Han pasado ya 70 años. Toda una vida. El 7 de mayo de 1950, el arzobispo Antonio María Claret,
fallecido 80 años antes (en 1870), fue canonizado por la Iglesia. La basílica
de San Pedro de Roma estaba repleta de peregrinos. Muchos de ellos provenían de
una España que hacía solo una década había salido de una cruenta guerra civil y que no estaba acostumbrada a viajar al extranjero (entre otras cosas, porque no podía permitírselo). La
ceremonia –presidida con gran solemnidad por el papa Pío XII– comenzó a
las ocho y media de una soleada mañana de primavera. Los archivos del NODO español nos permiten rescatar algunas imágenes que se muestran en el vídeo colocado al final de esta entrada. Unos meses antes de la canonización, el 12 de
enero, la Santa Sede había reconocido el carácter milagroso de dos curaciones por la
intercesión de Claret: la curación de cáncer de sor Josefina Marín en Santiago
de Cuba (mayo de 1934) y la curación de hemiplejía procedente de lesión
cerebral de la señora Elena Flores, en Córdoba (mayo de 1948). Al día
siguiente de la canonización, el papa Pío XII se dirigió a los numerosos
peregrinos llegados a Roma con tal motivo. En su alocución en español trazó un retrato del
santo misionero que sigue siendo magistral por su claridad, concisión y belleza:
“Alma grande, nacida como para ensamblar contrastes; pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; de apariencia modesta, pero capacísimo de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien sabe el freno de la austeridad y de la penitencia; siempre en la presencia de Dios aun en medio de su prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como luz suave que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios”.
Muchos lectores
del Rincón, aunque no provengan de círculos
claretianos, están familiarizados con la figura de san Antonio María Claret
porque –como misionero claretiano que soy– he hablado de él en varias
ocasiones en este blog. De hecho, la tercera entrada más leída en la
corta historia del Rincón de Gundisalvus
es una dedicada al santo catalán bajo el título: Pequeño
de estatura, gigante de espíritu.
No soy muy dado a elogios fáciles. Cuando hablo de san Antonio María Claret en este blog, no suelo hacerlo como el hijo espiritual agradecido que soy, sino como alguien que –tomando la necesaria distancia emocional y crítica– reconoce en él a un hombre que ha sabido vivir el Evangelio en serio en un momento histórico muy turbulento. La prueba de esta autenticidad es que fue sometido a constantes persecuciones por parte de quienes se sentían cuestionados o denunciados. Pocos santos han sido más vituperados que él. Algunas de las caricaturas que le hiceron resultan bochornosas e hirientes, incluso vistas con los ojos de hoy. Le tocó lidiar con la polarización creada por las guerras carlistas en España, con la cuestión de la esclavitud en Cuba, con la emergencia de nuevas corrientes sociales y políticas en su etapa de confesor de la reina Isabel II, con las tensiones eclesiales durante el concilio Vaticano I, etc.
Más de una vez me he preguntado si Claret era conservador o progresista, dos categorías con las que hoy –herederos de un dualismo inveterado– nos gusta encasillar ideológicamente a las personas. Es evidente que algunas de sus ideas y posiciones entrarían claramente en la primera categoría. No tuvo quizá la agudeza intelectual y la amplitud de miras del inglés John Henry Newman (1801-1890), del francés Félicité Robert de Lamennais (1782-1854) o del italiano Antonio Rosmini (1797-1855), por citar solo tres ejemplos plecaros de eclesiásticos europeos del siglo XIX. Y, sin embargo, vista su vida desde una perspectiva misionera y evangelizadora, fue un verdadero progresista, en el sentido de que buscaba el progreso del Evangelio en la sociedad moderna y abogaba por una Iglesia pobre, presente en la vida pública (educación, prensa, obras sociales, asociaciones de diverso tipo, etc.), con un papel muy activo de los laicos, con la posibilidad de mujeres consagradas en la vida secular y verdaderamente católica, universal. Su vida y sus numerosas creaciones apostólicas fueron muy por delante de su marco eclesiológico y de su teología postridentina. Tendremos ocasión de comprobarlo en la película sobre él que se estrenará dentro de unos meses.
No soy muy dado a elogios fáciles. Cuando hablo de san Antonio María Claret en este blog, no suelo hacerlo como el hijo espiritual agradecido que soy, sino como alguien que –tomando la necesaria distancia emocional y crítica– reconoce en él a un hombre que ha sabido vivir el Evangelio en serio en un momento histórico muy turbulento. La prueba de esta autenticidad es que fue sometido a constantes persecuciones por parte de quienes se sentían cuestionados o denunciados. Pocos santos han sido más vituperados que él. Algunas de las caricaturas que le hiceron resultan bochornosas e hirientes, incluso vistas con los ojos de hoy. Le tocó lidiar con la polarización creada por las guerras carlistas en España, con la cuestión de la esclavitud en Cuba, con la emergencia de nuevas corrientes sociales y políticas en su etapa de confesor de la reina Isabel II, con las tensiones eclesiales durante el concilio Vaticano I, etc.
Más de una vez me he preguntado si Claret era conservador o progresista, dos categorías con las que hoy –herederos de un dualismo inveterado– nos gusta encasillar ideológicamente a las personas. Es evidente que algunas de sus ideas y posiciones entrarían claramente en la primera categoría. No tuvo quizá la agudeza intelectual y la amplitud de miras del inglés John Henry Newman (1801-1890), del francés Félicité Robert de Lamennais (1782-1854) o del italiano Antonio Rosmini (1797-1855), por citar solo tres ejemplos plecaros de eclesiásticos europeos del siglo XIX. Y, sin embargo, vista su vida desde una perspectiva misionera y evangelizadora, fue un verdadero progresista, en el sentido de que buscaba el progreso del Evangelio en la sociedad moderna y abogaba por una Iglesia pobre, presente en la vida pública (educación, prensa, obras sociales, asociaciones de diverso tipo, etc.), con un papel muy activo de los laicos, con la posibilidad de mujeres consagradas en la vida secular y verdaderamente católica, universal. Su vida y sus numerosas creaciones apostólicas fueron muy por delante de su marco eclesiológico y de su teología postridentina. Tendremos ocasión de comprobarlo en la película sobre él que se estrenará dentro de unos meses.
Por encima de
todo, sin que la afirmación tenga el más mínimo sesgo populista, fue un santo popular;
o sea, del pueblo, incluso cuando se vio obligado a vivir en la corte madrileña. Supo acercarse a las personas de toda condición. Aprendió a observar y escuchar. Esto le permitió sentir muy de cerca las contradicciones y penurias de la gente
en una España que no acababa de salir resueltamente de un régimen absolutista, que vivía en condiciones de pobreza material y espiritual, y de
una Iglesia que no encontraba su lugar en la sociedad moderna. Cuando uno
lee sus cartas (de las que conservamos casi dos mil, agrupadas en tres gruesos volúmenes)
se da cuenta enseguida de que la santidad que él vivió pasaba a través de los
más variados asuntos de la vida cotidiana. Algunos eran de relevancia
internacional (como el reconocimiento del nuevo reino de Italia); otros muchos tenían
que ver con las instituciones fundadas por él (sobre todo, la congregación de
Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María y las Religiosas de María Inmaculada, junto a la Madre Antonia París). Sorprenden las cartas en las
que aborda minucias relativas a la edición de libros, retrasos en los pagos de
salarios, condiciones de los viajes, etc. Y, como es natural, abundan los escritos relacionados con la vida
espiritual, sobre todo en el intercambio epistolar que mantiene con muchas
personas de las que es director o consejero espiritual: desde santa María Micaela del Santísimo Sacramento
hasta fundadores y fundadoras de congregaciones religiosas, nobles, artistas, eclesiásticos, libreros e impresores, políticos, gentes del pueblo, etc.
Celebrar 70 años de la canonización de san Antonio María
Claret significa reforzar nuestra convicción de que se puede ser santo incluso
en las situaciones más contradictorias, en aquellas que nunca hubiéramos
elegido como ideales para una vida de servicio al Evangelio.
Padre Claret, gracias por lo la forma que formaste mi vida espero algún dia ser dignos de ser CMF y en estos tiempos de COVID-19, sufro mucho por no tener la compañia ecuristica solo la oración con Maria tranquiliza mi amor a Jesús sacramentado.
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