domingo, 29 de octubre de 2017

Donde hay amor, allí está Dios

Hemos llegado ya al XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Eso significa que el final del año litúrgico, que consta de 34 domingos, está próximo. El fin de semana ha sido pródigo en sorpresas y malabarismos. Ni siquiera los hermanos Marx hubieran sido capaces de escribir un guion más esperpéntico que el que se ha vivido en Cataluña, pero, en medio del caos, las urnas ya están puestas. El 21 de diciembre, en vísperas de la Navidad, todo el pueblo de Cataluña podrá votar en condiciones de libertad, seguridad y legalidad lo que desea para su futuro. El voto no es suficiente para restañar heridas y construir un proyecto en común, pero al menos es un paso para desinflar la tensión mientras se abre camino un planteamiento realista lo más compartido posible. No sé cómo contará la historia lo vivido en estas últimas semanas, pero a mí me ha parecido una pesadilla, una perfecta demostración de inconsciencia e irresponsabilidad. Me ahorro otros calificativos que podrían resultar ofensivos.

En el Evangelio de este domingo los fariseos quieren marear de nuevo a Jesús. Es como si encontraran placer en ponerlo a prueba, a pesar de que siempre salen escaldados. En el maremágnum de preceptos y mandamientos esparcidos por la Biblia -algunos estudiosos habían identificado 613, de los cuales 365 (los días del año) eran negativos y 248 (las partes del cuerpo) positivos- un doctor de la Ley quiere saber cuál es el principal, dónde poner el acento.  Lo mismo podríamos desear nosotros ante la mole de cánones (1752, para ser precisos) del Código de Derecho Canónico o los 2.854 párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica. Jesús se limita a citar dos textos de la Escritura: uno referido al amor a Dios (cf. Dt 6,5) y otro referido al amor al prójimo (cf. Lv 19,18). Se trata de dos caras de la misma moneda y de los pilares de la Escritura: “Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas” (Mt 22,40).  Pero es importante caer en la cuenta que la cara visible es el amor al prójimo. En la primera carta de Juan leemos: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20). Esto hace del cristianismo un estilo de vida en las antípodas del espiritualismo. La verdadera fe en Dios, el verdadero amor, se mide por la capacidad de amar a sus hijos e hijas porque -como afirmaba Ireneo de Lyon- “la gloria de Dios es que el hombre viva” (gloria Dei vivens homo).

Cada vez que amamos a una persona, estamos adentrándonos, a menudo de manera inconsciente, en el misterio insondable de Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8). La liturgia cristiana ha convertido esta afirmación bíblica en un canto: Ubi caritas et amor, Deus ibi est (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Esto da una profunda unidad a nuestra vida. Cuando los esposos, o los padres y los hijos, o los amigos, o los enemigos, se aman, están dando gloria a Dios, están permitiendo que el amor de Dios inunde las vidas de los seres humanos. Me parece que esto es lo que Jesús quería decirle al fariseo. Quien plantea así su vida, no desprecia el resto de los preceptos y normas, pero los relativiza en la medida en que ayudan o impiden expresar con transparencia el amor. Se requiere toda una vida para caer en la cuenta de esta unidad. Personalmente, he encontrado mucha luz en algunos ancianos que han madurado espiritualmente. Cuando uno los contempla, se da cuenta de que lo que centra su vida es la alabanza a Dios (suelen ser personas que oran mucho) y la compasión hacia el prójimo (suelen ser personas muy comprensivas). Todo lo demás, por lo que alguna vez lucharon (proyectos, normas, etc.), pasa a un segundo plano. ¿Por qué no aplicar la sabiduría del final del camino a las etapas intermedias?


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