viernes, 6 de octubre de 2017

Desde la cima

Por la ventana de mi cuarto se ve el valle de Avezzano, a pocos kilómetros del Gran Sasso. Me encuentro en el santuario de la Madonna de Pietraquaria, a unos 120 kilómetros al este de Roma, en la zona montañosa de los Abruzos. El silencio es completo. No se oye ni una mosca, entre otras razones porque no las hay. Pasaré aquí todo el fin de semana. Han sucedido tantos acontecimientos en el valle en los últimos días, que necesitaba subir a cima para verlos con perspectiva. Pocas cosas hay más curativas que el silencio. Nos permite distinguir el eco de las voces, lo esencial de lo superfluo, lo importante de lo urgente. No he venido solo a esta cima. He venido con mis compañeros del gobierno general de los claretianos. Aquí podemos combinar el silencio y el diálogo, la quietud del santuario y un paseo por la montaña, la oración y el estudio. Si no fuera por momentos como estos, correríamos el riesgo de hacer muchas cosas sin saber bien adónde vamos y por qué las hacemos.

En esta ocasión hemos escogido como tema de estudio el Ideario de una de las ramas de la Familia Claretiana. Se trata del movimiento Seglares Claretianos. Estamos hablando de unas mil personas provenientes de diversas regiones del mundo. El origen de este movimiento se remonta a los grupos de laicos que San Antonio María Claret formaba al final de las misiones populares con objeto de que se ayudasen entre ellos a vivir mejor la vida cristiana y también se dedicasen a evangelizar en sus ambientes familiares, laborales y sociales. Entronca también, pero a otro nivel, con la Academia de San Miguel, una iniciativa de San Antonio María Claret que reunía a políticos, artistas, intelectuales, etc. con objeto de propagar el Evangelio a través de la cultura. El estudio de este movimiento, que tiene poco más de 30 años en su configuración actual, nos ha permitido reflexionar sobre el sentido de la vocación del laico en la Iglesia. Gracias a Dios, a partir del Vaticano II, hemos hecho un interesante camino de maduración. El laico no es un mero colaborador de la jerarquía eclesiástica sino que, en virtud del Bautismo y Confirmación, ha recibido la vocación de ser testigo del Evangelio en el mundo. El tema podría llevarnos muy lejos, pero basta dejarlo aquí insinuado.

Mientras tanto, me entero de que la Campaña Internacional para la abolición de las Armas Nucleares ha recibido el Premio Nobel de la Paz y de que el asunto de Cataluña sigue en ebullición. Yo estoy convencido de que, tras la tormenta de las últimas semanas, llegará la calma en forma de una nueva y compartida propuesta. Pero, naturalmente, puedo equivocarme. Todo es susceptible de empeorar. Los seres humanos estudiamos algo de historia. Se supone que este estudio nos tendría que ayudar a corregir los errores del pasado, pero muy a menudo los repetimos en dosis mayores, como si todo empezara con nosotros, como si de nada sirviera lo vivido. ¡Menos mal que siempre hay gente sabia y buena (¿es posible ser una cosa sin la otra?) que sabe aportar la dosis de serenidad y clarividencia que necesitamos en cada encrucijada! Desde la cima compruebo que se están multiplicando las iniciativas sociales que buscan tender puentes, cicatrizar heridas, abrir caminos, lograr consensos, etc. Esperemos que se abran paso en un momento en el que la política parece haber rubricado su fracaso. Desde la cima, no se aprecian muy bien las diferencias. No se puede leer bien el lugar de nacimiento de cada uno en su carné de identidad. Da la impresión de que -¡oh sorpresa!- todos somos seres humanos.

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