miércoles, 7 de junio de 2017

Mañana será tarde

Me duele escribir de manera crítica, una vez más, acerca del Islam; sobre todo, porque varios de mis compañeros claretianos están muy empeñados en el diálogo interreligioso y trabajan cada día, codo a codo, con buenos musulmanes que viven su religión como fuente de paz y reconciliación. Esto es admirable, construye futuro, es el camino adecuado. Da igual que se produzca en el Casal Claret de Vic, en la Casa sul Pozzo de Lecco, en un barrio de Bilbao, Marsella, Tánger o Londres, o en el sur de Filipinas. Pero, al mismo tiempo, no puedo cerrar los ojos a lo que cada vez me parece más evidente: el hecho de que el Islam está intentando la tercera –y quizá la más exitosa– gran conquista de Europa. De esto se habla en los cenáculos intelectuales, en los parlamentos y hasta en los bares, pero no parece muy europeo reaccionar con inteligencia y determinación. ¡Hasta el papa Francisco parece aceptar de buen grado la invasión musulmana de Europa! Se trataría, en definitiva, de una nueva oportunidad histórica para el mutuo enriquecimiento. ¿Es de verdad así? 

Todo el mundo sabe que los grandes capitales de los países del Golfo se están haciendo con muchas propiedades en Europa. Todo el mundo sabe que oleadas de inmigrantes musulmanes, que no son acogidos en otros países musulmanes ricos, llaman a las puertas del viejo continente en busca de refugio. Todo el mundo sabe que hay una clara ofensiva demográfica: tener muchos hijos por parte de las familias musulmanas se ha convertido en un “arma de futuro” (Erdogan dixit). Todo el mundo sabe que los musulmanes, cuando son minoría, invocan las leyes democráticas de los países de acogida para exigir todos los derechos que les corresponden en cuanto ciudadanos (incluido, como es natural, el de libertad religiosa). Sin embargo, cuando son mayoría, tienden a imponer sus leyes excluyendo a quienes pertenecen a otras religiones. En este terreno no hay reciprocidad. Basta hablar con cristianos que viven en países de mayoría musulmana para darse cuenta. Los hechos son tozudos. Todo el mundo sabe que los musulmanes suelen ser acogidos en los países de tradición cristiana, pero que muchos cristianos son expulsados –y hasta masacrados– en países donde impera el Islam en cualquier de sus versiones.

Bueno, pues, a pesar de todo, no queremos abrir los ojos. O no queremos movernos de donde estamos. No sé si es por desconocimiento, comodidad, convicción, temor o desidia. Seguimos diciendo que los problemas de convivencia (incluidos los atentados) los producen solo unos pocos extremistas y que tenemos que aprender a manejar estos fenómenos conflictivos como algo normal en las sociedades multiculturales, a menos que queramos regresar a etapas dictatoriales en las que todos tenían que pensar y actuar del mismo modo. Estamos empeñados en presentar esta invasión como encuentro de civilizaciones, cuando hay muchos hechos que lo desmienten. No importa que alguno de los últimos terroristas de Londres, en un ejercicio diabólico de perversión religiosa, haya afirmado que mataría incluso a su madre “en nombre de Alá”. No importa que un joven musulmán interrumpa una boda cristiana en Valladolid al grito de “Alá es grande” mientras los invitados reaccionan con estupor e incredulidad. No importa que algunos adeptos del ISIS destruyan una iglesia en el sur de Flipinas.

No importa, sobre todo, que el cristianismo esté desapareciendo de algunos lugares de Oriente Medio por el hostigamiento constante a que se ven sometidos los fieles. No importa que algunos expertos, que conocen el Islam en la calle y no solo en los libros, nos adviertan con claridad de lo que está sucediendo. Es como si Occidente se pusiera una venda en los ojos, como si se hubiera resignado a ser engullido lentamente sin poder rechistar, en nombre de no sé qué extraña tolerancia. Pareciera que la democracia estuviera reñida con la lucidez y la fortaleza. El papa Francisco, como buen pastor, no acepta llamar violento al Islam. Me parece que tiene razón. No se pueden hacer generalizaciones injustas. Él cree en la fuerza profética del diálogo, en la cultura del encuentro como antídoto contra el extremismo de algunos violentos que se sirven del Islam para sus propios intereses. Yo también me apunto a esta línea, pero se tienen que dar unas actitudes abiertas (en unos y otros) y unas condiciones mínimas para que el encuentro sea posible y eficaz. Y en muchas ocasiones ni se dan ni se procuran.

Creo que el Islam es muy consciente de la debilidad en la que se encuentra Europa en relación con su tradición cristiana. Ha detectado un vacío axiológico que intenta rellenar lo más rápidamente posible. Por eso, se sirve de varias vías para su particular campaña: la económica (comprando grandes propiedades y capitales), la demográfica (engendrando hijos muy por encima de la media), la propagandística (presentando el Islam como religión atractiva y superior), la informática (atacando con hackers algunos intereses vitales y diseminando a través de Internet los ideales radicales entre los jóvenes frustrados)  y, en ocasiones, la violenta (provocando atentados terroristas). La convergencia de las cinco, aunque parezca forzada, irá produciendo los frutos deseados a medio y largo plazo. Sobre las cinco hay que actuar con determinación y serenidad, a menos que consideremos que la invasión islámica es un destino histórico inapelable y que “no se hunde el mundo” porque en Europa suceda lo que sucedió hace siglos en el norte de África.

En el fondo, el desafío islamista pone a las claras un problema interno muy hondo: la terrible amnesia que Europa vive con respecto a las raíces que la han nutrido durante siglos, la relectura implacable a la que ha sido sometido el pasado cristiano y la falta de una alternativa vigorosa que dé aliento a los ciudadanos y siente las bases de una convivencia libre, justa y próspera. No hay terreno más abonado para el radicalismo de cualquier tipo (incluido el islámico) que los desiertos nihilistas que se han creado después de haber talado los árboles del bosque cristiano. Si de verdad queremos caminar hacia la cultura del encuentro tenemos que saber quiénes somos, de dónde venimos y qué podemos ofrecer. Los oasis también existen, pero no son suficientes para saciar la sed. Se necesitan manantiales generosos de sentido. Espero que el futuro desmienta mis temores. Seré el primero en celebrarlo. De momento, quiero contribuir a construirlo de manera positiva. 

martes, 6 de junio de 2017

Los dioses de la tierra no me satisfacen

Desde que era novicio, he recitado muchas veces el salmo 15/16, uno de mis favoritos. Me lo sé de memoria. En la traducción litúrgica, los primeros versículos fluyen así: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; / yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». / Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen”. Anteayer estos versículos me daban vueltas en la cabeza mientras veía algunas imágenes de la fiesta que el Real Madrid organizó en el estadio Santiago Bernabeu para celebrar sus victorias en la Liga Española de Fútbol y en la Champions League. Miles de personas vitoreaban a sus ídolos –así los llamaba repetidamente el comentarista– mientras éstos oficiaban los diversos actos litúrgicos previstos en el programa. Antes de la llegada al estadio hubo un ofrecimiento de la Copa a la diosa Cibeles al más clásico estilo pagano. Muchos de los que consideran que “la religión es el opio del pueblo” no tienen ningún inconveniente en entregarse en cuerpo y alma a estos ritos seculares. Los jugadores son al mismo tiempo sacerdotes de esta nueva religión que es el fútbol e ídolos dignos no solo de admiración sino casi de adoración. Cuando el locutor los iba presentando en el estadio, la masa rugía coreando sus nombres o apellidos en una alabanza coral que incluía a veces momentos musicales. El estribillo –repetido en varias ocasiones– tiene casi cadencia sálmica: “¿Cómo no te voy a querer…?”.

No tengo nada en contra de las muestras colectivas de entusiasmo.  Creo que el fútbol es un deporte de masas y un espectáculo global. Comprendo la alegría que un aficionado siente cuando su equipo encadena dos Copas de Europa seguidas. No me rasgo las vestiduras por el hecho de que la gente se divierta, aplauda, cante y rompa de esta forma la monotonía de la vida cotidiana. La fiesta es algo esencial al ser humano. Pero lo que está sucediendo con el fútbol raya la idolatría. A varios de los comentaristas les oí hablar sin ningún rebozo de nueva religión y de prodigar loas a los jugadores que a duras penas aplicamos a Dios. ¿No estamos traspasando la frontera de lo razonable? ¿No hemos convertido a unos seres humanos –admirables por sus gestas deportivas– en semidioses? ¿No les estamos dedicando una atención desproporcionada que negamos a otras personas cuya contribución al progreso de la humanidad es mucho más significativa y duradera? ¿Qué vacíos está rellenando el fútbol que no consiguen colmar las religiones tradicionales? ¿Por qué muchas personas dedican su tiempo, su entusiasmo y su dinero al fútbol? ¿Por qué hemos llegado a una situación como ésta?

Confieso que admiré el derroche de luz y sonido del espectáculo madridista. El Santiago Bernabeu lucía como templo grandioso de esta neo-religión. Disfruté con la cara de algunos niños que contemplaban en directo a sus jugadores favoritos. Me pareció maravilloso que un espectáculo así pudiera unir a hombres y mujeres de distinta condición, edad e ideología. En este sentido, el fútbol es un fenómeno interclasista, ecuménico, global. Pero experimenté al mismo tiempo un regusto de vaciedad. Cuando todas estas personas regresen a sus casas, ¿habrán encontrado en sus ídolos la energía para afrontar la vida cotidiana? ¿Es el fútbol un impulso para vivir con más fuerza o una evasión de la batalla cotidiana? ¿Se reduce a producir una exaltación emocional (transitoria por su misma naturaleza) o provoca una exultación que conecta duraderamente a la persona con las fuentes de su ser y, por lo tanto, le permite vivir con más dignidad y sentido? Ya sé que para muchos aficionados estas preguntas son ridículamente pedantes, pero para mí son pertinentes. Si no las hago, acabo siendo víctima de un engaño colectivo.

Antes de acostarme, todavía prisionero de las imágenes y los sonidos, caí en la cuenta de que estos ídolos modernos –aunque admirables por su calidad deportiva y su entrega a una causa– no colman los anhelos de mi corazón. Los admiro, pero no los venero. Me duele que sean idolatrados hoy porque mañana pueden ser bajados del pedestal con idéntica pasión. Comprendí la distancia infinita que hay entre los ídolos –del tipo que sean– y el verdadero Dios. Recité con gratitud el salmo completo:


El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano:
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.
Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas
y mi carne descansa serena.

Pude dormir sereno porque solo el Señor “es el lote de mi heredad y mi copa”; solo él “me alegra el corazón”. 

lunes, 5 de junio de 2017

El riesgo de vivir

El post de hoy tiene poco de mi cosecha. Me he limitado a recoger y traducir un testimonio impactante. Detrás de estas palabras hay un joven cura italiano. Se llama Luigi Maria Epicoco. Tiene 36 años. Hace unos meses contó su experiencia en un programa de la RAI llamado Nessuno Escluso. Afronta la cuestión que más impide una fe serena en Dios: ¿Por qué Dios si es un Padre que nos ama permite el sufrimiento? No lo hace como si fuera un profesor de filosofía, ni siquiera como un párroco que hace una homilía el día de Viernes Santo ante una imagen de Cristo crucificado. Lo hace como superviviente del terremoto que asoló la ciudad de L’Aquila el 6 de abril de 2009. Yo me encontraba aquel día en Roma. A pesar de los 117 kilómetros que separan ambas ciudades, sentí perfectamente las sacudidas del terremoto. Me desperté, salté de la cama y esperé a ver en qué terminaba todo. Al amanecer, supe lo que había sucedido. El terremoto dejó 308 muertos, 1.500 heridos y unas 50.000 personas perdieron sus casas a causa de la destrucción total o parcial de miles de edificaciones. Se dice que Europa empezó a perder la fe en Dios tras el terremoto de Lisboa de 1755. Cuesta conciliar la fe en un Dios bueno con acontecimientos que parecen contradecir su providencia. Os dejo con el vídeo del cura italiano. A continuación, para facilitar la meditación, os pongo la traducción rápida que he hecho de sus palabras al castellano.


“¿Quién eres? Me llamo Luigi. ¿Qué haces? Normalmente, soy cura. Habéis escuchado a un cura al que le han hecho una pregunta muy seria: ¿Cómo se puede creer en Dios después de un terremoto? A esta pregunta no responde el cura, responde el superviviente, porque yo soy uno de los supervivientes del tremendo terremoto del 6 de abril de 2009 en L’Aquila. Yo vivo y, sin embargo, muchas personas a las que quería mucho no: están muertas. Cincuenta y cuatro de los chicos que estaban conmigo permanecieron sepultados en aquel terremoto, personas a las que había tocado y abrazado unas cuantas horas antes.
¿Cómo se puede creer aún en Dios después de un terremoto? Tengo que ser muy sincero porque mi fe se ha quedado sepultada allá abajo, porque me he sentido exactamente como se siente un niño cuando piensa que, como tiene una mamá y un papá que lo quieren, no le sucederá jamás nada de malo: no se caerá nunca de la bici, no se lastimará la rodilla, no tendrá dudas, no se sentirá confundido.
Sin embargo, esto sucede, pasa, y uno se queda defraudado y se pregunta: ¿Por qué si mi mamá me quiere y mi padre me quiere, por qué no me defienden de las contradicciones de la vida, de las cosas difíciles que una persona encuentra? ¿Por qué? Yo he dejado mi fe sepultada allá abajo porque también yo he pensado esto: Si nos amas, ¿por qué nos haces esto? 
Después he pensado que tal vez había una cosa en común entre este niño y yo: tenemos una idea quizá no muy adecuada de lo que es el amor. El amor no es un seguro a todo riesgo que te dice: como te amo, te protejo de todo lo que pueda sucederte. El amor es otra cosa. El amor es decir: te quiero, por esto puedes vivir algo difícil. Yo no puedo evitarte la vida. 
Se trampea cuando uno te dice te amo y te protejo de los problemas, te protejo de las contradicciones, te protejo del sufrimiento, porque, por mucho que seas amado, después… esto sucede, pasa. ¿Para qué sirve el amor? Para recordarte por qué eres amado. Incluso lo que parece más absurdo y contradictorio, no está por debajo de tu dignidad y tú puedes vivirlo. Esto es lo que hace el amor. Cuando alguien te ama no te evita la vida, sino que te dice que puedes afrontarla aunque sea difícil. 
Solo una persona que se siente profundamente amada puede aceptar incluso perder y no desesperarse por ello. No porque uno tenga la respuesta, porque yo no tengo la respuesta. No sé por qué sucede esto: pasa. Solo sé que si yo dejo de pensar en el amor entonces no hay confianza en la vida, no hay confianza dentro de mí. Yo he comprendido algo: que frente a cosas tan difíciles como un terremoto, como un sufrimiento, cada uno de nosotros no tiene necesidad de vivir una sacudida sísmica para poder decir que ha vivido un terremoto. Cada uno de nosotros tiene un terremoto dentro. No calcula y, sin embargo, sucede. 
Frente a todo esto no podemos permanecer igual: o nos hacemos mejores o nos convertimos en personas desesperadas que piensan que la única respuesta es el vacío. Esto es lo que yo he comprendido: que estas cosas deben sacar lo mejor de nosotros mismos. Estas cosas difíciles tal vez nos quitan el primer estrato de piel, nos hacen sentir la vida de otra manera. Yo no tengo respuestas porque tal vez he descubierto una parte de mi humanidad que no conocía. Al final de aquella noche me he desilusionado como aquel niño y tal vez, tras esa desilusión, he encontrado de veras a Dios, que no era el que me había inventado, sino alguien que está más allá de mis expectativas. Gracias”.


domingo, 4 de junio de 2017

Brisa en las horas de fuego

Pentecostés ha amanecido, una vez más, regado en sangre. Un nuevo ataque terrorista en Londres siembra el pánico y causa varios muertos y heridos. Mientras en Cardiff el Real Madrid celebraba su 12ª Copa de Europa el terror se abría paso en Londres y el pánico se insinuaba en Turín. Son lenguas de fuego que contrastan con las que, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, aparecieron sobre los apóstoles reunidos en Jerusalén. Vivimos tiempos incendiarios. Parece que, de un momento a otro, puede estallar un conflicto, un atentado, un terremoto o una revolución. ¿Qué significa Pentecostés en este escenario de incertidumbre y miedo? Hoy no estamos con las puertas cerradas “por miedo a los judíos” –como estaban los apóstoles (cf. Jn 20,19)–, pero sí con la esperanza a ras de suelo, como si tuviéramos la impresión de que no hay forma de poner cordura en un mundo que parece buscar siempre el odio sobre el amor y la guerra sobre la paz. Hay un miedo sordo que mantiene cerradas las puertas de la confianza. Es el triunfo del terror sobre el amor. Fernando Armellini nos ofrece una pormenorizada y jugosa explicación de las lecturas de este Domingo de Pentecostés con el que se cierra el largo tiempo pascual. En ellas podemos encontrar muchas claves para afrontar la situación de hoy desde la fe en Jesús y su Espíritu. Yo prefiero centrarme en la fuerza poética de la Secuencia que se lee antes del Evangelio.

Ven, Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.


Prestemos atención a los contrastes que presenta la segunda estrofa. En ella aparecen con claridad nuestros pesares y la acción reparadora del Espíritu de Dios. 

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

En ella se alude a cuatro experiencias humanas que hacen de la vida un peso difícil de soportar. Para cada una de ellas el Espíritu Santo ofrece una respuesta sanadora.

Experiencia humana
Acción del Espíritu
Esfuerzo
Descanso
Trabajo
Tregua
Fuego
Brisa
Lágrimas-Duelos
Gozo

Hoy tenemos la impresión de que nos esforzamos por lograr muchas cosas y apenas obtenemos resultados. Con frecuencia he oído las quejas de algunas padres con respecto a los pocos frutos que cosechan en la educación de sus hijos. Parece que no hay proporción entre los esfuerzos invertidos (incluidos los económicos) y los resultados obtenidos. Lo mismo cabría decir con respecto a los cambios en la Iglesia y en la sociedad. Por todas partes se organizan seminarios, congresos, conferencias… para buscar soluciones a los muchos problemas que hoy padecemos y a menudo tenemos la impresión de que las cosas empeoran, de que nuestro mundo sigue prisionero de sus eternos demonios familiares: el egoísmo, la violencia, la mentira, la corrupción. Todo esfuerzo inútil produce melancolía. Uno se cansa de seguir luchando cuando no ve recompensa a sus esfuerzos. ¿Cómo acoger el don del Espíritu Santo que se ofrece como descanso en la lucha, no como receta mágica y facilona? ¿Cómo no estar siempre luchando como si todo dependiera de nuestros esfuerzos? El descanso que ofrece el Espíritu nos abre a una espiritualidad del séptimo día. En el relato de la creación del Génesis, Dios trabaja seis días y descansa uno. Cuando perdemos este equilibrio, todo se desajusta. Lejos de obtener más resultados, comenzamos a padecer las consecuencias de un esfuerzo ciego que nos agota y hasta nos consume.

Si hay algún valor que hoy se defiende con uñas y dientes es el del trabajo. El ideal de los mejores políticos y empresarios es proporcionar un trabajo digno a todos, de manera que, a través de él, las personas puedan abrirse camino en la vida. El desempleo se considera una lacra. Trabajar se ha convertido en un sueño y a veces en una obsesión. Hay personas que viven solo para trabajar. Es como si fueran ciegas a las demás dimensiones de la vida. Al final, tendrán que decir como el antipapa Luna: “Señor, he trabajado tanto en tu nombre, que no he tenido tiempo para ser tu amigo”. Igual que el esfuerzo necesita un descanso, el trabajo precisa una tregua. El Espíritu Santo se presenta como aquel que nos ayuda a afrontar la vida en toda su armonía. Podemos hacer una tregua en nuestro interminable horario laboral para abrirnos a aquellas dimensiones de la vida que tenemos olvidadas: la contemplación, el encuentro, la fiesta, etc. De no hacerlo, acabaremos siendo ese hombre unidimensional, denunciado hace décadas por Herbert Marcuse.

Hay un fuego que es símbolo del amor, de la energía, de la creatividad. Pero hay otros fuegos que representan los conflictos abiertos, las tensiones, la violencia. Hoy estamos rodeados de estos fuegos amenazadores que nos van quemando, que nos agobian. El estrés es la consecuencia de una vida en la que parece que vamos con un extintor en la mano tratando de sofocar los incendios que arden por doquier. Tenemos tantos frentes abiertos que no sabemos por dónde empezar. A las malas noticias que vienen del mundo exterior se unen los problemas familiares y nuestras propias calenturas. Necesitamos acoger al Espíritu Santo como brisa que atempera la excesiva temperatura de nuestra existencia. La brisa matutina o vespertina es un vientecillo suave que hace más llevadero el calor, que refrigera nuestros fuegos interiores, que calma nuestra ansiedad.

A veces el dolor llega hasta las lágrimas por las pérdidas que vamos acumulando: familiares y amigos que mueren, despedidas que nos amputan  una parte de nuestro ser, fracasos que nos cierran puertas… Es verdad que las lágrimas tienen un poder liberador, catártico, pero también expresan la tristeza que a veces nos produce tener que cargar con el peso de la existencia; sobre todo, con aquellas realidades que nos parecen crueles, absurdas, innecesarias. Solo el Espíritu Santo puede proporcionar el verdadero gozo porque solo Él nos conecta con el corazón de Dios.  ¡Feliz fiesta de Pentecostés!

sábado, 3 de junio de 2017

Me gusta-Me enfada y poco más

Hoy tendría que escribir algo sobre uno de los pocos santos africanos canonizados: san Carlos Lwanga, mártir ugandés, patrón de los jóvenes cristianos de África. He visitado hace años la Basílica de los Mártires de Uganda que guarda los restos de quienes fueron martirizados por orden del rey de Buganda Mwanga II en 1886. Recordando su valiente testimonio, he sentido una profunda emoción. Podría también escribir sobre la final de la Champions League que se jugará esta noche en Cardiff entre la Juventus de Turín y el Real Madrid. Estoy seguro de que muchos aficionados no hablan hoy de otra cosa. Por último, debería decir algo sobre la fiesta de Pentecostés, pero eso lo dejaré para mañana. Después de sopesar los diversas temas, me he inclinado por otro que no tiene que ver directamente con la actualidad de este primer sábado de junio, pero sí con un rasgo típico de nuestro tiempo. Me refiero a la costumbre de no discutir sino de repudiar o jalear.

Hay tres campos donde las filias y las fobias sustituyen a la verdadera discusión: el deporte, la política y la religión. En el deporte es evidente la fogosidad. Lo que hace el propio equipo siempre se defiende. Lo que hace el rival se critica a muerte. Casi no importa lo que suceda en el terreno de juego. Uno ve lo que quiere ver. Ya no hay aficionados sino fanáticos; es decir, personas que no ven un partido de fútbol, por ejemplo, sino una especie de batalla campal en la que los equipos se convierten en sustitutos de los ejércitos. A veces, un equipo es mucho más que un club: es visto como el símbolo de una nación, el portaestandarte de los propios sueños, el sumo sacerdote de unos ritos atávicos que toda tribu necesita hacer a sus ídolos. Otras veces, los equipos compensan con sus victorias deportivas los escasos logros de un pueblo en el campo científico, técnico, artístico o económico. 

La política nos tiene acostumbrados a espectáculos parecidos. Se invoca casi siempre la búsqueda del bien común pero, a la postre, lo que importa es defender los colores de la propia formación, aun cuando representen posturas absurdas, unilaterales o dañinas. Se suele hablar de la “disciplina de partido”. Si los asuntos están teñidos de nacionalismo, entonces la irracionalidad suele alcanzar cotas esperpénticas. Cuesta colocar sobre la mesa todos los aspectos de un asunto para estudiarlo de manera racional y eficaz. Si uno es de derechas, se supone que tiene que ver las cosas siempre de la misma manera. Si es de izquierdas, debe ser también “de piñón fijo”, por aquello de la coherencia. ¡Qué difícil es encontrar a una persona capaz de discutir sobre un asunto argumentando de la manera más objetiva posible y no repitiendo los clichés de su bancada! Parece que lo que importa no es acercarnos a la verdad de las cosas sino desacreditar la postura ajena apelando a una mezcla de sentimientos, deformaciones históricas, maximalismos ridículos, sofismas y chantajes de todo tipo.

¿Qué decir de la religión? Si uno se atreve a leer los comentarios que los lectores suelen hacer a las noticias de tipo religioso en los periódicos digitales, lo más probable es que acabe enojado. Por cada argumento sensato (a favor o en contra), se da una avalancha de estupideces que no hace sino amontonar tópicos nunca sometidos a una crítica seria. El esquema es tan repetitivo que no hace falta leerlo entero para saber adónde conduce. Casi siempre procede así: lo de Jesús de Nazaret es un cuento inventado por Pablo de Tarso y compañeros, hábilmente utilizado –“oficializado”– por el imperio romano para asegurar su poder y perpetuado por la Iglesia a lo largo de los siglos para mantener a la población sojuzgada y lucrarse a su costa. Hay algunas variantes divertidas e ingeniosas, pero en lo sustancial el discurso procede como he escrito. Los datos que no encajan con esta “visión crítica y heterodoxa” se omiten o se tergiversan. En general, lo que hoy se lleva es dar caña a la religión católica (por demasiado conocida y dominante), expresar admiración por el budismo (rodeado de un aura de misterio y tolerancia) y ser obsequiosos con los musulmanes (por si las moscas), sobre todo en tiempos del Ramadán.

Por si fuera poco, las redes sociales –en particular Facebook– nos han acostumbrado al profundísimo ejercicio de discernimiento que consiste en calificar una foto, un vídeo o un breve comentario con un Me gusta, Me encanta, Me divierte, Me asombra, Me entristece o Me enfada.  Al final, nuestra capacidad de argumentación va a quedar reducida a mover el dedo pulgar hacia arriba o hacia abajo, como si fuéramos emperadores romanos en el circo y estuviéramos decidiendo la suerte de un gladiador. Echo de menos las tertulias en las que las personas esgrimían argumentos para defender o criticar algo. Programas televisivos como La clave, de feliz memoria, serían hoy impensables. En los tiempos de la telebasura y los ritmos frenéticos, toda intervención que supere los treinta segundos parece ya larga y pesada. Si encima no hace reír sino que provoca la reflexión, puede ser calificada de pedante o aburrida. En fin, serán los tiempos. A las épocas de irracionalidad suelen seguir períodos sombríos. El amigo Donald Trump los está inaugurando a golpe de tuit. ¡Que el futuro nos pille desconectados!

viernes, 2 de junio de 2017

Antes de que sea tarde

Antes de venirme a Italia, en el ya lejano 2003, solía ver la serie televisiva Cuéntame cómo pasó de RTVE. Me sentía protagonista de aquellos primeros años, a caballo entre la década de los 60 y los 70 del siglo pasado. Mi edad estaba entre la de los dos hermanos Alcántara Fernández: ocho años menor que Toni (nacido en 1950) y algo mayor que Carlitos (nacido en 1960). Hace una semana terminó la decimoctava temporada. La serie, estrenada en 2001, ha cumplido ya 16 años, lo que representa todo un récord para una serie de televisión. Yo la he seguido saltuariamente a través de Internet, pero sin el interés que me produjo al principio. Al regreso de Guinea Ecuatorial, sin embargo, me picó la curiosidad porque leí en algún medio digital que Miguel, el hermano de Antonio Alcántara (el progenitor de la célebre familia televisiva), dejaba la serie “porque su personaje se había agotado”, no porque él quisiera. Los guionistas no encontraron mejor manera de prescindir de él que haciendo que muriera en el penúltimo capítulo de esta temporada titulado “El rayo verde”. Horas antes de su muerte, ambos hermanos (Miguel y Antonio), sentados en la terraza de un bar de carretera, tienen una sincera conversación sobre el sentido de la vida.

Miguel, acongojado por el secuestro de su hija Diana, hace una confesión: “Si Dios existe, me está castigando… por tener dinero”. Él siempre se ha considerado comunista y ateo. Pero la vida tiene sus misterios. Cuando uno se siente contra las cuerdas se hace preguntas que en condiciones normales tiende a esquivar. Miguel, hombre bueno, sensible, generoso, sociable… no acaba de sentirse a gusto en la piel de millonario. Le sucede al contrario que a su esposa Paquita, que siempre ha soñado con verse una ricachona enfundada en un abrigo de visón y reconocida por los demás. Ambos disponen de una gran mansión en Benidorm (con empleados filipinos), de un potente Mercedes y de una abultada cuenta en el banco, pero no son felices. En el caso de Miguel, es como si todo eso fuera un disfraz, algo que no le sale de dentro, un estilo de vida que le empuja a vivir una existencia hueca y artificial. En un momento de la conversación con su hermano, le dice a bocajarro: “Cuando todo esto pase [el secuestro de su hija Diana], tengo que replantearme muchas cosas”. La intención no llegó a concretarse porque, minutos después, tras encontrar a su hija viva, fallece desmayado sobre una piedra en lo alto de una pequeña colina. Leo que muchos telespectadores lloraron al contemplar esa conmovedora escena. La serie alcanzó esa noche una alta cuota de pantalla. Juan Echanove puso todas su dotes de actor al servicio de un final no deseado pero presentido.

Los guionistas de Cuéntame han concentrado en una sola familia historias que en la realidad se encuentran muy dispersas. Parece que a los Alcántara-Fernández les pasa de todo. No hay situación de la España de los años 60-80 que no les alcance: el franquismo, las revueltas universitarias, la moda hippy, los pelotazos urbanísticos, la droga, la persecución policial, el adulterio, la movida, la corrupción, las vacaciones en la playa, los conflictos amorosos, el terrorismo… En este sentido, la serie es como una colección de situaciones en las cuales podemos vernos reflejados. Pero no se trata de hacer un documental al estilo de Informe Semanal sino de narrar parábolas que como en el caso de las de Jesús de Nazaret ayuden al espectador a entender de dónde viene y por qué es como es. No es fácil para un equipo de guionistas mantener vivo el interés del público tras 16 años en pantalla. Es difícil huir de la artificiosidad y mantener un tono natural.

La conversación que Miguel y Antonio mantienen en el bar de carretera, así como la breve y confusa homilía que pronuncia el Padre Froilán en el funeral,  nos abre los ojos sobre algo que, tarde o temprano, todos sentimos: la necesidad de no esperar demasiado para expresar nuestros verdaderos sentimientos en relación con las personas a las que queremos y de afrontar de cara el sentido de la vida. ¿Por qué perder muchos años enredados en ambiciones económicas si “sabemos” (el corazón nos lo dice en momentos de sosiego) que el dinero no produce la felicidad? ¿Tendrán que decir alguna vez de nosotros eso de: “Era tan pobre que solo tenía dinero”? ¿Por qué dar por supuesto que las personas de nuestro entorno saben que las queremos si no nos arriesgamos a decírselo con claridad? ¿Por qué le damos largas a Dios si intuimos que nuestra vida solo descansa en Él? ¿Por qué decir eso de: Mañana le abriremos para lo mismo repetir mañana? ¿Tendremos que esperar a que la vida nos dé un revés para reaccionar? ¿Caeremos en la cuenta de lo que somos y necesitamos solo al borde de la muerte? Lo mejor es dar el primer paso ya, antes de que sea tarde

jueves, 1 de junio de 2017

Días largos, noches cortas

El mes de junio comienza con la memoria de san Justino, un mártir samaritano del siglo II que, tras convertirse al cristianismo después de haber profesado ideas platónicas, dio su vida por Cristo en la Roma imperial. Pero hoy no voy a hablar de apologetas ni de mártires sino de un hecho que, viniendo de un país ecuatorial, siempre impresiona. Durante el mes que he pasado en Guinea Ecuatorial he comprobado, una vez más, que en esas latitudes las noches casi se igualan con los días. Y así es, con pequeñas oscilaciones, durante todo el año. Sin embargo, cuanto más se aleja uno del Ecuador las diferencias son más acusadas dependiendo de las diversas estaciones del año. Ahora en Europa estamos a tres semanas del comienzo del verano. Los días son larguísimos y las noches muy cortas. Hoy, por ejemplo, en Roma, el sol ha salido a las 5:37 de la mañana y se pondrá a las 20:39 de la tarde; es decir, que tendremos unas 15 horas de luz solar, a las que se añaden los minutos crepusculares. Hasta casi finales de junio la luz irá en ascenso, como si la proximidad del verano señalase el triunfo de la luz sobre la tiniebla, del calor sobre el frío, de la vida sobre la muerte.

He dialogado varias veces con mis amigos que viven en países tropicales y ecuatoriales sobre el impacto que tiene sobre nuestro modo de vivir el hecho de experimentar diversas estaciones a lo largo del año y, sobre todo, la diferencia de horas diurnas y nocturnas entre el invierno y el verano. Quizás éste es uno de los principales factores que explican los diversos hábitos de las personas tropicales y de quienes vivimos más alejados del Ecuador. Yo no soy muy aficionado al verano. El excesivo calor me agobia. Prefiero el otoño e incluso el invierno, quizá porque nací en el mes más frío del año. Pero reconozco que la luz del final de la primavera y de los primeros días del verano tiene un efecto revitalizador. Es como si el sol excesivo nos recordara que no hay invierno o sombra que no puedan ser vencidos. Tonificar el cuerpo con la luz influye en nuestra actitud ante la vida. Por eso, a las personas extrovertidas, abiertas, optimistas, se las denomina personas solares. Su presencia siempre aporta brillo y ganas de vivir. Es probable que se muevan casi siempre en niveles muy superficiales, pero su aparente frivolidad ayuda a afrontar la vida sin el dramatismo de las personas que se refugian en la guarida de la noche. Como la naturaleza es muy sabia, hay una estación para las personas solares (el verano) y otra para las lunares (el invierno). Entre ambas, hay estaciones de transición (la primavera y el otoño) que ayudan a matizar los pasajes.

Escribo estas cosas mientras trato de acomodar mi biorritmo a la primavera romana después de haber disfrutado y padecido un mes los calores y lluvias tropicales. Reconozco que me encanta levantarme pronto, un poco antes de las 5:30, para saborear el frescor de la mañana y disponer de un tiempo silencioso para la oración antes de que comience el tráfago de la jornada. Abrir la ventana de par en par y sentir en la cara la caricia fresca de la brisa matutina es como una segunda ducha. La primera (la del agua) limpia y despierta; la segunda (la del aire) oxigena y tonifica tras el sopor de la noche. Es como si en pocos minutos uno rehiciera el bautismo (simbolizado por el agua que cae sobre el cuerpo) y la confirmación (simbolizada por ese aire del Espíritu que acaricia el rostro). Fortificado por ambos sacramentos naturales, uno está en condiciones de afrontar el día con dignidad (consciente de que somos hijos y no siervos) y con esperanza (confiados en que nada grave le sucede a quien camina por la vida abandonado en las manos de su Padre). ¡Buen comienzo de junio!