Quisiera ser optimista, pero, a medida que pasan los días, comprendo mejor las devastadoras consecuencias de la pandemia en muchos ámbitos de nuestra vida personal y colectiva. Apenas estamos empezando a explorarlas. Ayer mismo, los miembros del gobierno general de los Misioneros Claretianos tuvimos una videoconferencia de dos horas y media con todos los superiores provinciales del mundo. Aunque, gracias
a Dios, el virus ha afectado solo a unos veinte misioneros (de los cuales uno murió), las consecuencias que ha tenido en nuestro apostolado y economía son
considerables. Todas las instituciones educativas permanecen cerradas desde
hace meses; lo mismo sucede con las parroquias y otros centros misioneros. Las demandas
de ayuda social se han multiplicado. Cada vez hay más personas que buscan
alimentos, medicinas y subsidios de todo tipo. Hasta ahora, con la generosidad y
la responsabilidad de todos, se está gestionando bien la situación, pero ¿cuánto
tiempo podremos resistir si no hay cambios significativos o si se producen rebrotes de la pandemia? Cuando uno se siente seguro en su
casa porque no se ha dado ningún caso de contagio y dispone de todo lo
necesario, no acaba de hacerse cargo de lo que está sucediendo “ahí afuera”. Me
atrevería a decir incluso que el exceso de información acaba por volvernos
insensibles. Traspasado el umbral de la tolerancia, nos da casi todo igual.
En la oración vespertina que el papa dirigió en la plaza de san Pedro el pasado 27 de marzo,
escogió el texto de la tempestad calmada por Jesús para iluminar la situación que
estamos viviendo. Me parece que la imagen es sugestiva y poderosa. Imagino a la
humanidad como una barca que se tambalea por el impacto de olas que parecen
incontrolables y que tienen nombres concretos: crisis sanitaria, recesión económica,
desempleo, hambre, depresión… En un determinado momento se oye la voz enérgica
del capitán: “Todos a sus puestos”. Cada
uno de los tripulantes asume su función y procura realizarla con la mayor responsabilidad
posible, desde los marineros de más graduación hasta el último grumete. Su esfuerzo
no sirve para contrarrestar la gigantesca fuerza de las olas, pero consigue paliar las
consecuencias de su impacto destructivo sobre la barca.
Creo que ese “todos a sus puestos” es un llamamiento
que debemos asumir con urgencia en estas fases de desescalada. Que los investigadores y sus
patrocinadores no cejen hasta encontrar una vacuna; que los médicos y el
personal sanitario dosifiquen sus fuerzas y reciban los apoyos necesarios para
seguir dedicándose a la atención de los enfermos; que los políticos dejen de
escandalizarnos con enfrentamientos adolescentes y barriobajeros y se
concentren en coordinar una estrategia común; que los empresarios hagan un
esfuerzo por mantener a flote sus empresas; que los funcionarios públicos agilicen todos los trámites para que la burocracia no bloquee la progresiva normalización; que los comunicadores sean objetivos e insuflen esperanza; que los profesores y educadores sean compasivos y creativos para que los alumnos (sobre todo, los más vulnerables) no se pierdan; que los artistas nos sigan conectando con la fuente de la belleza; que los sacerdotes y agentes de pastoral acompañen de
cerca a las personas desde una fuerte experiencia de fe; que los cuidadores de ancianos extremen las medidas de prevención y de cariño hacia ellos; que los proveedores de la cadena
alimentaria se coordinen bien; que los trabajadores sociales y cuantos
acompañan de cerca a los más necesitados reciban el apoyo público y privado y
no dejen a nadie desatendido…
Si cada uno
hacemos bien lo que tenemos que hacer (e incluso un poco más, porque la
situación es excepcional), la barca podrá seguir navegando, por más que
necesite reparaciones de urgencia. Pero, ateniéndonos al texto bíblico, quien
controla la fuerza del viento y de las aguas no es la tripulación, sino el verdadero
capitán: Jesús. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano para que las
cosas funcionen, pero lo esencial es una enorme fe en Aquel a quien “hasta el viento y el lago le obedecen” (Mc
4,41). Al vernos tan preocupados, Jesús podría decirnos lo mismo que dijo a sus
apóstoles cuando estaban atemorizados porque la barca estaba a punto de hundirse:
“¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis
fe?” (Mc 4,40). Si algo necesitamos en estos momentos es una enorme
confianza en el capitán de esta barca que es la Iglesia y la humanidad. Sin ella,
todo nuestro trabajo puede ser inútil: “Sin
mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
Del fundador de mi congregación misionera,
san Antonio María Claret, he aprendido que para seguir a Jesús necesitamos
trabajar como él, pero también orar y sufrir. Los tres
verbos son imprescindibles y describen la dinámica de la vida cristiana. Los tres pueden sugerirnos qué hacer ahora. Es probable que en este tiempo de pandemia
no todos (por razón de la edad, la falta de salud u otras razones) podamos
trabajar en nuestros puestos, pero siempre podemos orar y unir nuestros sufrimientos
a los de Jesús para que “todo vaya bien”.
Nuevamente su manera de expresar y llevar a lo escrito su reflexión personal me llena de esperanza y confianza en que los sentimientos, las emociones, las primeras impresiones, los cambios en nuestra manera de sentir y ver esta situaciòn deben ser siempre iluminadas por la PALABRA. Confianza en Dios y en la humanidad. Una relación que se expresará a través del ENCUENTRO solidario, buscando las medios que hoy en día nos lo permitan. Gracias siempre por compartir sus palabras tan humanas y de confianza en el Resucitado. Saludos P. Gonzalo desde Bayamón, Puerto Rico, Caribe.
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