Tal día como hoy, hace 40 años, era asesinado en San Salvador san Oscar Arnulfo Romero. En su último viaje a Roma, diez meses antes de su
asesinato, monseñor Romero visitó la Curia General de los claretianos y recordó
su relación con nosotros. Dejó el siguiente manuscrito: “Hoy he vuelto a mis orígenes: hice mi seminario menor en San Miguel
(El Salvador) con los queridos Padres Claretianos y celebré aquí mi primera
Misa el 5 de Abril de 1942. Gracias y bendiciones. 3-V-79. Oscar Arnulfo
Romero, Arzobispo de San Salvador”. Él también tuvo que afrontar una
epidemia, la de la injusticia y la violencia. Muchos –de derecha y de izquierda–
no comprendieron su actitud profética. Hoy la Iglesia lo venera como santo. Fue
canonizado el 14 de octubre de 2018 por el papa Francisco. Esta es una
constante en nuestra multisecular historia. Solo los hombres y mujeres de Dios
ven la realidad “con los ojos de Dios”. Los demás tardamos años o siglos en
darnos cuenta.
Lo mismo sucede ahora. Llevamos semanas obsesionados con la pandemia del coronavirus. Hay razones objetivas para ello. Pareciera que no existe otra cosa en el mundo. Sin embargo, hay otras pandemias –como la del hambre– que llevan décadas golpeando a amplios sectores de la humanidad. Para ella hay una vacuna muy eficaz. Se llama comida. Pero preferimos mirar para otro lado porque esta pandemia afecta solo a los más pobres, a aquellos que viven lejos de nosotros. En realidad, si algo estamos aprendiendo estas semanas es que la discriminatoria distinción entre “nosotros” y “ellos”, entre “lejos” y “cerca” es completamente artificial. Todos somos miembros del único cuerpo de la humanidad. Lo que le pasa a uno acaba afectando al conjunto. Como dice san Pablo en la carta a los corintios: “Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros” (1 Cor 12,26).
Lo mismo sucede ahora. Llevamos semanas obsesionados con la pandemia del coronavirus. Hay razones objetivas para ello. Pareciera que no existe otra cosa en el mundo. Sin embargo, hay otras pandemias –como la del hambre– que llevan décadas golpeando a amplios sectores de la humanidad. Para ella hay una vacuna muy eficaz. Se llama comida. Pero preferimos mirar para otro lado porque esta pandemia afecta solo a los más pobres, a aquellos que viven lejos de nosotros. En realidad, si algo estamos aprendiendo estas semanas es que la discriminatoria distinción entre “nosotros” y “ellos”, entre “lejos” y “cerca” es completamente artificial. Todos somos miembros del único cuerpo de la humanidad. Lo que le pasa a uno acaba afectando al conjunto. Como dice san Pablo en la carta a los corintios: “Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros” (1 Cor 12,26).
Durante las
muchas horas de reclusión doméstica, pienso mucho en los ancianos que viven
solos o que permanecen encerrados en residencias y asilos. Pienso también en el personal
sanitario. He visto imágenes y leído testimonios de médicos, enfermeros y
personal auxiliar que están al borde de la extenuación, pero que continúan en
primera línea, no solo por sentido del deber, sino porque sienten que en este
momento de crisis ellos son la vanguardia del cuerpo social. En España reciben
un aplauso colectivo todos los días a las ocho de la tarde. Imagino que es una
vitamina para ellos. Ayer escuché el testimonio de varios agricultores que,
dejando a un lado por el momento sus justas reivindicaciones, se esforzaban por
producir más para alimentar a la sociedad en estos tiempos de prueba. Lo mismo sucede con muchos científicos, empresarios, profesores, artistas, comunicadores, etc. De la
noche a la mañana, todos hemos tomado conciencia de que somos un cuerpo. No
todos los miembros realizan las mismas funciones, pero todos estamos al
servicio del bien común. Esta es una experiencia maravillosa que rompe el
individualismo en el que estábamos hundiéndonos. Todos dependemos de todos. Todos
necesitamos de los demás. Todos podemos aportar algo. No se trata de estar
siempre exigiendo nuestros derechos. Ahora descubrimos nuestros deberes
sociales.
La pregunta que
me formulo y que seguramente os formuláis todos vosotros es: ¿Qué puedo hacer
yo? ¿Cuál es mi misión para que el cuerpo funcione del mejor modo y pueda
vencer con éxito la pandemia que nos aflige? No soy ni médico (para estar
curando a los contagiados en los hospitales), ni científico (para buscar un antídoto
o una vacuna), ni ingeniero (para diseñar respiradores artificiales de bajo
coste) ni militar (para asumir misiones de desinfección o de logística) ni
siquiera capellán hospitalario (para acompañar a los moribundos en sus últimos momentos
con la fuerza de los sacramentos). Soy un misionero itinerante que ahora estoy
recluido en casa. No se me permite salir. Es más, las autoridades me dicen que
el mejor modo de contribuir al bienestar social es que no salga de casa. ¿Qué
puedo hacer entonces? No puedo cruzarme de brazos o limitarme a leer, escribir,
hablar con algunos conocidos y navegar por Internet. ¡Puedo orar! En cierto sentido,
puedo hacer lo que hacía Moisés desde lo alto del monte mientras los israelitas
combatían contra los amalecitas: “Mientras
Moisés tenía en alto la mano vencía Israel, mientras la tenía bajada vencía
Amalec. Y como le pesaban las manos, ellos tomaron una piedra y se la pusieron
debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno
a cada lado. Así sostuvo los brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a
Amalec y a su tropa a filo de espada” (Ex 17,11-13). Orar mañana, tarde y
noche se ha convertido ahora en mi misión. Tiempo habrá para otras actividades.
Creo que orando también contribuyo a que todo el cuerpo de la humanidad se
fortalezca con la energía de Dios en este momento de duro combate.
[En esta web hay una información actualizada sobre la expansión del coronavirus por todo el mundo].
[En esta web hay una información actualizada sobre la expansión del coronavirus por todo el mundo].
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