martes, 24 de marzo de 2020

Formamos un solo cuerpo

Tal día como hoy, hace 40 años, era asesinado en San Salvador san Oscar Arnulfo Romero. En su último viaje a Roma, diez meses antes de su asesinato, monseñor Romero visitó la Curia General de los claretianos y recordó su relación con nosotros. Dejó el siguiente manuscrito: “Hoy he vuelto a mis orígenes: hice mi seminario menor en San Miguel (El Salvador) con los queridos Padres Claretianos y celebré aquí mi primera Misa el 5 de Abril de 1942. Gracias y bendiciones. 3-V-79. Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador”. Él también tuvo que afrontar una epidemia, la de la injusticia y la violencia. Muchos –de derecha y de izquierda– no comprendieron su actitud profética. Hoy la Iglesia lo venera como santo. Fue canonizado el 14 de octubre de 2018 por el papa Francisco. Esta es una constante en nuestra multisecular historia. Solo los hombres y mujeres de Dios ven la realidad “con los ojos de Dios”. Los demás tardamos años o siglos en darnos cuenta. 


Lo mismo sucede ahora. Llevamos semanas obsesionados con la pandemia del coronavirus. Hay razones objetivas para ello. Pareciera que no existe otra cosa en el mundo. Sin embargo, hay otras pandemias –como la del hambre– que llevan décadas golpeando a amplios sectores de la humanidad. Para ella hay una vacuna muy eficaz. Se llama comida. Pero preferimos mirar para otro lado porque esta pandemia afecta solo a los más pobres, a aquellos que viven lejos de nosotros. En realidad, si algo estamos aprendiendo estas semanas es que la discriminatoria distinción entre “nosotros” y “ellos”, entre “lejos” y “cerca” es completamente artificial. Todos somos miembros del único cuerpo de la humanidad. Lo que le pasa a uno acaba afectando al conjunto. Como dice san Pablo en la carta a los corintios: “Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros” (1 Cor 12,26).

Durante las muchas horas de reclusión doméstica, pienso mucho en los ancianos que viven solos o que permanecen encerrados en residencias y asilos. Pienso también en el personal sanitario. He visto imágenes y leído testimonios de médicos, enfermeros y personal auxiliar que están al borde de la extenuación, pero que continúan en primera línea, no solo por sentido del deber, sino porque sienten que en este momento de crisis ellos son la vanguardia del cuerpo social. En España reciben un aplauso colectivo todos los días a las ocho de la tarde. Imagino que es una vitamina para ellos. Ayer escuché el testimonio de varios agricultores que, dejando a un lado por el momento sus justas reivindicaciones, se esforzaban por producir más para alimentar a la sociedad en estos tiempos de prueba. Lo mismo sucede con muchos científicos, empresarios, profesores, artistas, comunicadores, etc. De la noche a la mañana, todos hemos tomado conciencia de que somos un cuerpo. No todos los miembros realizan las mismas funciones, pero todos estamos al servicio del bien común. Esta es una experiencia maravillosa que rompe el individualismo en el que estábamos hundiéndonos. Todos dependemos de todos. Todos necesitamos de los demás. Todos podemos aportar algo. No se trata de estar siempre exigiendo nuestros derechos. Ahora descubrimos nuestros deberes sociales.

La pregunta que me formulo y que seguramente os formuláis todos vosotros es: ¿Qué puedo hacer yo? ¿Cuál es mi misión para que el cuerpo funcione del mejor modo y pueda vencer con éxito la pandemia que nos aflige? No soy ni médico (para estar curando a los contagiados en los hospitales), ni científico (para buscar un antídoto o una vacuna), ni ingeniero (para diseñar respiradores artificiales de bajo coste) ni militar (para asumir misiones de desinfección o de logística) ni siquiera capellán hospitalario (para acompañar a los moribundos en sus últimos momentos con la fuerza de los sacramentos). Soy un misionero itinerante que ahora estoy recluido en casa. No se me permite salir. Es más, las autoridades me dicen que el mejor modo de contribuir al bienestar social es que no salga de casa. ¿Qué puedo hacer entonces? No puedo cruzarme de brazos o limitarme a leer, escribir, hablar con algunos conocidos y navegar por Internet. ¡Puedo orar! En cierto sentido, puedo hacer lo que hacía Moisés desde lo alto del monte mientras los israelitas combatían contra los amalecitas: “Mientras Moisés tenía en alto la mano vencía Israel, mientras la tenía bajada vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo los brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa a filo de espada” (Ex 17,11-13). Orar mañana, tarde y noche se ha convertido ahora en mi misión. Tiempo habrá para otras actividades. Creo que orando también contribuyo a que todo el cuerpo de la humanidad se fortalezca con la energía de Dios en este momento de duro combate.

[En esta web hay una información actualizada sobre la expansión del coronavirus por todo el mundo].




No hay comentarios:

Publicar un comentario

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.