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viernes, 3 de junio de 2016

Las campanas de la iglesia de mi pueblo

Solo un buen fotógrafo capta el alma de las cosas. Para apretar un botón y atrapar una imagen vale cualquiera. Para hacer que las cosas hablen se necesita alguien que sepa escuchar con atención, como el autor de esta foto, a quien admiro por su arte y a quien agradezco la deferencia de permitirme usarla. Jamás había visto así, al alcance de la mano, las campanas de la iglesia en la que fui bautizado. Están tocando a misa, pero a mí me parece que me están convidando al festín de la vida. Solo toca quien espera algo o a alguien, quien cree que la vida merece la pena. 

Sobre el fondo de un cielo fosco, de primavera atormentada, se recorta la silueta pétrea y austera de la vieja iglesia. Cuatrocientos años se agazapan en los sillares de piedra castigados por los recios vientos del norte, abrasados por los soles del estío, lamidos a veces por las celliscas del invierno. La espadaña, robusta y sencilla, abre un boquete de luz en la compacta mole de piedra. Desafiando la gravedad, las cigüeñas han depuesto su colosal nido sobre el pináculo. Tres ejemplares montan guardia con su plumaje blanquinegro. ¿Cómo se puede hacer un hogar confortable a base de ramas y materiales de deshecho? La cigüeña es un antídoto contra el consumismo que nos devora, una pionera del reciclaje, una artesana que sabe convertir lo que otros tiran en algo útil y hasta bello. 

Coronando el pináculo se yergue una estructura de hierro añejo. La veleta, la cruz y el pararrayos conforman una suerte de trinidad salvadora. La veleta nos orienta, la cruz nos salva, el pararrayos nos protege. No conviene prescindir de ningún elemento en los vericuetos de esta existencia atribulada.

No, no me olvido del reloj. Su esfera oronda ribeteada de negro y sus grandes números romanos son visibles a distancia. Aquí no se puede decir que “la campana de la Audiencia da la una”, como canta el poeta Machado. El reloj de la torre marca todas las horas, recordándonos con cansina monotonía que tempus fugit (el tiempo huye), que en esta vida –como sentencia el Qohelet–  hay “tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir”.

Pero la estampa no sería la misma sin la presencia de las campanas: las grandes, las medianas y las chicas. En algunos pueblos y ciudades los vecinos han protestado contra el clamor de las campanas. Prefieren el ruido contaminante de los vehículos al tañido lenitivo de los badajos que percuten sobre el bronce y el cobre fundidos. Ellos verán. Cada uno es libre de administrar sus filias y sus fobias. 

Desde que era niño, llevo incorporado ese sonido al ritmo de mi vida. Las campanas de la torre nunca son impertinentes o antojadizas. Acompañan el curso de nuestra existencia. Se vuelven tristes y pacatas cuando alguien muere, como queriendo respetar el duelo. “Tocan a muerto”, dice la gente, que conoce bien el toque de difuntos, mientras recuerdan al finado o musitan una oración. Las campanas saben también retozar de júbilo cuando llega la fiesta. Se vuelven saltarinas, alocadas, como si hubieran estado todo el año esperando ese momento. Ahuyentan los demonios de la tristeza y la melancolía. Saben de bodas, bautizos, procesiones, fiestas populares... y también de costumbres cotidianas. Todos los días convocan a misa media hora antes de que empiece. “Suenan las primeras”, aseveran los veteranos, que entienden bien este lenguaje de iniciados, mientras comienzan los preparativos. “Corre, que ya han dado las terceras”, le dice una mujer a otra acelerando el paso. ¿Para qué mirar el reloj cuando las campanas nos recuerdan lo necesario? Si la situación lo exige, saben también tocar a rebato para avisar de un fuego o cualquier otra desgracia. 

Las campanas son un permanente recordatorio de solidaridad popular. No olvido la meditación XVII del poeta inglés John Donne: "La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti". 

Las campanas de la iglesia de mi pueblo, en definitiva, saben de la vida más que este pobre escribidor. Gracias, Eladio, por ayudarme a recordarlo en esta primavera tarda, pero "¡es tan hermosa cuando llega!" (Machado dixit)

martes, 23 de febrero de 2016

Como una gallina reúne a sus polluelos

Durante muchos años he vivido en grandes ciudades: sobre todo, en Madrid y Roma. Sin embargo, tengo alma rural. Las ciudades acaban pareciéndome siempre un supermercado, no un hogar. Y eso que, según se escribe, "el futuro de la humanidad se juega en las ciudades". Sé que hay gente que no soporta el control que se ejerce en los pequeños pueblos, su dosis de chismorreo y, a veces, su horizonte romo. Muchos escogen la libertad que proporciona el anonimato urbano. Lo comprendo. La vida rural tiene sus limitaciones y miserias, pero a mí me encanta. Prefiero saludar a las personas antes que ignorarlas, me gusta saber quién es quién, contemplar piedras cargadas de historia, reconocer cada esquina, respirar aires saludables, celebrar fiestas centenarias como La Pinochada, escuchar los sonidos del viento norte o los jilgueros en primavera, distinguir un roble de un pino, saborear una ración de níscalos (lactarius deliciosus) –o "amizcles", como se dice por allá– en otoño o caminar por la nieve dejándome embaucar por su magia. Todas estas cosas constituyeron mi primera –y quizá más incisiva– universidad.

Nací en un pequeño pueblo de montaña, flanqueado por el río Duero. De niño y también ahora,  siempre que me es posible, camino junto al río por la senda que conduce al pueblo cercano. Desde allí contemplo la silueta de Vinuesa, la antigua Visontium. Respiro hondo, me sumerjo en el mar de pinos y dejo correr la imaginación. Me veo formando parte de la tribu celtibérica de los pelendones o trabajando la lana como muchos visontinos del siglo XVI. 

Pero si hay algo que me llama la atención es que, se mire desde donde se mire, siempre aparece en el horizonte la torre, alta y robusta, de la iglesia de Nuestra Señora del Pino, como si quisiera rivalizar –o mejor, armonizar– con los extensos pinares que circundan el pueblo. Es el centro en torno al cual ha ido creciendo el caserío. Primero hubo una iglesia románica, con su cementario anejo. Después, en tiempos de prosperidad económica, a finales del siglo XVI, comenzó a construirse la actual iglesia de estilo gótico renacentista: un edificio soberbio para un pueblo pequeño. Sé que a algunos esta presencia sobresaliente –acompañada por el tañido regular de las campanas– les incomoda. Les parece el símbolo de una institución oscurantista y opresora que ha mantenido acogotada la conciencia de la gente durante siglos. Se respeta como monumento artístico, pero de ahí no pasa.

Creo, sin embargo, que la mayoría de las personas –creyentes, agnósticos y no creyentes– no piensa así. Ve en esa iglesia el hogar de todos, la verdadera “casa del pueblo” en la que miles de personas han sido bautizadas a lo largo del tiempo o han encontrado momentos de sosiego, fraternidad y contemplación. Allí se ha vibrado con la alegría de los matrimonios y se ha despedido con serenidad y esperanza a los muertos. Allí se han celebrado encuentros de cofradías y conciertos, horas santas y vísperas, ... Se ha rezado y se ha llorado, se ha escuchado en el silencio de sus naves imponentes la "música callada" del Misterio que contrasta con los ruidos de la vida moderna.

En mi tierra castellana no se concibe una población sin iglesia, hasta el punto de que en algunos pueblos minúsculos sus habitantes se esfuerzan en restaurar sus templos antiguos porque intuyen que, mientras haya una iglesia abierta, el pueblo seguirá vivo. Contemplando la iglesia de mi pueblo desde la distancia, me parece –por utilizar la imagen de Jesús sobre Jerusalén– como una gallina que quiere reunir en torno a sí los polluelos (cf. Mt 23,37) para protegerlos como madre amorosa. La iglesia no es una madrastra amenazadora sino una madre acogedora y paciente. ¡Hay tanto que se podría hacer para que esta imagen se correspondiera con la realidad, para que todos sintieran que ésta es su casa de verdad! Más allá de las piedras muertas, hay una comunidad de "piedras vivas" que es necesario revitalizar.

En las urbanizaciones modernas, todo son hileras de casas apiladas, a menudo sin una referencia común, sin un punto de encuentro. ¿No explica, en parte, este urbanismo impersonal el anonimato e individualismo en que viven muchos habitantes de las ciudades? He tenido la suerte de subir al 101 de Taipei y al rascacielos más alto de Shanghai. Admiro la combinación de acero y vidrio, disfruto con las vistas mareantes, pero no experimento la misma emoción que cuando contemplo la silueta de la iglesia de Nuestra Señora del Pino en lontananza. Los mejores arquitectos (confieso que la arquitectura es una de mis pasiones) diseñan ya otras formas modernas que se inspiran más en los esquemas populares –y humanizadores de los pueblos antiguos. A esto me apunto.