Entre los catorce rasgos con los que san Pablo caracteriza al amor en su famoso himno de la primera carta a los Corintios (cf. 1 Cor 13,4-7), no figura uno que se ha puesto de moda en los últimos meses. El amor, además de ser benigno, paciente y
servicial, es contagioso. Lo han demostrado los millones de personas que en
tiempos de coronavirus han multiplicado los gestos de solidaridad. Es verdad
que nos asustan las noticias que se refieren a la rápida expansión del virus y
a su letalidad. Uno se puede contagiar sin darse cuenta. Pero habría que
acentuar también la capacidad que los seres humanos tenemos de reaccionar con amor.
Es como si en las últimas semanas hubiéramos versionado una oración atribuida a
san Francisco de Asís. Me atrevo a sugerir la nueva letra: “Que donde haya virus, ponga yo amor; que donde haya soledad, ponga yo videollamada; que donde
haya turnos interminables, ponga yo aplausos solidarios; que donde haya escasez,
ponga yo bolsa de alimentos; que donde haya riesgo de contagio, ponga yo
mascarilla; que donde falte el trabajo, ponga yo un ERTE; que donde haya un
anciano solo, ponga yo la bolsa de la compra; que donde haya búsqueda
espiritual, ponga yo una oración on line...”.
Por todas partes se han multiplicado los signos de solidaridad. Médicos y
enfermeros jubilados que han pedido reincorporarse a sus puestos de trabajo
para echar una mano. Cuidadores sanitarios que acompañan a los moribundos en
sus horas finales y les transmiten todo el cariño que sus familiares no pueden prodigarles
por las restricciones impuestas. Fuerzas de seguridad que asumen tareas de desinfección, asesoramiento y compañía. Monjas de clausura que se dedican a fabricar
mascarillas entre rezo y rezo. Pequeñas y medianas empresas que cambian su producción habitual
para fabricar elementos necesarios como respiradores, EPIs o guantes. Arrendatarios que no cobran o reducen el importe de las rentas a sus inquilinos. Agricultores y ganaderos que se multiplican para producir alimentos. Transportistas que echan más horas para abastecer los mercados. Sacerdotes que
se ofrecen voluntarios como consejeros espirituales en hospitales y
residencias. Enterradores y personal de los servicios funerarios que hacen horas extra para atender la enorme demanda. Religiosas que preparan comida para la gente del barrio. Científicos que se esfuerzan por encontrar cuanto antes un tratamiento eficaz y una vacuna sin pensar en su explotación comercial. Chicos y
chicas que hacen la compra a ancianos o personas necesitadas. Voluntarios que
se han ofrecido para reforzar la plantilla de cuidadores en algunas residencias
de ancianos. Personajes famosos, ciudadanos de a pie y empresas que hacen colectas para comprar material
sanitario, alimentos u otros productos necesarios. Artistas que componen canciones, pintan cuadros, representan una obra de teatro o escriben poemas para
mantener viva la esperanza. Grupos que distribuyen alimentos y ropa entre la gente de la
calle. Profesores que llaman a sus alumnos para ver cómo están y asesorarlos en
su estudio…
No me cabe duda
de que el amor es contagioso. Cuando uno ve cómo reaccionan muchas personas sensibles
y generosas siente una llamada interior a hacer lo mismo, a no quedarse cómodamente
encerrado en su casa con los brazos cruzados. Superado el miedo inicial, es necesario
abrir espacio a la “fantasía de la caridad”. Los seres humanos tenemos el
arma más poderosa para combatir cualquier virus y cualquier destrucción. Es
admirable cómo la estamos utilizando en estos tiempos de pandemia. ¿No son
todos estos signos de amor –concretos, escondidos, eficaces– destellos de una
nueva espiritualidad? Si los cristianos creemos –porque Jesús nos lo ha
revelado así– que Dios es amor, cada gesto de amor que prodigamos es como una
luz divina que se enciende en la noche del egoísmo y la desesperación. Ha tenido que venir
un virus para despertarnos de nuestra ensoñación egocéntrica y hacernos ver que
solo tendremos futuro si actuamos como un cuerpo. Cuando una parte sufre, todo
el organismo se moviliza para echarle una mano. Es cierto que el virus no tiene
fronteras ni pasaporte. Desde la lejana Wuhan (China) se ha desperdigado por
todo el mundo. Pero menos fronteras y menos pasaportes tiene el amor.
El pasado Jueves
Santo cantamos Ubi caritas et amor, Deus
ibi est (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Si estamos viendo una eclosión
de amor en estos tiempos de pandemia, ¿cómo seguir diciendo que Dios ha
desaparecido del mapa o que no hay espiritualidad en nuestro mundo? El cierre
obligatorio de los templos ha coincidido con una generosa apertura de los
corazones. ¿No nos está diciendo algo nuevo el Espíritu Santo? En la carta de Santiago
leemos que “una religión pura e
intachable a los ojos de Dios Padre consiste en cuidar de huérfanos y viudas en
su necesidad y en no dejarse contaminar por el mundo” (1,27). Es verdad que la fe cristiana implica también
celebrar la Eucaristía (sin la cual no hay Iglesia) y otras dimensiones, pero –como leemos en el
Evangelio de hoy– el encargo central de Jesús es claro: “Este es mí mandamiento: que os
améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Y para que no reduzcamos
este amor a un efluvio romántico, lo aclara: “Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Es tan evidente que el corazón de toda espiritualidad genuina es el amor, que me pregunto por qué gastamos tanto tiempo en mirar para otro lado.
Hay millones
de personas que están dando su vida en estos tiempos de coronavirus. Varios
médicos, enfermeros, sacerdotes y otros cuidadores la han entregado incluso físicamente. No se trata de una metáfora, sino de una experiencia literal. Su muerte –que no podemos olvidar– es una actualización de la entrega de Jesús
por la humanidad. ¿Cómo no creer que Dios está presente en estas ofrendas de amor? Tendríamos que decir que, en contra d elo que a veces pensamos, nuestro tiempo está lleno de señales de Dios. Él nos está hablando de mil maneras a través de tanto amor derramado, como si fuera esa libra de nardo que María de Betania sigue derrochando hoy. Más que perder el tiempo en lamentaciones, tendríamos que dar gracias a Dios por esta eclosión de amor contagioso que nos habla de su misteriosa presencia en nuestro mundo. Es probable que sintamos la tentación de pasar por alto estos testimonios
admirables y de abandonarnos a habladurías y críticas de
todo tipo. También la carta de Santiago tiene una advertencia clara: “Si uno se tiene por religioso porque no
refrena la lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad es vacía” (Sant
1,26). Menos críticas y más gestos de amor.
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