domingo, 7 de junio de 2020

La mejor comunidad

Los cristianos comenzamos las principales acciones de nuestra vida “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Aprendemos a santiguarnos desde niños. Nos parece la cosa más natural. Con dos o tres años no podemos sospechar el significado insondable de esta diminuta puerta abierta al Misterio. Y hoy, que celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, tampoco. ¿Podríamos pasarnos años sin hablar de Dios? A algunos les puede parecer blasfema esta pregunta. Para mí representa casi una necesidad. De lo que nos entusiasma, preocupa o atemoriza solemos hablar mucho. De lo que determina nuestra vida, es mejor decir lo justo. El silencio es más elocuente que la verborrea. La adoración suple con creces a la reflexión. La incluye y la perfora. Hay un versículo del evangelio de Juan que me acompaña siempre y que nos previene contra el exceso de información: “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). O sea, que Jesús es el rostro visible del Dios invisible. Pero “nadie puede decir Jesús es Señor si no está movido por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Ya tenemos en danza la Trinidad, aunque esta palabra no aparece ni una sola vez en la Biblia. Dios es un baile infinito de amor. Los místicos lo perciben, pero suelen callar. A lo más, transcriben sus experiencias con lenguaje poético. Juan de la Cruz fue un maestro. Sus versos se parecen mucho a los de algunos místicos musulmanes e hindúes. En el abismo de Dios, todo se unifica.

¿Qué queremos decir nosotros cuando hablamos de Dios para confesarlo, negarlo o suspender el juicio? Quizá no hay en el diccionario palabra más polisémica que esta, más alabada y más vilipendiada. Hay un poemita del obispo Casaldáliga que dice así: “Donde tú dices ley, / yo digo Dios. / Donde tú dices paz, justicia, amor / ¡yo digo Dios! / Donde tú dices Dios, / ¡yo digo Libertad, Justicia, Amor!”. Nuestras imágenes de Dios se nutren de las experiencias vitales que hemos vivido desde niños y de la formación que hemos recibido. Cada uno de nosotros hemos ido haciendo un Dios a la medida de nuestras búsquedas, necesidades, temores y expectativas. Dime en qué Dios crees y te diré quién eres. Nuestras imágenes de Dios reflejan más lo que nosotros somos que lo que Dios es. La única manera de ir purificando estas imágenes es dejarnos iluminar y moldear por la Palabra de Dios. En la solemnidad de hoy, encuentro tres pistas que ensanchan un poco la puerta. Dios es, sobre todo, amor (primera lectura del Éxodo), paz (segunda lectura de la segunda carta a los Corintios) y vida (evangelio de Juan). Siguen siendo palabras humanas (no podemos pensar de otra manera), pero, por lo menos, son palabras que –dentro de su incapacidad para abarcar el Misterio– nos señalan con claridad la dirección y nos ayudan a desprenderos de imágenes equivocadas que presentan a Dios como vengativo, batallador o aliado de la muerte. Dios es amor, paz y vida. No es poca cosa, aunque con esto sigamos sumidos en el misterio.

Si un niño se santiguara “en el nombre del Amor, de la Paz y de la Vida” estaría confesando al Dios Uno y Trino sin necesidad de usar palabras que no comprende. En las últimas décadas, varios teólogos han insistido en que esta imagen de Dios “comunidad” (unidad en la diversidad) es la que puede ayudarnos a afrontar de otra manera los muchos conflictos sociales, familiares y eclesiales en los que nos vemos inmersos. Cuando tenemos una idea muy monolítica y fija de Dios, no sabemos cómo conjugar las tensiones propias de la vida: libertad y responsabilidad, persona y sociedad, unidad y diversidad, confesión de fe y pluralismo religioso… Cuando nos dejamos introducir en la “danza de amor” de un Dios comunidad, caemos en la cuenta de que el amor trasciende el conflicto tomando lo mejor de cada elemento y creando síntesis integradoras. Para vivir una vida personal armónica, una vida social respetuosa y una vida eclesial constructiva, no es lo mismo creer en el Dios solo (unipersonal, monocromático, monofónico y monolítico) que en un Dios uno y tripersonal. No se trata de una jerga más o menos ingeniosa o hermética, sino de una forma de expresar la realidad del Dios amor que inunda y transforma a quienes hemos sido creados “a su imagen y semejanza”. Como decía hace años Leonardo Boff, “la Santísima Trinidad es la mejor comunidad”. Entremos en esta danza de amor y dejémonos llevar por ella, sin preocuparnos demasiado de las palabras que utilizamos. Nuestra vida de entrega y alabanza será la mejor confesión de fe.


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