La Iglesia cristiana experimentó su primera gran división hace casi mil años (1054). Hace poco más
de quinientos (1517) se produjo la segunda (divisiones menores las ha habido
desde el comienzo mismo hasta hoy). En la actualidad tenemos tres grandes Iglesias: la católica, la
ortodoxa y la protestante. En realidad, tanto la segunda como la tercera a duras
penas admiten el singular. Más que hablar de Iglesia, tendríamos que referirnos
a “iglesias” (en plural), sobre todo en el caso de las protestantes que,
llevadas del principio de la libertad individual, se han multiplicado en
infinidad de iglesias, congregaciones y sectas. La llamada Iglesia ortodoxa
consta también de 15 (o 16) Iglesias autocéfalas. Merece la pena detenerse en
los nombres que usamos porque, detrás de cada uno, hay una manera peculiar de
entender la fe cristiana. Ortodoxia significa
literalmente “opinión (o doctrina) correcta”. Las iglesias ortodoxas se
consideran fieles a los siete grandes concilios ecuménicos de los primeros
siglos, directas continuadoras de los apóstoles en el oriente europeo. El
término protestante se
aplicaba a los partidarios de las ideas de reforma de la Iglesia propugnadas
por Martín Lutero; más en concreto, a los que protestaban contra los edictos imperiales que pretendían la
uniformidad religiosa de Alemania. Según algunos historiadores, este apelativo
se les atribuyó a los príncipes alemanes, seguidores de Lutero, cuando protestaron por no poder asistir a la
Dieta de Espira en 1529.
Así que, por una
parte, los ortodoxos apelan a la “recta doctrina” y los protestantes a la “libertad
individual”. Los primeros ponen el acento en la adoración al Misterio de Dios
uno y trino y en la dimensión comunitaria, eucarística, mariana y sinodal de la
Iglesia, mientras los segundos –hacedores de la modernidad– subrayan la
importancia del individuo y su libre confrontación con la Escritura. ¿Qué pasa
con la Iglesia católica, estadísticamente la más numerosa? Etimológicamente, católico
viene del griego “katá holós (entero)”.
Se refiere a una totalidad en la que todos sus elementos o dimensiones están
enlazados. Católico, en su significado primigenio, es “lo referido al todo”,
pero, a lo largo de la historia, el término ha ido adquiriendo otros significados, a menudo en oposición a las otras formas del cristianismo. En un
mundo tan abstracto y dualista como el nuestro, ¿no habrá llegado el momento de
redescubrir el verdadero significado de “lo católico” como sinónimo de un todo
que es capaz de integrar las diferencias en una unidad superior?
Ser cristianos
“católicos” hoy significa aceptar con serenidad la tensión entre los diversos polos
de la realidad (y de la fe), sin escorarse solo hacia uno de ellos. Quizás un
ejemplo puede ayudarnos a comprender mejor este sentido nuevo (y antiguo) de “católico”.
Es muy frecuente que cuando se aborda hoy la cuestión de la vida, por ejemplo, haya
católicos (por lo general, de derecha) que se posicionan con uñas y dientes en contra del
aborto y católicos (por lo general, de izquierda) que luchan por la dignidad de los más pobres.
He aquí un fenómeno dilemático y potencialmente herético. Ser “católico”, en su sentido más
noble y originario, significaría defender la vida de todos y en todas sus
etapas; por lo tanto, defender con igual pasión el derecho a la vida del nasciturus o del anciano enfermo y de
quienes no tienen para comer o sufren injusticias y vejaciones. Ser “católico” significa
caer en la cuenta de que “todo está conectado”, como defiende con mucha lucidez
el papa Francisco en la encíclica Laudato
Si’, cuyo quinto aniversario celebramos la semana pasada.
En otras
palabras, ser “católico” significa mantener conectados –en permanente tensión– todos
los elementos de la fe cristiana sin inclinar la balanza solo hacia uno. Ser “católico”
significa vivir la gracia y la libertad, la persona y la comunidad, la Palabra
y los sacramentos, el sacerdocio de todos y el ministerio ordenado, lo local y
lo universal, la vida del nasciturus
y la del pobre, el varón y la mujer, la sinodalidad y la autoridad, la tradición
y la innovación, la liturgia y la acción social, la fe y la ciencia… En un
mundo en el que avanzamos hacia polarizaciones excluyentes (derecha-izquierda,
nacionales-extranjeros, ricos-pobres, ilustrados-analfabetos, hombres-mujeres…),
hacia propuestas totalitarias y de control (provenientes, sobre todo, del campo
de la tecnociencia y de la política), ser “católico” (es decir, tener una
visión integral de la vida y de la fe) supone una verdadera alternativa social.
Por una parte, implica una denuncia contundente de todas las exclusiones que
provocamos cuando acentuamos solo un aspecto de la realidad (olvidando otros)
y, por otra, una propuesta integral de vida en la que nada verdaderamente
humano (la ciencia, el arte, la política, la economía, el deporte, la religión…)
queda fuera. Por eso, el “católico” es, por esencia, un hombre o una mujer de diálogo,
abierto a cualquier persona o idea que pueda ensanchar nuestro acercamiento a
la verdad. El “católico” no tiene miedo a la verdad porque sabe que, a través
de Espíritu de Dios, “todo está conectado”.
Sin duda una de las entradas más brillantes del blog. Volver al origen etimológico de la palabra y al mismo construir sobre su significado la dota de mayor sentido y viveza. Especialmente de la palabra católico, la cual escuchamos día tras día pero cuyo significado muchas veces parecemos obviar u olvidar.
ResponderEliminarPablo M.