En Italia han cerrado las escuelas y universidades hasta el día 15. El Gobierno ha tomado
también otras medidas
drásticas para evitar la expansión del coronavirus. Las calles de Roma
registran menos trasiego que de costumbre. Me imagino que el turismo –y en general la economía– se está
resintiendo. ¿Cómo vivir un tiempo en el que parece que todo nos invita al
desasosiego? Es como si la Cuaresma de este año –tanto en el plano social como
en el personal, en mi caso– hubiera empezado rompiendo nuestra proverbial
tranquilidad. Más allá de los aspectos sanitarios, una situación de este tipo
nos hace abrir los ojos a la realidad de millones de personas en otras partes
del mundo. Para los europeos (y, de modo especial, para los italianos) el Covid-19 se vive como una amenaza contra
la salud, la seguridad, la economía y, en general, el bienestar. Es como si el
mal estuviera tocando con los nudillos a la puerta de casa.
Pero, en realidad, hay otros muchos males más dañinos, dentro y fuera, a los cuales no somos tan sensibles porque parece que afectan siempre a “los otros”, un colectivo anónimo que no tiene nada que ver con “los nuestros”. Los migrantes que llegan por el Mediterráneo, por ejemplo, son siempre “los otros”. Nunca hemos visto a ningún familiar o amigo a bordo de una patera o de un gommone, como se dice en Italia. El virus, sin embargo, no hace acepción de personas. Cualquiera puede ser contagiado, también uno de “los nuestros”. Por eso, nos inspira tanta preocupación. ¡Curioso termómetro para medir el miedo!
Pero, en realidad, hay otros muchos males más dañinos, dentro y fuera, a los cuales no somos tan sensibles porque parece que afectan siempre a “los otros”, un colectivo anónimo que no tiene nada que ver con “los nuestros”. Los migrantes que llegan por el Mediterráneo, por ejemplo, son siempre “los otros”. Nunca hemos visto a ningún familiar o amigo a bordo de una patera o de un gommone, como se dice en Italia. El virus, sin embargo, no hace acepción de personas. Cualquiera puede ser contagiado, también uno de “los nuestros”. Por eso, nos inspira tanta preocupación. ¡Curioso termómetro para medir el miedo!
En Cuaresma solemos
practicar el Viacrucis. Tras la reforma que san Juan Pablo II hizo en 1991, la
sexta estación reza así: “Jesús es flagelado
y coronado de espinas (Mt. 27, 26-30)”. También el tercer misterio doloroso
del Rosario hace referencia a la coronación de espinas. Para los cristianos, la
única corona que se parece a la de Jesús no es la corona de laurel (signo del triunfo deportivo o académico) o de oro (signo de poder y riqueza),
sino la corona de espinas. Experimentar contradicciones, pruebas y sufrimientos
es un modo de participar en la pasión de Aquel a quien seguimos. Estamos convencidos
de que en todo dolor personal y colectivo está ya enterrada la semilla de la
resurrección y la vida. Por eso, lo afrontamos siempre con esperanza, aunque
todo a nuestro lado se desmorone. Esta convicción siempre está ahí porque
pertenece a la entraña de la fe cristiana, pero salta al primer plano cuando
experimentamos “en
carne propia” lo que a menudo creemos que pertenece a “los otros”.
Algunas corrientes espirituales modernas no acaban de encontrar sentido a esta
solidaridad mística con el Cristo que sigue sufriendo en sus hermanos.
Pretenden vivir una permanente mañana de Pascua desconectada del misterio íntegro
del Jesús que muere, es sepultado y resucita. Por eso, tienen problemas para
integrar las espinas que la vida nos va clavando y, sobre todo, el desconcierto
de la muerte. La verdadera espiritualidad es siempre pascual. No tiene miedo de las espinas, ni siquiera de las del coronavirus.
¿Cómo iluminar
lo que nos está pasando desde la luz que nos proporciona la fe? A los
científicos, personal sanitario y políticos les toca gestionar el modo mejor de combatir la epidemia
minimizando sus consecuencias negativas. A los creyentes se nos pide apoyar
todas las medidas que sean razonables y, sobre todo, ayudar a situar este fenómeno
en el cuadro de una visión de la vida en la que también las crisis y problemas
tienen su lugar. No vivimos en un mundo perfecto. Por mucho que la ciencia y la
técnica avancen, nunca vamos a construir el cielo en la tierra. Por eso, la fe
nos ayuda a relativizar todo optimismo vano, pero también a no perder la
esperanza cuando las cosas se tuercen, a saber convivir con las malas hierbas
que crecen en un campo en el que el sembrador había sembrado solo buena semilla.
Armados por esta fe en que la historia yace en las manos de Dios, podemos
dedicarnos a ayudar a quienes experimentan de cerca las consecuencias de la
enfermedad o la crisis en cualquiera de sus formas ayudándoles a afrontarlas con serenidad y esperanza.
Por desgracia, todavía no estoy en condiciones de visitar la mayor exposición de la historia sobre Rafael, con motivo de los 500 años de su muerte, inaugurada hoy. En palabras de Marzia Faietti, comisaria de la exposición, Rafael es “autor de un arte complejo y al mismo tiempo capaz de comunicarse con todos. Su pintura está tan meditada, ponderada, sublimada y contiene tantos niveles de lectura, que cada observador, del más sencillo al más culto tiene la posibilidad de admirarla por las más diversas razones”. La Cuaresma tiene también su cara amable y bella.
Por desgracia, todavía no estoy en condiciones de visitar la mayor exposición de la historia sobre Rafael, con motivo de los 500 años de su muerte, inaugurada hoy. En palabras de Marzia Faietti, comisaria de la exposición, Rafael es “autor de un arte complejo y al mismo tiempo capaz de comunicarse con todos. Su pintura está tan meditada, ponderada, sublimada y contiene tantos niveles de lectura, que cada observador, del más sencillo al más culto tiene la posibilidad de admirarla por las más diversas razones”. La Cuaresma tiene también su cara amable y bella.
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