viernes, 24 de enero de 2020

Aprendizajes a pie de calle

A las dos de la tarde cae un sol de justicia sobre Santiago. El termómetro se dispara a más de 30 grados. Dentro de los salones climatizados del Centro Ágora se está bien. Mientras algunos dormitan entre el almuerzo y el comienzo de la sesión de la tarde, yo aprovecho para teclear la entrada de hoy. Tras doce días intensos de trabajo, empiezo a acusar el cansancio. Mañana concluiremos el Congreso de Espiritualidad e inauguraremos oficialmente el inicio del 150 aniversario de la muerte de Claret que cerraremos el día 24 de octubre en Vic (España). Más allá de las ideas y las palabras, me quedo con la experiencia de una familia carismática que no ha tirado la toalla de la evangelización, que no ve en el momento actual solo un conjunto de obstáculos y problemas, sino, más bien, grandes desafíos que espolean nuestra fe y creatividad. Somos herederos de un fundador, san Antonio María Claret, que vivió también tiempos difíciles. En ningún momento creyó que era imposible vivir y anunciar el Evangelio. Ayer recordamos de manera especial su etapa cubana. Rodeado de problemas internos y externos, fue capaz de poner en pie una diócesis que encontró en situación calamitosa. ¡Y eso que solo estuvo seis años en la isla!

En este Congreso nos acompañan dos obispos claretianos de la zona: uno residencial (el obispo de San Carlos de Bariloche, Argentina)  y otro emérito (el obispo de Copiapó, Chile). Cuando mis compañeros africanos y asiáticos los ven sentados en las mismas butacas que los demás o haciendo cola en el comedor para recoger su bandeja de alimentos, no salen de su asombro. Eso sería impensable en muchas partes de Asia y de África, donde obispos y sacerdotes siguen teniendo un trato privilegiado. Aquí subrayamos la esencial igualdad y fraternidad por encima de los ministerios de cada uno, lo cual no significa menospreciar la diferencia, sino situarla en una Iglesia sinodal, en la que laicos, consagrados, sacerdotes y obispos caminan codo con codo, se sientan a pensar y a celebrar, comen juntos y, llegado el caso, dialogan y hasta discuten. Se rompe el esquema piramidal y se ensaya un nuevo (no tan nuevo) modo de ser Iglesia, basado en la comunión. Por eso, tanto las ponencias principales como los talleres están a cargo de laicos y consagrados. Hay un mutuo enriquecimiento. Todos vibramos con el carisma claretiano. En general, los laicos dominan mejor los recursos didácticos y la comunicación. Muchos vienen del campo educativo. Se nota enseguida.

No es que en Europa no existan experiencias semejantes de sinodalidad, pero el peso histórico es mucho mayor. Por eso, el esfuerzo tendría que ser también más audaz. La renovación de la Iglesia europea no va a venir por ofrecer más de lo mismo, sino por un ejercicio humilde de escucha y por una apuesta sin dobleces por la formación y responsabilidad de los laicos. Puede parecer que soy repetitivo –y hasta obsesivo– en este punto, pero no veo otro camino. Necesitamos un laicado entusiasta y corresponsable.  El contexto social desafiante no es un problema, sino, más bien, un acicate. Así ha sido en otros momentos críticos de la historia. No veo por qué ahora va a ser distinto. Las dificultades acrisolan la opción de fe y nos obligan a poner en común lo mejor de nosotros mismos al servicio del Evangelio. Nos obligan también a no encerrarnos en nuestros cuarteles de invierno, a salir a la calle, incluyendo la “calle digital”. Hoy nos ha hablado un claretiano de Brasil, experto en comunicación y redes sociales. Yo lo he escuchado con mucho interés, a pesar de que incumplo sistemáticamente una de las reglas que nos ha ofrecido. Él insistía mucho en que los jóvenes de hoy –nativos digitales– apenas resisten un texto que tenga más de una frase o un vídeo que dure más de un minuto. Yo, por el momento, seguiré con mis tres párrafos diarios. No quiero caer al nivel de Donald Trump y sus apresurados tuits. Prefiero pocos lectores, pero con la paciencia suficiente como para leer 800 palabras.

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