viernes, 15 de mayo de 2020

El amor es contagioso

Entre los catorce rasgos con los que san Pablo caracteriza al amor en su famoso himno de la primera carta a los Corintios (cf. 1 Cor 13,4-7), no figura uno que se ha puesto de moda en los últimos meses. El amor, además de ser benigno, paciente y servicial, es contagiosoLo han demostrado los millones de personas que en tiempos de coronavirus han multiplicado los gestos de solidaridad. Es verdad que nos asustan las noticias que se refieren a la rápida expansión del virus y a su letalidad. Uno se puede contagiar sin darse cuenta. Pero habría que acentuar también la capacidad que los seres humanos tenemos de reaccionar con amor. Es como si en las últimas semanas hubiéramos versionado una oración atribuida a san Francisco de Asís. Me atrevo a sugerir la nueva letra: “Que donde haya virus, ponga yo amor; que donde haya soledad, ponga yo videollamada; que donde haya turnos interminables, ponga yo aplausos solidarios; que donde haya escasez, ponga yo bolsa de alimentos; que donde haya riesgo de contagio, ponga yo mascarilla; que donde falte el trabajo, ponga yo un ERTE; que donde haya un anciano solo, ponga yo la bolsa de la compra; que donde haya búsqueda espiritual, ponga yo una oración on line...”. 

Por todas partes se han multiplicado los signos de solidaridad. Médicos y enfermeros jubilados que han pedido reincorporarse a sus puestos de trabajo para echar una mano. Cuidadores sanitarios que acompañan a los moribundos en sus horas finales y les transmiten todo el cariño que sus familiares no pueden prodigarles por las restricciones impuestas. Fuerzas de seguridad que asumen tareas de desinfección, asesoramiento y compañía.  Monjas de clausura que se dedican a fabricar mascarillas entre rezo y rezo. Pequeñas y medianas empresas que cambian su producción habitual para fabricar elementos necesarios como respiradores, EPIs o guantes. Arrendatarios que no cobran o reducen el importe de las rentas a sus inquilinos. Agricultores y ganaderos que se multiplican para producir alimentos. Transportistas que echan más horas para abastecer los mercados. Sacerdotes que se ofrecen voluntarios como consejeros espirituales en hospitales y residencias. Enterradores y personal de los servicios funerarios que hacen horas extra para atender la enorme demanda. Religiosas que preparan comida para la gente del barrio. Científicos que se esfuerzan por encontrar cuanto antes un tratamiento eficaz y una vacuna sin pensar en su explotación comercial.  Chicos y chicas que hacen la compra a ancianos o personas necesitadas. Voluntarios que se han ofrecido para reforzar la plantilla de cuidadores en algunas residencias de ancianos. Personajes famosos, ciudadanos de a pie y empresas que hacen colectas para comprar material sanitario, alimentos u otros productos necesarios. Artistas que componen canciones, pintan cuadros, representan una obra de teatro o escriben poemas para mantener viva la esperanza. Grupos que distribuyen alimentos y ropa entre la gente de la calle. Profesores que llaman a sus alumnos para ver cómo están y asesorarlos en su estudio…

No me cabe duda de que el amor es contagioso. Cuando uno ve cómo reaccionan muchas personas sensibles y generosas siente una llamada interior a hacer lo mismo, a no quedarse cómodamente encerrado en su casa con los brazos cruzados. Superado el miedo inicial, es necesario abrir espacio a la “fantasía de la caridad”. Los seres humanos tenemos el arma más poderosa para combatir cualquier virus y cualquier destrucción. Es admirable cómo la estamos utilizando en estos tiempos de pandemia. ¿No son todos estos signos de amor –concretos, escondidos, eficaces– destellos de una nueva espiritualidad? Si los cristianos creemos –porque Jesús nos lo ha revelado así– que Dios es amor, cada gesto de amor que prodigamos es como una luz divina que se enciende en la noche del egoísmo y la desesperación. Ha tenido que venir un virus para despertarnos de nuestra ensoñación egocéntrica y hacernos ver que solo tendremos futuro si actuamos como un cuerpo. Cuando una parte sufre, todo el organismo se moviliza para echarle una mano. Es cierto que el virus no tiene fronteras ni pasaporte. Desde la lejana Wuhan (China) se ha desperdigado por todo el mundo. Pero menos fronteras y menos pasaportes tiene el amor.

El pasado Jueves Santo cantamos Ubi caritas et amor, Deus ibi est (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Si estamos viendo una eclosión de amor en estos tiempos de pandemia, ¿cómo seguir diciendo que Dios ha desaparecido del mapa o que no hay espiritualidad en nuestro mundo? El cierre obligatorio de los templos ha coincidido con una generosa apertura de los corazones. ¿No nos está diciendo algo nuevo el Espíritu Santo? En la carta de Santiago leemos que “una religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad y en no dejarse contaminar por el mundo” (1,27).  Es verdad que la fe cristiana implica también celebrar la Eucaristía (sin la cual no hay Iglesia) y otras dimensiones, pero –como leemos en el Evangelio de hoy– el encargo central de Jesús es claro: “Este es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Y para que no reduzcamos este amor a un efluvio romántico, lo aclara: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Es tan evidente que el corazón de toda espiritualidad genuina es el amor, que me pregunto por qué gastamos tanto tiempo en mirar para otro lado.

Hay millones de personas que están dando su vida en estos tiempos de coronavirus. Varios médicos, enfermeros, sacerdotes y otros cuidadores la han entregado incluso físicamente. No se trata de una metáfora, sino de una experiencia literal. Su muerte –que no podemos olvidar– es una actualización de la entrega de Jesús por la humanidad. ¿Cómo no creer que Dios está presente en estas ofrendas de amor? Tendríamos que decir que, en contra d elo que a veces pensamos, nuestro tiempo está lleno de señales de Dios. Él nos está hablando de mil maneras a través de tanto amor derramado, como si fuera esa libra de nardo que María de Betania sigue derrochando hoy. Más que perder el tiempo en lamentaciones, tendríamos que dar gracias a Dios por esta eclosión de amor contagioso que nos habla de su misteriosa presencia en nuestro mundo. Es probable que sintamos la tentación de pasar por alto estos testimonios admirables y de abandonarnos a habladurías y críticas de todo tipo. También la carta de Santiago tiene una advertencia clara: “Si uno se tiene por religioso porque no refrena la lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad es vacía” (Sant 1,26). Menos críticas y más gestos de amor.






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