Ha amanecido todo nevado. Soplan celliscas gélidas que amontonan la nieve en los rincones. El invierno se resiste a terminar sin un golpe de autoridad. Algo parecido a lo que hace Jesús en el templo de Jerusalén, tal como leemos en el Evangelio de este III Domingo de Cuaresma. En el corazón del itinerario hacia la Pascua, la liturgia nos despierta de nuestro letargo. En un mundo idolátrico, Dios mismo nos regala diez palabras (decálogo) de vida (primera lectura). A medida que vamos descubriendo las consecuencias desastrosas de no creer en Dios o de vivir “como si Dios no existiera”, comprendemos mejor la sabiduría de este decálogo que nos revela cuáles son los caminos para una verdadera deificación y, en consecuencia, para una auténtica humanización. Precisamente hoy celebramos en España el 120 aniversario de la ley que declaró el domingo como día no laborable.
Por otra parte, en un mundo sensacionalista y racionalista, Pablo nos recuerda que Cristo es siempre un escándalo y una necedad (segunda lectura). Él nunca encaja con lo que nosotros consideramos razonable, no se ajusta a nuestra manera demasiado humana de considerar el bien y el mal, la fealdad y la belleza, la verdad y la mentira. Por eso, Jesús siempre nos sorprende, nos lleva más allá.
La escena de Jesús en el templo, narrada por los cuatro evangelios, prueba de su importancia e impacto, no puede ser más desconcertante. El “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29) agarra un látigo improvisado y acaba con el negocio organizado en el templo de Jerusalén con motivo de la Pascua. Me gusta contemplar a Jesús ardiendo de celo por la casa del Padre. En realidad, él no defiende tanto un espacio físico cuanto una relación con Dios que no se reduzca a una transacción comercial. El templo de Jerusalén es un símbolo del templo vivo que es Jesús mismo. Ninguno de los dos es un mercado, sino el espacio en el que Dios se nos revela y a través del cual podemos acceder a él.
No es que templo y dinero casen mal, sino que incluso el templo mismo ha perdido ya su significado. Cristo −su cuerpo muerto y resucitado− es ahora el verdadero “lugar” para el encuentro con Dios, para adorar a Aquel que nos ha pedido amarlo “con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”. No necesitamos practicar el culto de la vida en estructuras construidas con piedra, hierro y madera, sino a través de un corazón abierto al Espíritu de Dios.
El Evangelio termina diciendo que “él sabía lo que hay dentro de cada hombre”. Me gusta este inciso que casi pasa desapercibido. Cuando nosotros mismos somos un misterio para nosotros mismos, Jesús revela lo que hay en nuestro interior. Es el único que ha descendido al hondón de nuestra intimidad. Por eso, puede comprender cómo somos, por qué actuamos de una determinada manera, qué heridas han marcado nuestro pasado y qué sueños preparan el futuro. Solo él puede liberarnos del virus que nos impide ser lo que estamos llamados a ser, puede cultivar las semillas de vida que el Espíritu ha plantado en nuestros corazones.
Mientras escribo estas notas, un tímido sol de invierno pugna por derrotar a los copitos de nieve que todavía siguen cayendo, aunque no con la fuerza de ayer por la tarde-noche. Los ríos y arroyos se precipitan envalentonados hacia el embalse de la Cuerda del Pozo. Hay mucha energía entre estos montes, verdadero templo de la naturaleza.
! GRACIAS!!!! Querido Gonzalo.
ResponderEliminarTú reflexión es un "látigo amoroso" para mí.