domingo, 20 de enero de 2019

Más vino y menos agua

No, no pertenezco a ninguna liga alcohólica ni estoy promocionando una marca de vinos. Me limito a comentar el Evangelio de este II Domingo del Tiempo Ordinario que narra un milagro de Jesús en el contexto de la celebración de una boda en la aldea de Caná. El episodio es tan conocido que, de no tomar un poco de distancia, corremos el riesgo de no captar el meollo del mensaje. Aunque pueda tener una base histórica (el hecho de que Jesús, su madre y sus discípulos fueran invitados a un matrimonio), en realidad lo que el evangelista Juan quiere transmitir desborda con mucho la mera crónica de un evento familiar y social. Como en el resto de su evangelio, juega con los símbolos que sus lectores podían comprender a la luz del Antiguo Testamento. Juan narra solo siete milagros (o “signos”) en su Evangelio. ¿Por qué este es el primero de la serie? La respuesta es sencilla: porque anticipa el mensaje liberador que Jesús ha traído y que se desarrolla a lo largo de todo el Evangelio hasta el momento cumbre de la crucifixión/glorificación. Frente a una religión de esclavitud y purificaciones (simbolizadas por las tinajas de agua), él ha traído la buena noticia de una relación con Dios que es una fiesta (simbolizada por el vino). Dios es el esposo y el pueblo es la esposa. Una fiesta no se concibe sin comida, sin baile y... sin vino. Los puristas se pueden escandalizar, pero en este punto la Biblia es clara: “El vino alegra el corazón” (Eclo 40,20). O, como se pregunta el autor del libro del Eclesiástico: “¿Qué vida es esa cuando le falta el vino?” (Eclo 31,27). Los salmos también hacen una bonita apología: “El vino le alegra el corazón al hombre” (Sal 104,15). Ya sé que los médicos aconsejan beber entre dos y tres litros de agua diarios. No dicen nada acerca del vino, a no ser eso de que se debe consumir con moderación.

No es necesario ser muy perspicaz para iluminar lo que hoy nos está pasando desde la luz que arroja este primer “signo” de Jesús. También hoy, de diversas maneras, corremos el riesgo de vivir la relación con Dios desde los esquemas de la obligación, la purificación, el cumplimiento de normas estrictas. Nunca estamos exentos de recaer en la “religión de los esclavos”, aunque hayamos recibido en el Bautismo el don de ser “hijos”. Sentimos una inclinación particular a purificarnos con el “agua” de las tinajas. Nos sentimos más seguros. Nos parece que, cumpliendo estrictamente las normas, aplacamos la ira de un Dios que parece siempre enojado con nosotros por nimiedades. Es increíble hasta qué punto esta imagen distorsionada Dios está actuando en muchas personas que, por otra parte, han tenido una buena formación cristiana. Se ve que conecta con algún arquetipo humano que no es fácilmente “evangelizable”. 

La “madre de Jesús” (es decir, María, pero también la comunidad eclesial que nos acoge) cae en la cuenta de que así no podemos continuar, de que nos falta el vino de la alegría que produce la auténtica fe en Dios, de que hemos reducido la religión al vaso de agua del cumplimiento cuando, en realidad, se nos ofrece la copa de vino de la libertad. El verdadero “milagro” de Jesús, aquel en el que manifiesta su gloria, es ayudarnos a entrar en la fiesta de la relación filial y esponsal con Dios a todos aquellos que preferimos contemplar la escena desde fuera, con la cara larga de quien no sabe disfrutar de su condición de hijo y se limita a gestionar su maldición de esclavo.

El evangelio de este domingo es revolucionario hasta extremos que no logramos captar. ¿Hay algo más transformador que la alegría de sabernos invitados a la fiesta de Dios? ¡Qué diferencia entre presentar la relación con Dios como un camino de permanente purificación (simbolizado por las tinajas de agua) o como una fiesta de bodas en las que reina la confianza, la alegría y la apertura al futuro! Esta “fiesta del vino” está especialmente simbolizada en la Eucaristía. Los lectores habituales de este blog están ya acostumbrados –y quizás a veces algo extrañados y hasta molestos– de que yo compare con cierta frecuente las Eucaristías que celebramos en muchas partes de Europa y América con las que celebran nuestros hermanos africanos.  En el primer caso, da la impresión de que nos contentamos con servirnos un poco de agua de las tinajas de la purificación. Todo discurre con pulcritud y fría solemnidad, cuando no con gris rutina. En el segundo, los cristianos (desde los que viven en las aldeas hasta los de las grandes ciudades) saben que son invitados a la fiesta. Derrochan el “vino” de la alegría y la solidaridad. Han comprendido muy bien por qué lo que Jesús hace en Caná es un “signo” de la nueva relación que Dios quiere establecer con nosotros. Cuando aprendemos a saborear el vino de la filiación, no necesitamos recaer en el agua de la mera dependencia. Dime cómo es tu fe en Dios y te diré cómo celebras la Eucaristía. O dime cómo celebras la Eucaristía y te diré qué tipo de fe late en tu interior.



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