Después de más de 1.400 entradas escritas en este Rincón desde febrero de 2016 y tras 90 días confinado en casa, podría parecer que ya no hay mucho que contar. Sin embargo, la vida es un río que fluye sin detenerse. El “todo
fluye” de Heráclito define muy bien esta movilidad continua: el agua se
renueva, el río permanece. ¿No es un hermoso símbolo de lo que nos pasa a cada
uno de nosotros? Por decirlo con palabras de Xavier Zubiri, siempre somos los mismos, pero no siempre somos lo mismo. Hay identidad en el cambio
continuo. Este es el milagro de la vida. Pocas veces como en estos tiempos de
pandemia estamos experimentando tantas sacudidas, una sucesión interminable de sentimientos
positivos y negativos, alegrías y tristezas, incertidumbre y esperanza,
ansiedad y fe. Estamos vivos. Gente querida ha ido muriendo. Seguimos aquí. No
se trata solo de ir tirando, sino de vivir a tope. Nuestra vocación no es
sobrevivir al naufragio, sino seguir navegando por el mar de la vida con las
velas desplegadas. Me ha impresionado esta mañana leer en un periódico digital
el testimonio
de un médico intensivista que ha estado en primera línea de la lucha contra el
coronavirus. Él cree que debemos humanizar mucho más el tratamiento a los
enfermos. Él, que ha asistido a tantos en el momento de la muerte, confiesa que
el último lugar en el que desearía morir es en una habitación de hospital, rodeado
de máquinas y tubos y sin la presencia de sus seres queridos. La pandemia ha deshumanizado
el momento más trascendente de nuestra existencia. No podemos resignarnos a
aceptar como normal e inevitable algo que contradice nuestra concepción del ser
humano. Lo que estamos viviendo tiene que abrirnos los ojos. La última norma de
actuación no es lo que nos dictan los políticos, sino lo que la conciencia nos
revela.
Escribo estas líneas
a toda prisa (porque hoy es nuestro día de retiro mensual) en vísperas de la
gran fiesta de Pentecostés, que este año coincide con el último día de mayo. Los
cristianos confesamos que el Espíritu Santo que Jesús nos envía es “el Señor y Dador de vida” (dominum et vivificantem). Lo repetimos
cuando proclamamos el Credo. Donde hay Espíritu, hay vida. Por tanto, donde nos
limitamos a sobrevivir, a ir arrastrando esta existencia, hay un déficit de
Espíritu. ¿Cómo hacer que todas las experiencias humanas estén transidas de vida?
¿Cómo hacer que el sufrimiento y la muerte (dos experiencias que se han vuelto familiares
en estos meses de pandemia) no nos corten la trama de la vida? Humanamente es
imposible. Solo el Espíritu de Jesús puede ayudarnos a descubrir la puerta de
la vida en la experiencia de la muerte. Por eso, el Pentecostés de este año
cobra un relieve especial. Si ya la Semana Santa fue atípica, intensa,
existencial, Pentecostés (la tercera Pascua del año litúrgico) no se va a
quedar atrás. La humanidad entera se ha convertido en un inmenso cenáculo en el
que todos estamos confinados en grados diversos según países y legislaciones. El miedo se ha apoderado de nosotros. Queremos
y no queremos salir. Anhelamos el futuro y experimentamos ansiedad ante la incertidumbre
de lo que puede pasar. Es la hora del Espíritu. Solo el Enviado de Jesús puede
ayudarnos a superar el miedo porque él es portador de valentía y audacia. Él es
la fuente de la alegría y de la paz.
Imagino a la
humanidad como un inmenso coro que canta “Veni, Sancte Spiritus” (Ven,
Espíritu Santo). Solo cuando tenemos la humildad de reconocer que no lo podemos
todo, que la tecnociencia imperante no lo puede resolver todo, que la política
no es la palabra definitiva y que la religión no basta, solo entonces nos
abrimos a la fuerza misteriosa del Espíritu de Dios que aletea sobre el cosmos.
Los hombres y mujeres espirituales son aquellos que se dejan conducir por este
Viento de Dios, que ponen en juego todas sus facultades creativas sabiendo que
el verdadero motor es el Abogado que Jesús nos ha regalado como don pascual.
Necesitamos ser más “espirituales” (es decir, más abiertos a la acción de Espíritu)
para afrontar esta crisis con esperanza. Donde abunda la muerte, sobreabundará
la vida. Muchas cosas tenemos que cambiar para que nuestro mundo sea habitable.
El mito del “progreso indefinido” no significa que cada vez seamos mejores. Solo que tenemos más medios. Pero, ¿de qué sirve ser ricos en medios si somos
pobres en fines? ¿Para qué queremos progresar tanto y tan deprisa si no sabemos
a dónde se dirige el tren de la historia? Como decía hace más de 60 años Karl
Rahner con clarividencia profética, “el siglo XXI será místico o simplemente no será”. Nos cuesta convencernos. La realidad es más tozuda que la idea. La pandemia no está empujando a un valiente examen de conciencia.
Esta vieja canción de Joan Baptista Humet (1950-2008) me parece más actual que nunca: Hay que vivir. La poesía despeja el horizonte: Habrá que componer de nuevo el pozo y el granero / y aprender de nuevo a andar. / Hacer del sol nuestro aliado / pintar el horno ajado / y volver a respirar.
Esta vieja canción de Joan Baptista Humet (1950-2008) me parece más actual que nunca: Hay que vivir. La poesía despeja el horizonte: Habrá que componer de nuevo el pozo y el granero / y aprender de nuevo a andar. / Hacer del sol nuestro aliado / pintar el horno ajado / y volver a respirar.
Gracias. Muchas gracias.
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