jueves, 4 de octubre de 2018

Menos reformadores y más reformados

En cada uno de nosotros conviven, al menos, cuatro grandes expertos: el entrenador, el político, el empresario y el Papa. Como entrenadores profesionales, somos capaces de insultar al seleccionador nacional de fútbol, decirle a qué jugador tiene que sentar en el banquillo y qué estrategia tiene que seguir para ganar un partido. Como políticos profesionales, sabemos qué hay que hacer para bajar el paro, luchar contra la corrupción, resolver la crisis territorial y mejorar el nivel educativo. Como empresarios profesionales, tenemos recetas para hacer crecer la productividad y la competitividad, aumentar los sueldos y lograr la excelencia. Como Papas profesionales, tenemos clara la reforma que la Iglesia necesita, sabemos bien la fórmula para atajar los escándalos de la pederastia, involucrar más a los laicos en la vida de la comunidad y hacer más significativa y atractiva la liturgia. Muchas de las conversaciones cotidianas se van en estos asuntos. Los tertulianos, que podemos ser nosotros mismos, repiten fórmulas mesiánicas: “Lo que hay que hacer es…”, “Que me dejen a mí y ya verán”, “Se les corta la financiación y punto”, “Lo que pasa es que son unos vagos”… A pocos se les ocurre discutir sobre bioquímica, astronomía o nanotecnología. En estos terrenos solemos confesar con humildad nuestra ignorancia. Pero en cuestiones relativas al deporte, la política, la economía o la religión, todos nos sentimos con derecho, no solo a dar nuestro parecer, sino a pontificar con insultante suficiencia. Todos somos expertos. Tenemos siempre una solución para cada problema... hasta que nos llega la hora de ponerla en práctica y entonces no nos queda más remedio que bailar con los imponderables de la realidad. ¡Ah, la terca realidad!

A primera vista, pareciera que todos somos reformadores en potencia, que sabemos siempre lo que hay que hacer para cambiar las cosas y que nos situamos por encima de la mediocridad general. Ya sé que, una vez desahogados, solemos echarnos para atrás y reconocemos que nos habíamos pasado un poco, pero eso no impide que, poco tiempo después, volvamos a las andadas. Tenemos una incurable propensión a decirles a los demás –sobre todo, a quienes ostentan alguna responsabilidad pública– lo que tienen que hacer para arreglar las cosas.  ¡Sin nosotros, la historia se ha perdido a grandes entrenadores, políticos, economistas y hombres y mujeres de Iglesia! ¡Con lo fácil que sería cambiar el mundo si siguieran nuestras precisas instrucciones! En la vida de la Iglesia son millares los hombres y mujeres que se han presentado –y se siguen presentando– como reformadores. Según ellos y ellas, casi todo va mal. Habría que hacer cambios sustanciales. La lista de estos cambios varía según la mentalidad de cada uno. Algunos quisieran que la Iglesia admitiera a las mujeres al sacerdocio y reconociera los matrimonios homosexuales y otros pretenden que la liturgia sea en latín y los sacerdotes vayan siempre vestidos con sotana. Todos encuentran algún apoyo en la Escritura y en la Tradición. Todos, en definitiva, quieren reformar una institución que, según ellos, ha perdido la forma original.

Hoy celebramos la fiesta de un santo, Francisco de Asís (1182-1226), que, tras una juventud spensierata (como se dice en italiano), escuchó que la imagen del Cristo de la iglesia de San Damián le decía: “Francisco, vete y repara mi iglesia, que se está cayendo en ruinas”. Se le invitaba a reformar. Y lo que él hizo fue ponerse manos a la obra y restaurar la iglesita. Pero, en realidad, a lo que Francisco dedicó sus energías fue a dejarse restaurar él mismo, a cambiar su vida para que su testimonio tuviera alguna credibilidad. Antes que un reformador de la Iglesia de su tiempo, él fue una persona reformada por la gracia de Dios. Se dejó hacer antes de ponerse a hacer. Esta es la clave de toda auténtica transformación. Fue un verdadero artesano de paz. Hoy nos sobran reformadores (políticos, sociales y religiosos) y nos faltan personas reformadas. Hace décadas, Pablo VI decía que el hombre moderno escucha de mejor grado a los testigos que a los maestros, o a estos en la medida en que testimonian lo que enseñan. Podríamos también decir que, hartos de tantos reformadores que nos venden siempre la fórmula del cambio, echamos de menos la autenticidad contagiosa de las personas reformadas; es decir, de aquellas que no tienen demasiado interés en cambiar a los demás, sino que concentran casi todos sus esfuerzos en cambiarse a sí mismas. Frente a la presión e intolerancia de la mayoría de los reformadores, los reformados suelen dar muestras de comprensión y flexibilidad. Los primeros son algunas veces convenientes; los segundos son siempre necesarios.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.