No sé si queda algo por decir sobre la pandemia que estamos sufriendo. Las televisiones, los periódicos y las redes sociales están inundados de avisos, consejos, chistes, memes, oraciones y hasta mensajes de mal gusto. Lo cierto es que la vida, al
menos en Italia, se ha paralizado. Es como si de repente todos hubiéramos
reducido al mínimo nuestra velocidad de crucero. No sé cuánto tiempo aguantaremos
así. En varias ciudades italianas la gente sale a las ventanas y balcones para entonar cánticos conocidos y de esta manera suplir la falta de contacto físico en un
país en el que hasta los hombres se besan cuando se saludan. Hay párrocos que salen
a las calles con el Santísimo, políticos que consagran un pueblo o una ciudad a
la Virgen, comerciantes que donan productos alimentarios al personal de los hospitales,
profesores que imparten sus clases on
line, jóvenes que se ofrecen a cuidar gratis a los niños del vecindario, médicos
y enfermeros jubilados que se reincorporan al trabajo, psicólogos que ofrecen
pautas para gestionar emocionalmente la ansiedad, sanitarios que lanzan fuertes reclamos a la juventud para que deje de inundar los servicios de urgencias
exigiendo la prueba del coronavirus, sacerdotes que transmiten las
celebraciones litúrgicas por YouTube,
voluntarios que llaman con frecuencia por teléfono a algunos ancianos que viven
solos para saber cómo están y charlar un rato con ellos. Y –como no podría ser
de otra manera– “expertos” ocasionales que aventuran todo tipo de teorías sobre
el origen del virus, el modo de combatirlo y las consecuencias que está
teniendo sobre la economía. Mientras unas cosas y otras suceden, en Italia nos
aproximamos ya a los 18.000 casos de contagio y a las 1.300 víctimas. En España
se ha declarado el estado
de alarma. Muchos otros países están tomando medidas cada vez más drásticas.
Cuando en la
madrugada del pasado 1 de enero brindábamos por un feliz 2020 y nos besábamos y
abrazábamos sin restricciones, no podíamos sospechar que unas semanas más tarde
íbamos a vivir una situación como la que estamos padeciendo. Lo de las
epidemias y pestes parecía un fenómeno del pasado –casi medieval– o algo
circunscrito a algunas regiones de Asia y África. En cualquier caso, un asunto
que no afectaba a la rica y sana Europa, que podía permitirse el lujo de sestear tranquila y jugar con las cosas de vivir, que hasta presumía de nihilista y
atea porque no necesitaba ningún fin y ningún dios para gestionar la aventura del
día a día. Bastaba un buen Estado del bienestar para asegurar lo relativo a educación,
sanidad, pensiones, transportes, etc., aunque eso supusiera rascarse el bolsillo pagando los
impuestos correspondientes, siempre excesivos según el sentir de la mayoría. Un virus
proveniente de China (¿o estaba ya entre nuestras filas?) nos obliga a
replantearnos muchas viejas seguridades. Al principio, como sucede con toda
enfermedad, la reacción fue de exceso
de confianza; después, comenzaron las primeras tímidas medidas. Ahora estamos
acelerando todo movidos por el miedo y una cierta improvisación. Sirvió de poco el ejemplo
de países como China, Corea del Sur o Taiwán, más habituados a combatir otras epidemias
y con un fuerte sentido cívico.
¿Dónde está Dios
en medio de esta crisis causada por el Covid-19? Se dice que Voltaire y otros
ilustrados perdieron la fe tras comprobar que Dios no había actuado en el
famoso y terrible terremoto de
Lisboa de 1755. Es probable que también hoy muchas personas piensen
algo parecido. Si Dios es un Padre bueno que quiere lo mejor para sus hijos,
¿por qué no detiene esta plaga que está asolando a la humanidad? Sirve de poco
decir que Dios no interfiere en el normal desarrollo de los acontecimientos.
Quizá ayuda más pensar que está de parte de quienes más están sufriendo esta
crisis y de quienes están dejándose la piel en la ayuda a los afectados. Por
otra parte, nunca sabemos el verdadero significado de lo que estamos viviendo
hasta que, con el paso del tiempo, vemos sus efectos de largo alcance. Lo que
percibo en Italia es que por todas partes se multiplican las oraciones pidiendo
a Dios que nos proteja de la pandemia e intercediendo por sus víctimas. No
siempre nos resulta fácil conjugar la autonomía de las realidades humanas y el
poder transformador de la oración. Con todo, por más dificultades teóricas que
tengamos, no renunciamos a ponernos en las manos de Dios. Hay un sexto sentido
que nos dice que la oración no es tiempo perdido, que Dios sabrá sacar algo
bueno de lo que nosotros percibimos claramente como dañino. Esta confianza es
un fruto de la fe. Sin ella no podemos vivir.
Yo creo y siento en mi corazón que Dios no nos ha abandonado ni tampoco nos abandonará. Él está cerca.. Muy cerca. Debemos creer. Cuando creemos se abren puertas y caminos, todo se hace más llevadero porque te sientes acompañada o acompañado por Dios. Mi mayor miedo es perder la confianza en mi Dios, por eso recuerdo los tiempos antiguos y de como actuaba Dios con el pueblo santo. Recuerdo sus hazañas maravillosas y me digo: si Dios abrió el mar rojo en dos, si sacó agua de las piedras... Si se encarnó en María...resucitó muertos, expulsó demonios, sano enfermos... ¿No va a poder con estás pequeñas cosas? Claro que sí, Él puede con eso y mucho más. Pido fe a Dios y la gracia de amarlo con todo mi corazón. Esos fueron los ingredientes que usaron los hombres y mujeres santos que hoy gozan en el cielo de la presencia de Dios. Fe hermanos, si no.la tienen, pidanla ya.
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