jueves, 8 de abril de 2021

Via Lucis

Durante la Cuaresma es tradicional recorrer el Camino de la Cruz (Via Crucis). Rara es la iglesia que no tenga colgadas de sus paredes las catorce estaciones que recuerdan la pasión y muerte de Jesús. Se encuentran también reproducidas en santuarios, ermitas, monasterios, parques y caminos de montaña. Recorrerlas orando y cantando, a menudo en compañía de la Virgen María,  es una práctica devocional muy desarrollada entre los cristianos. Sin embargo, todavía son pocas las personas y comunidades que recorren el Camino de la Luz (Via Lucis). Esta devoción, propia del Tiempo Pascual en el que nos encontramos, no ha alcanzado la misma popularidad que la devoción cuaresmal. Es como si creyéramos más en la muerte que en la resurrección. En este tiempo de pandemia, en el que la muerte ocupa tanto espacio, ¿no sería oportuno recorrer durante la cincuentena pascual el Camino de la Luz para comprender que nuestro destino es la vida eterna? 

Los diversos encuentros del Resucitado con personas y grupos, tal como los atestigua el Nuevo Testamento, iluminan nuestras encrucijadas actuales. Es verdad que todavía no se ha logrado un consenso sobre las catorce estaciones de la luz (y mucho menos un pronunciamiento oficial de la Iglesia), pero todo llegará. De momento, hay que ir haciendo camino. Cuando esta devoción se haga popular, el magisterio de la Iglesia hará el discernimiento oportuno y oficializará lo que nace del pueblo. Lo importante es incorporar la fe en la Resurrección a nuestra manera ordinaria de vivir la fe. La muerte se nos impone sin ningún esfuerzo. La resurrección hay que aceptarla en la fe. Por eso, es alto el número de cristianos que tienen dificultades para decir con verdad lo que afirmamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro”.

Precisamente Hans Küng, cuya reciente muerte recordé en la entrada de ayer, publicó en 1982 un interesante libro titulado ¿Vida eterna? Respuesta al gran interrogante de la vida humana. Aconsejar que los lectores de este Rincón lean sus casi 380 páginas me parece algo descabellado, pero sí recomiendo leer el Epílogo, que va de la página 363 a la 379. Creo que esas 17 páginas constituyen una buena síntesis del trabajo del profesor Küng. Por pereza intelectual o por presión social, no podemos despachar el asunto de la vida eterna con cuatro tópicos. Necesitamos abordarlo con toda la seriedad y profundidad de que seamos capaces. Pero, sobre todo, tenemos que dejarnos iluminar por la fuerza de la Palabra de Dios

En este sentido, la práctica del Camino de la Luz puede ayudarnos a acoger con gratitud y humildad el misterio de la resurrección de Jesús y la promesa de nuestra propia resurrección. Si la pandemia nos ha hecho más sensibles a la realidad de la muerte, justo es que aprovechemos la oportunidad para preguntarnos por la realidad de la vida. Nosotros creemos en un Jesús que dijo: “He venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10). No podemos, pues, contentarnos con una vida mortecina, reducida a las expectativas que tienen la mayoría de los seres humanos: salud, trabajo, vivienda, diversión y un poco de amor. Aspiramos a una vida abundante, plena. Por el Bautismo hemos adquirido el estatuto de “resucitados” y como tal debemos vivir: con dignidad, alegría y esperanza. 

Oración del Jueves de Pascua

No sé si me saldrás al encuentro
en algún recodo del camino de mi vida,
pero quiero que sepas que te estoy esperando.
Quizá no sé llorar como María Magdalena,
ni sé expresar mi desconsuelo y mi frustración
como los discípulos de Emaús.
Me limito a vivir el día a día,
acortando el horizonte
a la medida de mis necesidades.

Pero sé que dentro de mí,
en algún pliegue escondido de mi corazón,
hay un anhelo que no se sacia con nada.
Por eso hoy, Cristo escondido (tal vez resucitado),
quiero decirte: “Quédate conmigo,
no pases de largo,
porque es ya noche en mi vida”.

Atrévete a caminar conmigo,
aunque yo no reconozca tu presencia.
Pregúntame qué conversación llevo por el camino
para que tenga la oportunidad
de poner nombre a mis preocupaciones.

Tómate la molestia de explicarme las Escrituras
para que empiece a entender
el sentido de tu misterio
y, de paso, el mío propio.

Y, sobre todo, siéntate a la mesa conmigo,
parte el pan y dame el vino,
para que, de una vez por todas,
se caigan las escamas de mis ojos
y reconozca tu rostro encendido.

Después, si quieres, puedes irte.
No pretendo retenerte como un prisionero.
Prefiero creer en ti como el Amigo
que está siempre a mi lado,
aun cuando a veces parezcas invisible.

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