Han pasado veinte años. Entonces yo no vivía en Madrid. Cuando me llegó la noticia a Roma, estaba a punto de salir de viaje. Pasé los tres días siguientes fuera de casa. No pude seguir al detalle el curso de los acontecimientos. Solo al regreso completé la información. Lo sucedido en Madrid el 11 de marzo de 2004 fue la versión europea de lo que pasó en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. El terrorismo yihadista golpeó sin piedad, indiscriminadamente.
Los pueblos tardan en recuperarse de estos traumas colectivos. Lo peor son las vidas humanas perdidas. Pero hay también un reguero de consecuencias indeseables: las teorías sobre conspiraciones no demostradas, el cruce de acusaciones, el resentimiento hacia una cultura y una religión, la desconfianza, el miedo, la pérdida de la alegría de vivir. El mundo no es el mismo desde el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York y a varios trenes en Madrid. Se nos hace difícil creer en la fraternidad universal. Se disparan los odios ancestrales.
Hoy se están multiplicando los actos de recuerdo en Madrid: ceremonia en la puerta del Sol, Misa en la catedral de Almudena, homenaje a las víctimas en la Galería de Colecciones Reales… ¿Por qué necesitamos recordar? Porque sin recuerdo no hay perdón. Sin perdón no hay sanación. Sin sanación no hay esperanza. Sin esperanza no hay futuro. Ninguna de las celebraciones está teñida de odio o de venganza, pero sí de dolor y de tristeza.
Tengo la impresión de que, a raíz de los atentados del 11-M, la política se envenenó como no lo había estado nunca en las últimas décadas. En vez de vivir una experiencia de reacción unánime, la sociedad se rompió en dos, o en tres o en cuatro. Nos está costando mucho suturar los trozos rotos. Todo se puede emplear como arma arrojadiza. La rabia no deja ver espacios de encuentro. Es verdad que lo más importante es la pérdida de 193 vidas humanas y las secuelas de casi 2.000 heridos, pero, en el fondo, todos nos vimos muy afectados.
He pasado el fin de semana en un lugar hermoso del valle del Jerte. Ha estado lloviendo día y noche. Fui con ganas de ver los cerezos en flor, pero solo los de las partes más bajas empezaban a colorear. Los últimos coletazos del invierno están retrasando la floración. Me acordaba de los versos que Machado escribió en mi tierra soriana: “Primavera tarda, ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!”. También socialmente se está retrasando la primavera. Es como si viviéramos un prolongado invierno social. Esperemos que cuando llegue sea “bella y dulce” y compense nuestra espera.
Sueño con una generación que crezca sin el veneno del rencor, que de verdad se esfuerce por crear lazos, que no se adiestre más en el arte de la guerra. Estos sueños se hacen más urgentes en un momento en el que nuestro continente, tan experto en confrontaciones, está viviendo otra vez en su suelo el drama de la guerra. Me cuesta creer a quienes vaticinan que lo de Ucrania es solo el prólogo de una tercera guerra mundial. Por desgracia, hay indicadores que apuntan en esa dirección. No podemos cruzarnos de brazos. Hay que orar y trabajar por la paz. No es necesario enfrentarnos cada 50 años.
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