sábado, 28 de marzo de 2020

Tenemos miedo, pero creemos

Hacía tiempo que no me emocionaba tanto. Ayer viernes, de seis a siete de la tarde, tuvo lugar un momento de oración sobrecogedor. El escenario fue la plaza de san Pedro de Roma completamente vacía. Nunca la había visto así. Protegido por una plancha de metacrilato, estaba el icono de la Virgen Salus Populi Romani, venerado en la basílica de santa María la Mayor. El vaho acumulado impedía verlo con nitidez. A su lado, el Cristo Crucificado que se guarda en la iglesia de san Marcelo, en la Vía del Corso. Ambos tienen un profundo significado para los católicos de Roma. Están asociados a la protección divina en tiempos de calamidades. Caía la tarde. Enormes braseros alimentaban llamas que parecían simbolizar a la humanidad dolorida e impetradora. La lluvia sacaba brillo a los adoquines de la plaza y resbalaba suavemente por el costado del Cristo, de manera que las gotas de agua se mezclaban con las gotas de sangre de la talla de madera. ¿Cómo no recordar el texto del evangelio de Juan: Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua (Jn 19,35)? No había nadie sobre la explanada de la plaza. Ni Paolo Sorrentino hubiera imaginado una escenografía tan sugestiva como esta.

Pasadas las seis, el papa Francisco, solo, vestido de blanco riguroso, sin paraguas, recorrió a pie el corto trecho que media entre la basílica y el sitial cubierto que hay en medio de la explanada. El silencio era impresionante, solo roto a intervalos por el graznido de las gaviotas. Las cámaras de la RAI enfocaban el fondo de la plaza, donde se veían unos cuantos policías y periodistas. Probablemente haya sido la primera vez en la historia que un papa ha celebrado una vigilia de oración completamente solo y, al mismo tiempo, unido a toda la humanidad. Nunca la plaza ha estado tan vacía y tan llena. El mundo entero cabía en ella. La emoción subía por momentos. En compañía de mi comunidad, tuve el pálpito de estar viviendo un momento único, irrepetible, histórico.

El texto elegido para la vigilia fue el de la tempestad calmada, según la versión de Marcos 4,35-41. Lo cantó en italiano un laico. Después, el papa Francisco leyó con voz débil una impresionante meditación que se centró en estas palabras de Jesús: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Aplicando la imagen de la tempestad a la pandemia que nos aflige, el papa dijo: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. 

La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”. Era un examen de conciencia, un reconocimiento de la superficialidad con la que a menudo afrontamos el misterio de la existencia.

Vino luego la invitación al cambio, a la conversión. Transcribo un párrafo largo, pero lleno de contenido: “Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. 

Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras”.

Tras un breve silencio, el papa Francisco veneró el icono de la Virgen mientras el coro cantaba la antífona mariana más antigua: Sub tuum praesidium. Luego besó el Crucifijo acompañado por la antífona de la cruz. Es como si sus labios expresaran la angustia y la esperanza de toda la humanidad. Ese Cristo que ha sido testigo de otros momentos históricos de peligro y calamidad contemplaba ahora desde su cruz el sufrimiento de todos los hombres y mujeres afectados por la pandemia.

La segunda parte fue la exposición y adoración del Santísimo Sacramento, seguida de una hermosa súplica litánica agrupada en siete aclamaciones: Te adoramos, Señor; Creemos en ti, Señor; Líbranos, Señor; Sálvanos, Señor; Consuélanos, Señor; Danos tu Espíritu, Señor y Ábrenos a la esperanza, Señor. Mientras observaba las imágenes en la gran pantalla de nuestra sala de reuniones, pensaba en las personas que están siendo golpeadas por esta pandemia. Es como si sus rostros se fundieran con la hostia consagrada. La escenografía era impresionante: la plaza de san Pedro desierta y mojada y la basílica abierta de par en par, vacía e iluminada. En medio, un altar portátil con el Santísimo expuesto. Al final, el papa se giró hacia la plaza desierta e impartió con la custodia la bendición urbi et orbi (a la ciudad y al mundo). Las campanas de la basílica repicaban con fuerza, mezclándose con el sonido de alguna sirena lejana. El Cristo hecho pan expandía su energía sanadora hacia los cuatro puntos cardinales del globo.



Fueron sesenta minutos de enorme belleza, sobrecogedora profundidad y emoción contenida. Terminé con el corazón pacificado después de una jornada que, como todos estos días, había estado repleta de altibajos emocionales. Es verdad que podemos tener la impresión de que, mientras se cierne sobre nosotros la tormenta del coronavirus, Jesús duerme plácidamente en la popa de esta barca de la humanidad “sin hacer nada”. Nos falta fe para creer que él vence la epidemia. Nos sobra miedo para dejar que la confianza sea el motor de nuestras vidas amenazadas. Por eso necesitábamos con urgencia una oración como la de ayer.





1 comentario:

  1. Fue maravilloso todo el acto y el sentimiento de sentirse unido y en comunión con los que conocemos y con todos los que no conocemos ni conoceremos en esta vida.Gracias al Papa Francisco con un aspecto ayer muy quebrantado.

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