miércoles, 8 de enero de 2020

Las lágrimas de Pablo

Ya hay presidente de un gobierno (todavía inexistente) en España. No seguí en directo la sesión del parlamento de ayer en la que Pedro Sánchez fue investido con 167 votos, solo dos más de los que votaron en contra, pero he leído algunos informes y he visto varios vídeos. Por discutible que parezca, el  procedimiento fue legal. Se formará el primer gobierno nacional de coalición (hay algunos en el nivel autonómico) de la reciente historia de España. Puede que el experimento salga bien, entierre la etapa del bipartidismo e inaugure otra de pactos provechosos. ¡Ojalá sea así! O puede que salga mal y que cada socio tire por su lado provocando una situación insostenible. Aunque personalmente no me gusta esta fórmula tan heterogénea y fácilmente sujeta a deslealtades y chantajes, quiero esperar lo mejor para los ciudadanos. El tiempo lo dirá. 

En el desconcierto de intervenciones broncas y de imágenes llamativas, me sorprendió la foto de Pablo Iglesias, el líder de Unidas Podemos, llorando como un niño. Si la bíblica pareja Pedro-Pablo hubiera seguido al pie de la letra el guion del Nuevo Testamento, el que tendría que haber llorado debería haber sido Pedro Sánchez. Al fin y al cabo, según los evangelios, fue Pedro el que después de haber negado a Jesús, “lloró amargamente” (Lc 22,62). Eso no significa que Pablo no lo hiciera nunca. En la carta a los Filipenses escribe: “Pues como ya os advertí muchas veces, y ahora tengo que recordároslo con lágrimas en los ojos, muchos de los que están entre vosotros son enemigos de la cruz de Cristo” (3,18). Y escribiendo a los Corintios, les dice: “Os escribí, en efecto, con gran congoja y angustia de corazón, y con muchas lágrimas, no para que os aflijáis, sino para que sepáis el amor inmenso que os tengo” (2 Cor 2,4).  

No sé por qué lloró ayer Pablo Iglesias, pero se me ocurren dos explicaciones. La primera, porque vio en su escaño a Aina Vidal, la compañera de formación que acudió a votar al parlamento a pesar de estar enferma de cáncer, y sintió una gran empatía y gratitud. De hecho, al final de la sesión le entregó un ramo de flores en señal de reconocimiento y la besó con emoción. Si así fuera, demostraría que la política no está reñida con los sentimientos. La segunda razón –que me parece más plausible, aunque no excluye la primera– es que sus lágrimas expresaban la alegría por haber “alcanzado el cielo” (es decir, el gobierno) después de una travesía política bastante turbulenta, aunque más bien breve. Pablo Iglesias se ve ocupando una vicepresidencia y ha logrado colocar a cuatro de sus compañeros al frente de algunos ministerios. 

En principio, una persona que llora es más fiable que otra que contiene las lágrimas pero no se sabe lo que piensa y siente. Más allá de esta exhibición pública de emociones singulares, el espectáculo que dio el parlamento me pareció deplorable. Perdidas las formas, tanto las verbales como las indumentarias, es difícil que el diálogo proceda por cauces de respeto y colaboración. Unos y otros me parecieron cainitas y despreciativos, aunque no en igual proporción. Proliferaron los insultos de grueso calibre, el olvido o la instrumentalización de las víctimas del terrorismo, el desprecio a España, los ataques a la jefatura del Estado, las acusaciones de todo tipo… Ni siquiera en las peleas tabernarias se desciende tan bajo. Los ciudadanos tenemos derecho a quejarnos del espectáculo bochornoso protagonizado por quienes son nuestros representantes. Es probable que hubiera algún parlamentario sensato, bien instruido y respetuoso, pero yo no lo vi ni lo escuché.

A la vista de ese triste espectáculo de confrontación y descalificación –justo lo que no necesita España en estos momentos– me permito dar una tercera interpretación (apócrifa) a las lágrimas de Pablo Iglesias, en línea con el texto antes citado de la carta de Pablo de Tarso a los Corintios. En esas lágrimas veo la tristeza de un ciudadano de la calle que no comprende por qué resulta tan difícil abordar la “cosa pública” con criterios de colaboración y no de exclusión, por qué parece imposible conjugar un Estado cohesionado con el reconocimiento de su inmensa pluralidad, por qué la política se parece a un mercadeo en el que se intercambian votos por prebendas a espaldas de los ciudadanos, por qué se erigen frentes irreconciliables hasta que los intereses (no los valores) los sustituyen por otros frentes igualmente irreconciliables, por qué los políticos nos faltan al respeto a los ciudadanos reduciéndonos a espectadores de un circo de mala calidad, por qué no se escuchan las voces de muchos hombres y mujeres de la calle que son más sensatos que la mayoría de los diputados, por qué quienes están en contra del sistema no renuncian a su escaño y a su sueldo, por qué se demoran tanto las soluciones a los problemas acuciantes y se prolongan ad nauseam las discusiones entre gallos de corral. Creo que las lágrimas de Pablo podrían servir también para llamar la atención sobre un fracaso colectivo, aunque ya tengamos presidente y dentro de unos días se forme el primer gobierno de coalición.

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