lunes, 21 de enero de 2019

Problemas tendréis siempre

Hay una frase de Jesús que escandaliza a muchos. La transmiten con pequeñas diferencias redaccionales los evangelios de Marcos, Mateo y Juan. En Mc 14,7 leemos: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis, pero a mí no me tendréis siempre”. Por su parte, el texto de Mt 26,11 dice casi lo mismo, pero suprimiendo una frase: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre”. El evangelio de Juan (12,8) repite el dicho, que tiene muchas probabilidades de ser auténtico: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros; a mí, en cambio, no me tendréis siempre”. En una interpretación superficial, pareciera que Jesús defiende la existencia de los pobres como un mal irremediable, pero el sentido es otro. En cualquier caso, no pretendo hoy interpretar este dicho, pronunciado por Jesús en el contexto de la unción de Betania, sino solo parafrasearlo. En un mundo en el que muchas personas sueñan con llegar a una situación de vida exenta de crisis y dificultades, tendríamos que recordar que “problemas tendremos siempre”. En otras palabras, que no podemos esperar a que todo vaya bien y que las piezas del rompecabezas personal encajen a la perfección para disfrutar de la vida y entregarnos.

La vida humana es en sí misma problemática porque hay un desajuste permanente entre lo que deseamos y lo que conseguimos, entre nuestras aspiraciones y nuestras realizaciones. Solo los muy superficiales o los muy ingenuos no perciben este desajuste y se hacen la ilusión de que todo va bien y de que siempre irá bien. Pero basta abrir los ojos para comprobar que no es así. Nos desayunamos cada día con un repertorio de problemas que van desde la economía hasta la política pasando por los desastres naturales, las enfermedades, la violencia y otras muchas manifestaciones de este desajuste. Cuando miramos a nuestra propia vida lo percibimos quizá con más claridad. Siempre hay algo que no funciona bien, incluso cuando decimos que todo va bien. Cuando no es un problema de salud (propio o de las personas queridas), es un problema laboral o económico. Y, si no, algún desarreglo afectivo o un bajón emocional o espiritual. Hay personas que llevan muy mal este continuo estar expuestos a los problemas. Sueñan con el día en el que todo discurra con suavidad, en el que cada cosa se sitúe en el lugar correspondiente y la vida funcione como un reloj de alta precisión. Mientras tanto, suspenden su felicidad personal. Es como si, a la puerta de su casa, pusieran un cartel que dice: “Cerrado por mal funcionamiento” o “Fuera de servicio” .

¿Cómo aprender a convivir serenamente con la cuota de problemas (algunos provocados por nosotros y otros sobrevenidos) que la vida nos va deparando? ¿Cómo caer en la cuenta de que “los problemas los tendremos siempre con nosotros”, pero que los podemos gestionar de maneras muy diversas según nuestra actitud? Si los vemos solo como amenazas que nos impiden realizar nuestros sueños o como obstáculos en el camino, adoptaremos una actitud defensiva e incluso agresiva. Encontraremos enemigos por todas partes. Si aceptamos las cosas como son y procuramos verlas como oportunidades para seguir creciendo, entonces, aunque no siempre podamos librarnos del sufrimiento, le daremos un sentido, procuraremos aprender de él, nos sentiremos más cerca de los que sufren y desarrollaremos una mayor capacidad de resiliencia y coraje. Y aprenderemos a ser más humildes, a saber que nadie puede prometer el cielo en esta tierra. Ni en el campo afectivo, ni en el económico, político o religioso. Leí en los periódicos del pasado fin de semana que Iñigo Errejón y Pablo Iglesias, dos líderes políticos españoles que hace pocos años querían “asaltar los cielos” al alimón, han roto. No me extraña ni me escandaliza. Lo que me extrañaba era el idealismo adolescente e inmaduro que exhibían cuando empezaron el partido Podemos. La historia está llena de desencuentros, traiciones y separaciones. Nadie se libra.

domingo, 20 de enero de 2019

Más vino y menos agua

No, no pertenezco a ninguna liga alcohólica ni estoy promocionando una marca de vinos. Me limito a comentar el Evangelio de este II Domingo del Tiempo Ordinario que narra un milagro de Jesús en el contexto de la celebración de una boda en la aldea de Caná. El episodio es tan conocido que, de no tomar un poco de distancia, corremos el riesgo de no captar el meollo del mensaje. Aunque pueda tener una base histórica (el hecho de que Jesús, su madre y sus discípulos fueran invitados a un matrimonio), en realidad lo que el evangelista Juan quiere transmitir desborda con mucho la mera crónica de un evento familiar y social. Como en el resto de su evangelio, juega con los símbolos que sus lectores podían comprender a la luz del Antiguo Testamento. Juan narra solo siete milagros (o “signos”) en su Evangelio. ¿Por qué este es el primero de la serie? La respuesta es sencilla: porque anticipa el mensaje liberador que Jesús ha traído y que se desarrolla a lo largo de todo el Evangelio hasta el momento cumbre de la crucifixión/glorificación. Frente a una religión de esclavitud y purificaciones (simbolizadas por las tinajas de agua), él ha traído la buena noticia de una relación con Dios que es una fiesta (simbolizada por el vino). Dios es el esposo y el pueblo es la esposa. Una fiesta no se concibe sin comida, sin baile y... sin vino. Los puristas se pueden escandalizar, pero en este punto la Biblia es clara: “El vino alegra el corazón” (Eclo 40,20). O, como se pregunta el autor del libro del Eclesiástico: “¿Qué vida es esa cuando le falta el vino?” (Eclo 31,27). Los salmos también hacen una bonita apología: “El vino le alegra el corazón al hombre” (Sal 104,15). Ya sé que los médicos aconsejan beber entre dos y tres litros de agua diarios. No dicen nada acerca del vino, a no ser eso de que se debe consumir con moderación.

No es necesario ser muy perspicaz para iluminar lo que hoy nos está pasando desde la luz que arroja este primer “signo” de Jesús. También hoy, de diversas maneras, corremos el riesgo de vivir la relación con Dios desde los esquemas de la obligación, la purificación, el cumplimiento de normas estrictas. Nunca estamos exentos de recaer en la “religión de los esclavos”, aunque hayamos recibido en el Bautismo el don de ser “hijos”. Sentimos una inclinación particular a purificarnos con el “agua” de las tinajas. Nos sentimos más seguros. Nos parece que, cumpliendo estrictamente las normas, aplacamos la ira de un Dios que parece siempre enojado con nosotros por nimiedades. Es increíble hasta qué punto esta imagen distorsionada Dios está actuando en muchas personas que, por otra parte, han tenido una buena formación cristiana. Se ve que conecta con algún arquetipo humano que no es fácilmente “evangelizable”. 

La “madre de Jesús” (es decir, María, pero también la comunidad eclesial que nos acoge) cae en la cuenta de que así no podemos continuar, de que nos falta el vino de la alegría que produce la auténtica fe en Dios, de que hemos reducido la religión al vaso de agua del cumplimiento cuando, en realidad, se nos ofrece la copa de vino de la libertad. El verdadero “milagro” de Jesús, aquel en el que manifiesta su gloria, es ayudarnos a entrar en la fiesta de la relación filial y esponsal con Dios a todos aquellos que preferimos contemplar la escena desde fuera, con la cara larga de quien no sabe disfrutar de su condición de hijo y se limita a gestionar su maldición de esclavo.

El evangelio de este domingo es revolucionario hasta extremos que no logramos captar. ¿Hay algo más transformador que la alegría de sabernos invitados a la fiesta de Dios? ¡Qué diferencia entre presentar la relación con Dios como un camino de permanente purificación (simbolizado por las tinajas de agua) o como una fiesta de bodas en las que reina la confianza, la alegría y la apertura al futuro! Esta “fiesta del vino” está especialmente simbolizada en la Eucaristía. Los lectores habituales de este blog están ya acostumbrados –y quizás a veces algo extrañados y hasta molestos– de que yo compare con cierta frecuente las Eucaristías que celebramos en muchas partes de Europa y América con las que celebran nuestros hermanos africanos.  En el primer caso, da la impresión de que nos contentamos con servirnos un poco de agua de las tinajas de la purificación. Todo discurre con pulcritud y fría solemnidad, cuando no con gris rutina. En el segundo, los cristianos (desde los que viven en las aldeas hasta los de las grandes ciudades) saben que son invitados a la fiesta. Derrochan el “vino” de la alegría y la solidaridad. Han comprendido muy bien por qué lo que Jesús hace en Caná es un “signo” de la nueva relación que Dios quiere establecer con nosotros. Cuando aprendemos a saborear el vino de la filiación, no necesitamos recaer en el agua de la mera dependencia. Dime cómo es tu fe en Dios y te diré cómo celebras la Eucaristía. O dime cómo celebras la Eucaristía y te diré qué tipo de fe late en tu interior.



sábado, 19 de enero de 2019

Aprender a envejecer

Vivo en una numerosa comunidad en la que la mayoría de sus miembros son menores que yo. Esto no es normal en el panorama de la vida religiosa europea, donde la media de edad debe de estar en torno a los 70 años. Vivir con jóvenes hace que uno sintonice con sus ideas, aspiraciones, expectativas y hasta con su lenguaje desenfadado. Pero tiene también un coste. Se corre el riesgo de no afrontar con gallardía el paso del tiempo. Hoy muchas personas viven hasta los 80 o 90 años. Algunos –cada vez más– superan la barrera de los 100. La medicina y el estilo de vida han conseguido grandes progresos. Pero no estoy tan seguro de que, al mismo tiempo, hayamos avanzado en el acompañamiento de las personas ancianas. 

A veces, cuando visito algunas residencias de mayores, se me cae el alma a los pies. Los veo solos, encerrados en su mundo. Algunos de ellos padecen enfermedades seniles que les impiden relacionarse con los demás; otros no saben con quién hacerlo. Algunos reciben visitas, pero son más bien rápidas, como de pasada. ¿Quién se hace cargo de su mundo interior? ¿Quién está preparado para escucharlos con empatía y paciencia? ¿Quién dedica su tiempo a hacerles compañía y a aprender de ellos? Y, desde el punto de vista espiritual, ¿quién los acompaña en una etapa en la que, junto al deseo de Dios, pueden reaparecer dudas, crisis y noches oscuras? Hay numerosas y hermosas excepciones, pero me parece que abunda más la soledad que el cuidado y la compañía. No es extraño que muchos se pronuncien a favor de la eutanasia. No quieren prolongar un estilo de vida que ya no les parece significativo, ni siquiera humano.

En Occidente vivimos el mito de la eterna juventud. Todo lo apetecible tiene que parecer joven. Esto hace que queramos estirar la juventud hasta extremos ridículos. Hay todo un negocio en torno a este deseo: clínicas de cirugía estética, gimnasios, tiendas de ropas, cosméticos, agencias de viajes, etc. Tenemos miedo a entrar en una etapa en la que ya no seamos protagonistas sino en muchos casos un estorbo para el estilo de vida que hoy llevan las familias y comunidades. Algunos jóvenes, conscientes de este panorama, me han dicho que no les gustaría llegar a viejos, que preferirían morirse cuando languidezca el vigor y el encanto de la juventud. Me recuerdan la frase atribuida a James Dean: “Vive rápido, muere joven y ten un cadáver bonito”. El mismo Jesús murió joven. No sabemos cómo habría afrontado la ancianidad y, por tanto, el deterioro de las funciones físicas y mentales. Me lo he preguntado más de una vez. 

Este juvenilismo que vivimos en Occidente contrasta con el respeto y veneración que en otras partes del mundo (sobre todo, en África y Asia) sienten hacia los ancianos. En esos contextos, el deterioro físico se ve compensado por el reconocimiento familiar y social. Los ancianos no se sienten “sobrantes” –como le gusta recordar al papa Francisco– sino amados y respetados. Son la reserva de sabiduría de las familias y comunidades, la memoria de un pasado que ayuda a comprender el presente. Donde hay niños, los ancianos encuentran su lugar. Donde los niños son escasos, también los ancianos pierden relevancia. Es como si los dos extremos de la existencia humana se explicasen y necesitasen mutuamente. ¿No hay una correlación llamativa entre escasez de niños, arrinconamiento de los ancianos y pérdida del sentido de la vida?

¿De qué sirve prolongar la vida humana si no somos capaces de cuidarla, valorarla e integrarla en la sociedad? El temor a la ancianidad indica, en el fondo, un sentido de la vida muy débil. Porque  no sabemos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, nos produce pavor enfrentarnos a los límites, quisiéramos ser siempre Peter Pan. Este es el drama de nuestra cultura occidental que pretendemos esconder y maquillar de mil maneras, algunas perfectamente cínicas. Y, sin embargo, solo la aceptación lúcida de nuestros límites nos ayuda a trascenderlos y a abrirnos a una esperanza que –digámoslo sin rodeos retóricos– solo Dios nos puede dar. 

La vida es energía, fuerza, entusiasmo, trabajo; pero también debilidad, fragilidad, dolor y retiro. Aceptar solo una cara nos impide vivir con serenidad. Por eso, hay dos tipos de ancianos: los que, perdida toda esperanza, se abandonan a una depresión crónica ante el desgaste que experiemntan y los que, conscientes de sus límites, se abren a Dios y le confían con serena confianza su suerte. La primera actitud casi nos viene “de fábrica”. No es necesario ser virtuoso para dejarse llevar por la tentación de la desesperanza, la crítica y el mal humor. La segunda requiere plantear la vida desde la fe. Al final, envejecemos y morimos como hemos vivido. Podríamos decir que la ancianidad lleva al extremo (para bien o para mal) las actitudes que nos han acompañado a lo largo de la vida. Por eso, aprendemos a ser ancianos cuando todavía somos jóvenes. Conviene darse cuenta y no perder demasiado el tiempo.

viernes, 18 de enero de 2019

La fuerza de un hombre libre

Como todos los años, hoy, 18 de enero, se comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Quienes vivimos en un contexto dominado por el catolicismo no acabamos de experimentar en toda su crudeza el drama de la desunión, pero quienes viven en contextos multiconfesionales no comprenden por qué los seguidores de Jesús estamos separados en iglesias que, si bien se reconocen como hermanas, no expresan visiblemente su profunda unidad. Antes de que acabe esta semana, me gustaría volver sobre este asunto con más calma. Pero hoy pide paso otro distinto, aunque muy conectado. Uno de los hombres del siglo pasado que vivió en carne propia la pasión por el ecumenismo y, sobre todo, por el diálogo interreligioso, fue el monje trapense norteamericano Thomas Merton (1915-1968). Ayer precisamente tuve la oportunidad de escuchar una conferencia sobre él dentro del ciclo organizado por el instituto Claretianum de Roma. La pronunció el sacerdote milanés Mario Zaninelli, presidente de la Thomas Merton Society de Italia. 

Escuchándolo, recordé mi primer encuentro con este monje inspirador y un tanto transgresor. Fue el año 1980, cuando un compañero mío  filipino, estudiante de teología como yo, me regaló el libro Seeds of Contemplation (Semillas de contemplación), escrito por Merton. Todavía lo conservo en mi biblioteca personal. Habían pasado solo doce años desde la muerte de Merton en Bangkok mientras participaba en una conferencia monástica, pero su fama había decrecido. La herida que tenía en la parte posterior de la cabeza y el hecho de que, a pesar de las circunstancias, no se le practicara la autopsia, alimentaron todo tipo de conjeturas acerca de la verdadera causa de su óbito. Parece que murió electrocutado con un ventilador en la casita que habitaba, o a causa de un infarto fulminante, pero no faltan quienes piensan que fue asesinado por agentes de la CIA porque era una voz contraria a la intervención estadounidense en Vietnam. Sea como fuere, su voz, que había sido muy escuchada en los años 50 y 60 (algunos de sus libros fueron best-sellers en los Estados Unidos y muchos veteranos de la guerra se hicieron monjes debido a su fama), comenzó a apagarse. O quizás fue deliberadamente silenciada por las circunstancias de su muerte y por su enamoramiento de una de las enfermeras que lo cuidaba mientras estuvo enfermo. Lo cierto es que Merton entró en un periodo de hibernación del que, poco a poco, está saliendo.

Uno de los principales responsables de la recuperación de la figura de Merton es el papa Francisco. En su famoso discurso al Congreso de los Estados Unidos, en septiembre de 2015, el papa Francisco propuso a los ciudadanos de ese país cuatro modelos inspiradores: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y… Thomas Merton. De este último, trazó un retrato en pocas palabras: “Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones”. Solo se comprende bien el alcance de este perfil cuando se conoce la agitada biografía de Merton, que murió con solo 53 años. Merece la pena leer su libro más famoso: La montaña de los siete círculos (The Seven Storey Mountain), publicado en 1948 y traducido a una treintena de lenguas. Es su autobiografía, publicada un año antes de su ordenación sacerdotal. No es fácil resumir una vida tan intensa como la suya. Basta decir que nació en Prades (Francia), de padre neozelandés y madre estadounidense, ambos artistas y un tanto extravagantes. Vivió en Francia, Inglaterra, Italia y, sobre todo, en los Estados Unidos. Se doctoró en Literatura inglesa en la Universidad de Columbia. En 1938 se convirtió al catolicismo. Tres años más tarde, entró en la abadía trapense de Gethsemani, en el estado de Kentuchy. Fue maestro de novicios y estudiantes, eremita, contemplativo, activista social, pacifista, enamorado del diálogo interreligioso, poeta, conferenciante y prolífico escritor. Murió en Bangkok, la capital de Tailandia. Su salud precaria y su genio indómito ponen el contrapunto a una figura que gozó de enorme popularidad después de la segunda guerra mundial.

¿Por qué Thomas Merton puede ser una figura inspiradora hoy? ¡Por el coraje de vivir de pie! ¿Por haberse atrevido a ser él mismo! ¡Por no sucumbir –como estamos haciéndolo hoy– a lo política o eclesiásticamente correcto!  Fue un contemplativo. Su profunda experiencia de Dios lo hizo un ser libre, sin que esto suponga necesariamente una gran perfección moral. De hecho, quienes vivían con él acusaban las consecuencias negativas de su carácter y de sus manías. Se atrevió a desnudar su alma sin disfrazarla demasiado con los ropajes de la piedad. Le enseñó al hombre moderno a no esconder sus fragilidades. Más aún: a descubrir a Dios en las propias heridas. Y –esto me llama particularmente la atención– tuvo la experiencia mística de descubrir que todo ser humano, sin excepción alguna, es siempre un hermano o una hermana. En línea con Emmanuel Lévinas, fue muy consciente de que el rostro humano es la ventana por la que accedemos a lo divino. Esto le hizo ver en cada hombre o mujer a una persona. Fue más allá de las etiquetas raciales, sociales y religiosas con las que nos distanciamos de quienes no son de nuestra cuerda. En fin, Thomas Merton puede inspirar un nuevo modo de situarnos en las sociedades interétnicas, multiculturales y plurirreligiosas. Por eso lo evoco hoy en este rincón.


jueves, 17 de enero de 2019

Pescador de hombres

El año pasado, tal día como hoy, memoria de san Antonio abad, escribí sobre los religiosos como centinelas del Absoluto: “Seguimos necesitando vocaciones un poco anormales que nos mantengan despiertos. Los eremitas son como centinelas que nos recuerdan por donde sale el sol de Dios en medio de nuestras noches. De lo contrario, la fe en Jesús se vuelve tan normal que acaba perdiendo todo sabor”. Ya sé que la vida religiosa está decreciendo numéricamente en Europa a pasos agigantados. Ya sé que algunos blogueros recuerdan este hecho casi todos los días y hasta parecen regodearse en él. Ya sé que los religiosos hemos cometido errores (y hasta graves escándalos) y tal vez no estamos respondiendo a la altura de nuestra vocación. Ya sé que hay algunos virus (secularismo, consumismo, hedonismo, individualismo, nacionalismo) que están contaminando nuestra manera de ser cristianos. Ya sé que las fusiones y reorganizaciones de provincias no son la mejor ni la única solución a estos problemas. Ya sé que muchas cosas van a cambiar en los próximos años en la iglesia europea. Ya sé que la vida religiosa será un fenómeno minoritario en nuestro continente. Ya sé que muchos jóvenes no se sienten atraídos por el estilo de vida de los religiosos, y ni siquiera por la persona de Jesús. 

Y, sin embargo, en un día como hoy, siento la necesidad, no de defender la vida consagrada, sino de agradecer este don como un bien de la Iglesia y de la humanidad. Estoy convencido de que si las viejas formas no son capaces de presentar con frescura el Evangelio, el Espíritu Santo suscitará, como ha sucedido a lo largo de la historia, otras formas nuevas que reproduzcan en el mundo de hoy el estilo de vida que Jesús escogió para sí. Aunque el número tenga su importancia, lo que cuenta es la autenticidad. Pocos auténticos pueden hacer más que muchos mundanizados. Por eso, porque la historia no depende solo de nuestra libre respuesta, nunca pierdo la esperanza. Acepto con serenidad el tiempo que me ha tocado vivir. A simple vista, es un tiempo de “vacas flacas”, aunque dudo mucho de que los tiempos de las “vacas gordas” fueran tan florecientes como algunos nostálgicos quieren pintar. Cada época tiene sus ángeles y sus demonios, sus problemas y oportunidades. La nuestra es de una complejidad extraordinaria, pero no hay ninguna razón para pensar que no sea posible ser fiel y feliz viviendo el Evangelio. ¿Fueron más fáciles los tiempos de la Revolución Francesa? ¿No hubo problemas a lo largo de todo el siglo XIX? ¿Era cómoda la vida durante y después de la segunda guerra mundial? ¿Resultaba apetecible ser religioso bajo los regímenes comunistas que asolaron Europa durante décadas? La historia nos ayuda a situar cada cosa en su contexto y a no hacer juicios sumarísimos sobre hechos y personas.

En 2019, Jesús sigue viniendo a la orilla del mar de la vida. No busca ni a sabios ni a ricos, sino a personas corrientes que se fíen de él. Hay una vieja canción que recoge bien esta experiencia. Es tan popular que basta entonar las seis primeras palabras (Tú has venido a la orilla) para que en cualquier iglesia de España o Latinoamérica todo el mundo se ponga a cantarla. Pocos cantos religiosos gozan de este privilegio. Es cierto que la melodía es sencilla y tiene el encanto -y el peligro- de los ritmos ternarios, pero quizás lo que más llega es la letra. Sin complicaciones, sin virguerías poéticas, describe la experiencia de la llamada y de la respuesta. Es, en el mejor sentido de la palabra, un canto vocacional. Estoy convencido de que, en contra de lo que podamos pensar a la vista de los números, Jesús sigue mirando a los ojos a muchos jóvenes de hoy. Sonriendo, dice sus nombres en voz alta. Lo que sucede luego es un misterio. Es probable que muchos bajen la cabeza y sigan su camino. Pero no faltan algunos que, dejando su barca (es decir, lo poco que tienen) en la arena de la vida, se lanzan a buscar “otro mar” junto a Jesús. El Maestro sigue siendo, hoy como ayer, un “pescador de hombres” (y de mujeres). Os dejo con una reciente versión de este conocido tema.


Y ahora, con un interesante documental (Eso no se pregunta) en el que varios religiosos y religiosas responden a preguntas que muchos no se atreven a formular. Sus respuestas suenan auténticas, con grandes convergencias en lo sustancial y modalidades diversas en los detalles autobiográficos. 


miércoles, 16 de enero de 2019

Elogio de la suegra

Algunas de las lectoras de este blog, a su condición de hijas, hermanas, esposas y madres, unen la de suegras. El término no tiene muy buena prensa. Los ingleses, que siempre son muy suyos –por eso han rechazado el plan May para la salida de la Unión Europea– utilizan una expresión más jurídica. Una suegra es una mother in law. Yo, por razones obvias, no tengo suegra, aunque en la jerga tradicional algunos eclesiásticos denominaban así al breviario, como si se tratase de una compañía pesada y desagradable. Si hoy hago el “elogio de la suegra” es porque en mi meditación matutina me he detenido en lo que cuenta Marcos en el evangelio del día. En el marco de una jornada tipo de Jesús, se alude a su actividad en la sinagoga, a las curaciones en la calle, a la oración en un lugar desierto y también a la vida familiar. Lo que sucede a continuación tiene lugar en el ámbito de la casa. Marcos lo resume en pocas palabras: “La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles” (Mc 1,30). El versículo no tiene desperdicio porque lo que parece una mera curación es, en realidad, un camino de seguimiento.

La suegra de Simón era mujer, quizás viuda y, además, enferma; es decir, tres condiciones que, en la época de Jesús, la mantenían segregada, casi como un objeto inservible. Cuando Jesús se entera de la situación, realiza tres acciones que pueden pasar desapercibidas para un lector moderno, pero que están cargadas de significado. En primer lugar, se acerca. A diferencia de lo que sucederá con el siervo del centurión romano, aquí no se produce una curación “a distancia”. La cercanía física expresa una cercanía más profunda. Es un modo de reconocer su existencia, de no ignorarla: tú existes, estás ahí. En segundo lugar, la coge de la mano. Hay un contacto físico que sirve como puente para comunicarle toda su energía sanadora. Por último, la levanta. Es evidente que Marcos no pretende solo describir un alzamiento físico, sino algo mucho más profundo: la rehabilita, le confiere dignidad, la devuelve a la vida social. El fruto de este encuentro entre Jesús y la suegra es doble: por una parte, la mujer se siente curada (“se le pasó la fiebre”); por otro, la que era un objeto inservible “se puso a servirles”. De enferma y marginada, la suegra se convierte en discípula y servidora.

Es imposible no pensar en la situación de la mujer en la Iglesia de nuestro tiempo. Si es verdad que sin las mujeres se para el mundo, no es menos cierto que sin las mujeres se para la Iglesia. Me temo que para muchos eclesiásticos, la mujer en la Iglesia es como la suegra. La relación con ella es correcta mientras no se produzcan interferencias. Para evitarlas, a menudo queda relegada al papel de mera colaboradora. ¿No habrá llegado el tiempo de afrontar esta situación de cara, sin absurdas dilaciones? Imagino a Jesús viniendo a nuestra “casa” como fue a la casa de Pedro. Lo imagino reproduciendo los tres verbos que, según Marcos, resumen lo que hizo para traer a la suegra de Pedro desde los márgenes hasta la mainstream. También hoy Jesús se acerca a las mujeres de nuestra Iglesia, las toma de la mano y las levanta; es decir, las ayuda a tomar conciencia de la dignidad recibida en el Bautismo. A partir de aquí nace un nuevo servicio al Evangelio y a la comunidad. No se trata solo de lo que ordinariamente entendemos por “servicio” (tareas auxiliares), sino de una verdadera misión porque la mujer es mucho más que trabajadora. No creo mucho en las campañas mediáticas del tipo MeToo, pero sí en los procesos colectivos de discernimiento. Son más lentos y menos vistosos, pero, a la larga, producen frutos duraderos. 

martes, 15 de enero de 2019

Ponga un enemigo en su vida

Ayer por la tarde estuve charlando un par de horas con un amigo mío italiano. Es médico, psicólogo y experiodista de la RAI. Nació en Éboli, allí donde Cristo se detuvo, según la extraordinaria novela autobiográfica del judío turinés Carlo Levi. Como buen meridional, mi amigo tiene un verbo encendido y acelerado. Las palabras le salen a borbotones porque no pueden expresar a tiempo todas las ideas que recorren su agitada mente. Quien no esté acostumbrado a su dicción encontrará dificultades para entender todo lo que dice. Pero lo que dice tiene gran enjundia. Mi amigo de Éboli conoce al dedillo los entresijos de la política italiana. Desde sus tiempos en la RAI, se ha codeado con políticos y periodistas, ha tenido que informar con precisión. Su teléfono móvil suena con llamadas de gente influyente. Él mismo proviene del ala izquierda de la antigua Democracia Cristiana. Nuestra conversación comenzó por ahí. Según él, lo que mantenía cohesionadas las distintas almas de la Democracia Cristiana en el dopoguerra (es decir, en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial) era el temor a que el Partido Comunista pudiera hacerse con el control de la política italiana. Caído el muro de Berlín en 1989, desinflado el peligro “rojo”, el partido democristiano se fragmentó en innumerables formaciones. Sin un enemigo común, las diferencias y los intereses de parte se impusieran a las convergencias y los valores.

Algo parecido sucedió en los Estados Unidos. Durante la “guerra fría”, demócratas y republicanos enarbolaban la bandera de las barras y estrellas para oponerse a la amenaza soviética. Parecían un país unido y bien compacto. Desaparecido el comunismo, ¿cómo mantener en pie una federación de estados? ¿Basta con invocar los principios de la Unión, defender el inglés como lengua común y exportar filmes de Hollywood? La historia nos enseña que con frecuencia lo que mantiene unidos a los pueblos no es tanto un ideal compartido cuanto un enemigo común. Luchar juntos contra lo que se considera una amenaza para todos proporciona un sentido de pertenencia que justifica leyes, costumbres y guerras. Esta dinámica se sigue viviendo hoy a diversas escalas. Para los independentistas catalanes, por ejemplo, el enemigo común, capaz de suavizar sus grandes diferencias internas, es la “opresora” España; para los movimientos de ultraderecha, los sectores independentistas. Para los partidarios británicos del Brexit, la Europa continental (Bruselas) es la institución que les roba soberanía. En Europa, algunos movimientos estigmatizan al islam o a los inmigrantes como los “enemigos” que ponen en jaque la identidad del continente. La izquierda atea culpa a la Iglesia de todos los males; procura por todos los medios desprestigiarla y combatirla. La Iglesia a menudo echa la culpa de la secularización imperante al relativismo que se ha adueñado de la cultura europea. Pareciera que no sabemos vivir juntos sin tener un enemigo común. Esta misma dinámica se puede aplicar a las relaciones familiares y comunitarias.

Varias veces en este blog me he referido a la crisis que padece la Unión Europea por falta de ideales claros, de calidad democrática y de un liderazgo capaz de guiar el proceso de integración. Sería triste que se buscara una falsa salida a la crisis mediante la concentración en un enemigo común. Pero, por desgracia, esto es lo que ya está sucediendo. Para algunos, es el neoimperialismo ruso de Putin (de hecho, está creciendo la rusofobia). Para otros, el enemigo son “los chinos” y su poder económico, o las grandes corporaciones multinacionales (Google, Amazon, etc.), que parecen burlar el control de los estados miembros de la Unión. Ya me he referido antes al peligro del islam o de los inmigrantes y refugiados que llegan al continente. Esta forma de ver las cosas está delatando la falta de ideales comunes, capaces de sustentar un proyecto sugestivo de vida conjunta. Ya no son los ideales de la vieja cristiandad. Tampoco esos mismos ideales secularizados en la Revolución Francesa. La socialdemocracia ha perdido predicamento. Ni Merkel (en franca retirada) ni mucho menos Macron (bajo mínimos tras las revueltas de los gillets jaunes) están en condiciones de hacer propuestas atractivas que seduzcan al resto de los socios. ¿Dónde encuentra Europa su alma para no tener que buscar su identidad en la lucha contra los supuestos “enemigos” que amenazan el continente?  ¿Se impondrá el modelo de Marine Le Pen y Matteo Salvini o seremos capaces de sacar del rico arcón europeo los valores que fundamentan un nuevo proyecto de Unión? Este es el debate en curso. No se vislumbran por el momento propuestas positivas y compartidas. El miedo al “enemigo” ha sustituido a la atracción de los grandes ideales. Pagaremos un precio.