Aquí en Italia estrenamos hoy la fase 2. Es probable que me anime a “salir de mi cabaña” e ir
caminando hasta la plaza de san Pedro (45 minutos), que hoy se abre después de
dos meses cerrada a cal y canto. La apertura coincide con la celebración del centenario del nacimiento de san Juan Pablo II. El papa Francisco ha celebrado esta mañana la Eucaristía
junto a su tumba. Todavía recuerdo la emoción que sentí cuando saludé por primera vez a Juan Pablo II en el ya lejano 1982. A pesar del atentado que había
sufrido el año anterior, todavía era un hombre vigoroso, de voz rotunda y
gestos enérgicos. Lo que no me gustó de él fue que, cuando saludaba, nunca
miraba a los ojos de su interlocutor. Su figura fue muy controvertida. Seguirá
siéndolo en los próximos años. Cuando pienso en él, en Benedicto XVI y en
Francisco, creo que cada uno de ellos ha tenido que enfrentarse a algunos males
de nuestro tiempo.
Juan Pablo II combatió con todas sus fuerzas el comunismo como sistema materialista y opresor. Benedicto XVI luchó contra el
relativismo imperante en Occidente que reduce la verdad a mero consenso. Francisco se enfrenta al neoliberalismo
que excluye a millones de personas en todo el mundo. Ya sé que esta es una
simplificación excesiva, pero nos ayuda a comprender su ministerio como una
lucha singular, no tanto en el plano ideológico cuanto en el práctico. Cada uno de ellos provenía de un
contexto particular, que lo hacía idóneo para un combate diferente.
Juan Pablo II vivió en carne propia la opresión del comunismo real y se batió, casi de manera obsesiva, por la libertad de la persona frente a un sistema totalitario. Fue sometido a un espionaje continuo a lo largo de su vida, tanto en Polonia como en Roma. Quisieron acabar con su vida en el famoso atentado del 13 de mayo de 1981. Es lógico que, viniendo de esta experiencia, nos abriera los ojos frente al peligro del comunismo devastador. Y más teniendo en cuenta que esta ideología tenía un gran poder de seducción en muchas personas del mundo occidental (sobre todo, jóvenes) que no habían experimentado las consecuencias del comunismo real.
Juan Pablo II vivió en carne propia la opresión del comunismo real y se batió, casi de manera obsesiva, por la libertad de la persona frente a un sistema totalitario. Fue sometido a un espionaje continuo a lo largo de su vida, tanto en Polonia como en Roma. Quisieron acabar con su vida en el famoso atentado del 13 de mayo de 1981. Es lógico que, viniendo de esta experiencia, nos abriera los ojos frente al peligro del comunismo devastador. Y más teniendo en cuenta que esta ideología tenía un gran poder de seducción en muchas personas del mundo occidental (sobre todo, jóvenes) que no habían experimentado las consecuencias del comunismo real.
Benedicto XVI venía
de la Alemania culta y rica, que, sin embargo, había sufrido la lacra del nazismo y las penurias de la posguerra. También
él sabía por propia experiencia la inhumanidad de un sistema totalitario que
acomoda la verdad a sus intereses. En diálogo con la ciencia y la filosofía moderna,
fue muy consciente de los peligros a los que nos conduce el relativismo. Si el ser humano no tiene
acceso a la verdad, si no existe la verdad, entonces todo es posible. Basta que
nos pongamos de acuerdo sobre lo que hay que hacer o, llegado el caso, lo impongamos por la fuerza. Sigue siendo criticado
de conservador, de ser demasiado “europeo” y demasiado duro (el rottweiler de Dios) y de haber descafeinado el Vaticano
II, pero el paso del tiempo nos ayudará a comprender por qué su lucha contra el
relativismo es más importante de lo que a primera vista parece. Cuando el transhumanismo
pretenda reducir el ser humano a una supercomputadora, nos acordaremos de los
consejos del viejo papa bávaro.
Francisco viene de Latinoamérica, del sur del mundo. Sus claves son otras. Ha vivido en primera persona las consecuencias de un neoliberalismo que crea una brecha abismal entre la minoría rica y las masas empobrecidas. Su particular demonio es este sistema económico injusto que, aunque consigue algunas victorias parciales, no sana de raíz la injusticia y la explotación. Por eso, lo combate desde varios frentes hasta el punto de ser acusado de “comunista encubierto”. Los ultraconservadores y los que manejan los hilos del dinero no lo perdonan. Lo consideran el anticristo, un peligro para la Iglesia y el mundo. La campaña mediática contra él crece de día en día.
Francisco viene de Latinoamérica, del sur del mundo. Sus claves son otras. Ha vivido en primera persona las consecuencias de un neoliberalismo que crea una brecha abismal entre la minoría rica y las masas empobrecidas. Su particular demonio es este sistema económico injusto que, aunque consigue algunas victorias parciales, no sana de raíz la injusticia y la explotación. Por eso, lo combate desde varios frentes hasta el punto de ser acusado de “comunista encubierto”. Los ultraconservadores y los que manejan los hilos del dinero no lo perdonan. Lo consideran el anticristo, un peligro para la Iglesia y el mundo. La campaña mediática contra él crece de día en día.
Es obvio que si se
lucha contra el comunismo (Juan Pablo
II), contra el relativismo (Benedicto
XVI) y contra el neoliberalismo
(Francisco), enseguida se desata la persecución. Los demonios no aceptan de buen grado ser descubiertos y combatidos. Su estrategia es siempre la oscuridad y el fingimiento. Para convencer a los más ingenuos, actúan siempre sub angelo lucis (es decir, bajo apariencia de bien: sociedad sin clases, progreso científico, lucha por los derechos humanos, libertad de mercado, etc.). A Juan Pablo II no lo
aguantaban quienes todavía imaginaban posible un comunismo blando. Lo acusaban
de ser amigo de Reagan y de Thatcher, de liderar la reacción neoconservadora,
de encubrir a pederastas y de perseguir la teología de la liberación. A Benedicto
XVI no lo aguantan quienes tienen su propia agenda de ingeniería social y persiguen objetivos
muy concretos en el campo de la sexualidad, la manipulación genética, el
transhumanismo, etc. Y contra Francisco luchan quienes consideran el
capitalismo el único sistema posible, niegan el cambio climático y consideran
que eso de la liberación de los pobres es el mantra caduco de quienes están
contaminados por el virus liberacionista. O sea, que ninguno de los tres se
libra de tener su cohorte de admiradores y, sobre todo, de detractores, aunque han ido
cambiando en las últimas décadas. Quizá el más peligroso es el fuego amigo. No es nada nuevo. Jesús ya nos lo advirtió. No hay cristiano (y menos los papas) que se libre de la persecución. En el Evangelio de hoy leemos: “Llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí” (Jn 16,2).
Y, sin embargo, aunque estos tres grandes
papas han luchado contra algunos demonios contemporáneos, su tarea principal ha
sido el anuncio de un mensaje liberador. Juan Pablo II puso el acento en Jesucristo como “redentor
del hombre”; su primera
encíclica (1979) fue programática. En ella nos invitó a no tener miedo,
a abrirle a Jesús las puertas de nuestro corazón de par en par para encontrar en él la libertad y el verdadero sentido a la vida.
Benedicto XVI, en tiempos de
relativismo, puso el acento en la verdad del Dios amor (Deus
caritas est, 2005), la única verdad que puede fundamentar
la vida del ser humano porque no depende de nuestros hallazgos científicos, de nuestros planteamientos filosóficos o de nuestras estrategias políticas. El amor de Dios es el origen y el final de todo.
Y Francisco, consciente de que muchas personas siguen
viendo a la Iglesia y a la religión como una losa o como un estilo de vida que
no cambia este mundo, empezó anunciado el “gozo
del Evangelio” (2013), de una “buena noticia” que llega, sobre
todo, a los más pobres y que, en medio de la tristeza infinita que vivimos, inunda el mundo de alegría.
Ningún papa agota la riqueza de la fe. El Espíritu
Santo los ha suscitado para acentuar en cada tiempo aquello que más puede ayudarnos
a vivir la verdad sobre Dios y sobre el ser humano. Como hombres que son,
tienen sus preferencias y límites. Pueden incluso cometer errores en asuntos que no se refieren a la sustancia de la fe. A nosotros nos toca discernir, en la trama
de tantas experiencias humanas, lo que el Espíritu quiere decirnos. Todos tenemos un sensus fidei (sentido de la fe) para identificar lo que huele a Evangelio en cada época y contexto. No es nada fácil. Se requiere una mirada de onda larga para no quedar atrapados en las anécdotas y sucumbir al juego de filias y fobias. Lo importante es no rechazar el mensaje que Dios quiere dirigirnos matando al mensajero que nos lo anuncia por la simple razón de que no nos gusta o no coincide con nuestros planteamientos.
Gracias Gonzalo, para mi información muy buena y clarificadora...
ResponderEliminarEspero que hayas disfrutado del paseo. Nosotros todavía estamos en fase 1