez que alguien se quejaba de algún pequeño problema doméstico (por ejemplo, que un día la calefacción no funcionara bien o que la comida estuviera un poco salada), siempre repetía un estribillo que se me ha quedado grabado: “Problemas de ricos”. Efectivamente, a menudo magnificamos nuestros pequeños problemas porque no sabemos lo que es una desgracia de verdad. Si quienes las padecen saben reaccionar con entereza y determinación, ¿cómo tendríamos que hacerlo quienes disponemos de más recursos materiales y emocionales? En tiempos de pandemia extendida, conviene dejarse guiar por los verdaderos “expertos en desgracias” que nunca tiran la toalla

martes, 3 de noviembre de 2020

A vueltas con el horario

Existe vida más allá de las elecciones presidenciales norteamericanas. No entiendo por qué los medios de comunicación se vuelcan tanto en ellas. Nos quejamos del colonialismo estadounidense y no hacemos más que alimentarlo de múltiples maneras.  No creo que nuestra vida cambie sustancialmente si repite Donald Trump o si Joe Biden se alza con la victoria. Quieren hacernos creer que sí, que lo que pase en América (arrogante forma de apropiarse del nombre del entero continente) repercutirá en todo el mundo, condicionará la vida del planeta. En buena medida, depende de lo que cada uno de nosotros nos dejemos influir. Ya sé que hay muchos influjos subconscientes que escapan a nuestro control, pero, al menos, podemos cultivar una actitud de resistencia y libertad.

En Roma ha amanecido un día soleado de otoño. Da gusto salir a pasear a las 7 de la mañana. Hoy lo he hecho porque me encuentro en un lugar que me lo permite. Con el cambio de horario que se produjo el último domingo de octubre, a esa hora es ya de día. ¡Cómo cambia nuestro equlibrio personal cuando  sabemos y podemos llevar un horario armónico!

Me ha llamado la atención una entrevista al cardenal Omella - con el que, por cierto, compartí vuelo de Roma a Barcelona hace unos días – que publica hoy un periódico español. El cardenal subraya que necesitamos unos horarios más razonables que permitan conciliar mejor la vida laboral y la familiar. Considera que los horarios que se llevan en España no son saludables. Por eso, cree que “adaptarlos a estándares europeos nos podría servir para ganar tiempo de calidad y para mejorar nuestra salud y nuestro bienestar. Estamos acostumbrados a un ritmo de vida ajetreado y estresado. Difícilmente hay espacios de sosiego durante la semana y todo ello incide en nuestras relaciones familiares, de amistad, etc. Además, esta falta de tiempo para el recogimiento interior y la serenidad afecta a nuestra relación con nosotros mismos y, evidentemente, dificulta nuestra relación con Dios”. Estoy de acuerdo con esta apreciación, aunque se podrían introducir algunos matices. Desde hace muchos años, me cuesta entender por qué en España se termina la jornada laboral tan tarde, se cena tan tarde (normalmente después de las 9 de la noche) y se va a la cama tan tarde (muchos en torno a la medianoche, después de ver programas de televisión que terminan también muy tarde). Sé por experiencia que es muy difícil cambiar costumbres inveteradas… hasta que uno experimenta en carne propia sus ventajas y deja de invocar el peso de las tradiciones.

Si no aseguramos que las familias tengan tiempo para relacionarse, que los niños tengan tiempo para jugar y descansar y que todos dispongamos de tiempo para actividades deportivas y sociales (incluyendo las parroquiales), acabaremos estresados y nos preguntaremos cuál es el sentido de trabajar tanto tiempo. Algo no funciona bien en este sistema. No es normal que muchos padres lleguen a casa cuando es la hora de acostar a sus hijos, a los que solo ven con calma el fin de semana. No es normal que muchas personas duerman solo seis horas diarias y se levanten agotadas. No es normal que un creyente no tenga tiempo para orar porque llega a casa derrotado por una jornada extenuante (incluyendo los desplazamientos) y - lo que es peor - no necesariamente productiva y provechosa. En vez de buscar alternativas más eficientes, nos empeñamos en apuntalar un ritmo que es potencialmente neurotizante. El asunto del horario no es algo superficial. Condiciona más de lo que solemos imaginar nuestro equilibrio personal, la relación con los demás e incluso la productividad laboral. Por eso, en los antiguos monasterios se buscaba tanto el equilibrio. Hoy, que conocemos con más detalle profundidad los mecanismos que regulan nuestros procesos, es cuando más los quebrantamos. Estamos pagando un precio muy alto en forma de estrés, soledad, agresividad y falta de rendimiento.


lunes, 2 de noviembre de 2020

Recordar y orar

Este año la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos es especial. En España se ha registrado la mayor tasa de mortalidad desde que se tienen registros. Creo que algo similar habrá sucedido en otros países de Europa y América. Este incremento tiene que ver, directa o indirectamente, con la pandemia de Covid-19. Muchas familias recordarán hoy a los seres queridos que han muerto en los últimos meses, aunque no sea fácil ni aconsejable visitar los cementerios. Y harán un nuevo esfuerzo por despedirse de sus difuntos si no pudieron hacerlo en su momento, como les hubiera gustado, debido a las restricciones impuestas por la emergencia sanitaria. He escrito en varias ocasiones en este blog sobre los difuntos. No puedo entender la vida olvidando a los que viven de otra manera. La amnesia no es el mejor camino para vivir con esperanza. 

Los discípulos de Jesús no nos limitamos a recordar a nuestros difuntos, sino que oramos por ellos. Recordar significa “pasar por el corazón”, lo que ya supone un paso valiente contra el poder corrosivo del olvido. Pero orar implica confiárselos a Dios, el único que puede hacerse cargo de cada ser humano. Esta mañana, al filo de las 5,30, mientras me preparaba para la oración matutina, he vuelto a hacerme la pregunta que me hago con frecuencia: ¿por qué el ser y no la nada? Como cuando era niño, intento imaginarme un vacío absoluto. No puedo. Enseguida me estremezco. ¿Por qué surgió todo? ¿Dónde y cómo fue? ¿Cuánto va a durar? No sé si vale la pena romperse la cabeza con estas preguntas. Estamos aquí. En un momento dado, sin que nadie nos consultara, nacimos. En otro momento dado, moriremos. ¿Es todo absurdo o responde a algún plan que ignoramos?

Creo que hay un número creciente de personas que consideran que todo (el principio y el final) es producto del azar. Los cristianos afirmamos que todo responde a la providencia de Dios. San Pablo, en la carta a los Efesios, lo resume así: “Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo | para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, | según el beneplácito de su voluntad, | a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, | que tan generosamente nos ha concedido en el Amado” (Ef 1,4-6). Somos fruto del amor de Dios y estamos llamados a la comunión con él. Morir es la puerta de acceso a una vida plena que no conocemos: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2,9). No sé si la pandemia nos ha vuelto más escépticos o más esperanzados. De lo que estoy seguro es de que nos ha acercado al misterio de la muerte. Incluso nos lo ha servido con impudicia en algunas ocasiones. Quizá estamos más preparados que otros años para abrirnos a Dios y confiarle el “exceso” de muertos causados por el virus. Al hacerlo, podemos intuir el valor de la oración por los difuntos, una práctica que algunos consideraban fuera de lugar: o bien porque no creen en la vida eterna, o bien porque piensan que no es necesario cansar a Dios con requerimientos inútiles.

Os dejo con un texto del gran Fyodor Dostoyevski. En su célebre y última novela Los hermanos Karamazov (1880), escribe lo siguiente: “Joven, no olvides la oración. Toda oración, si es sincera, expresa un nuevo sentimiento; es la fuente de una idea nueva que ignorabas y que te reconfortará. Entonces comprenderás que el rezo es un medio de educación. Acuérdate, además, de repetir todos los días y tantas veces como puedas estas palabras: «Señor, ten piedad de todos los que comparecen ante Ti.» Pues, hora tras hora, termina la existencia terrestre de algunos de los seres humanos de más alta valía espiritual y sus almas llegan ante Dios. ¡Cuántos de ellos han dejado este mundo en la soledad más completa, ignorados por todos, tristes y amargados de la indiferencia general! Y tal vez, aunque no conozcas al que muere, porque vive en el otro extremo del mundo, el Señor oiga tu plegaria. El alma temerosa que llega a la presencia de Dios se conmoverá al saber que hay sobre la tierra alguien que le ama a interceder por ella. Y Dios os mirará a los dos con más misericordia, pues si tú te compadeces del alma de otro, Él se compadecerá mucho más, pues su caudal de piedad y amor es inagotable. Así, Él perdonará por ti”. Conviene meditar estas palabras en un día como hoy.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Felices de otra manera

Comenzamos noviembre con la solemnidad de Todos los Santos. El comentario que hace Fernando Armellini a las lecturas de la liturgia de hoy es mucho más largo que el que suele hacer los domingos, pero merece la pena leerlo si uno quiere comprender bien el sentido de esta fiesta. Yo me limito a dar unas cuantas pinceladas. A los discípulos de Jesús los han llamado de muchas maneras a lo largo de la historia. En los primeros decenios se los denominaba “galileos” (que es como decir insurgentes), “nazarenos” (o sea, pueblerinos insignificantes). En Antioquía comenzaron a llamarlos “cristianos” (es decir, seguidores de un autodenominado “ungido” que murió crucificado). Pero no eran estos los nombres que utilizaban para llamarse entre ellos. Según los escritos del Nuevo Testamento, ellos se llamaban a sí mismos “hermanos”, “creyentes”, “discípulos del Señor”, “perfectos”, “personas del camino” y… “santos”. Pablo, por ejemplo, escribió sus cartas “a todos los santos que viven en la ciudad de Filipos …” (Fil 1,1); “a los santos que están en Éfeso …” (Ef 1,1); “a los santos y fieles hermanos y hermanas en Cristo que viven en Colosas …” (Col 1,2); “a todos los santos en toda Acaya” (2 Cor 1,1); “a todos los favoritos de Dios en Roma y que están llamados a ser santos …” (Rom 1,7). 

Cuando utilizaba el término “santo” no se estaba refiriendo a las personas que estaban en el cielo o que habían sido canonizadas siguiendo un procedimiento semejante al que seguimos hoy. Se refería a los cristianos de carne y hueso que vivían en Filipos, Éfeso, Corinto, Colosas y Roma. Esos eran los “santos”, los discípulos de Jesús. El papa Francisco habla en un sentido parecido en su exhortación apostólica Gaudete et Exsultate: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»” (n. 7). Santos somos y podemos ser todos. 

¿Cómo los “santos” así entendidos (es decir, nosotros) podemos ser felices? En el famoso discurso de las “bienaventuranzas” (cf. Mt 5,1-12), Jesús ofrece algunas pistas. Aunque cada bienaventuranza tiene sus características propias, me parece descubrir un denominador común. Somos (o seremos) felices cuando aprendamos a vivir cualquier experiencia humana (especialmente las que parecen situarse en las antípodas de la felicidad entendida como satisfacción de nuestros deseos) abiertos a Dios como el verdadero tesoro de nuestra vida. Con él, todo puede transformarse en fuente de sentido y alegría. Sin él, incluso los caminos que consideramos placenteros pueden convertirse en cárceles de lujo. Así que otra forma de ver a los santos es verlos como aquellos hombres y mujeres que han descubierto el verdadero camino de la felicidad porque han puesto su confianza absoluta en Dios. Aquí no se trata tanto de alcanzar la perfección moral cuanto de ser lo suficientemente humildes como para dejarse inundar por Dios. Santidad equivale a participación gratuita en el Misterio de Dios, a transparencia de su gloria en las condiciones finitas de nuestro mundo.

El hecho de que mañana celebremos la conmemoración de Todos los Difuntos ha hecho que este día pierda su significado originario y se asocie espontáneamente a los “santos” muertos que ya gozan de la gloria de Dios. Tendríamos que hacer un esfuerzo por recuperar un artículo del Credo que me parece un poco aletargado, el referido a la “comunión de los santos”; es decir, a esa unión misteriosa que se establece entre todos los que hemos sido redimidos por Jesucristo (los vivos y los muertos), todos aquellos que formamos parte de su Cuerpo porque hemos sido incorporados a él por el Bautismo. Es hermoso saberse parte de esa “multitud inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7,9). En estos tiempos de pandemia y de crisis necesitamos reforzar nuestro sentido de pertenencia a la comunidad de los “santos”, de los salvados. Somos un pueblo de vencedores porque “la victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero” (Ap 7,10). Solo cuando tomamos conciencia de nuestra dignidad, podemos asumir responsabilidades sabiendo que llegarán a buen término.