domingo, 17 de agosto de 2025

Hay fuegos y fuegos


Las palabras de Jesús que se proclaman en el evangelio de este XX Domingo del Tiempo Ordinario suenan muy provocativas, casi insultantes, en el actual contexto de los incendios que asolan España. Jesús dice que ha venido a prender fuego a la tierra y que desea vehementemente que arda. El fuego al que se refiere Jesús no es el fuego que quema nuestros bosques y casas o el fuego que destruyó Sodoma y Gomorra, sino un fuego de purificación. 

Igual que el fuego en la fragua separa los metales preciosos de la ganga, también nuestra fe en él tiene que ser separada de otros muchos aditamentos que la desfiguran. Es, además, el fuego que Moisés contempló en la zarza, el fuego que descendió sobre la comunidad apostólica en Pentecostés; o sea, el fuego de la experiencia del Espíritu que nos ayuda a pasar de la tiniebla a la luz, del miedo a la fe, de la cobardía a la audacia misionera.


Este fuego purificador hace que en el seno de las familias y comunidades se produzcan algunas divisiones inevitables. El texto del Evangelio refleja bien lo que pasaba en la Iglesia primitiva: algunos miembros de las casas se convertían a la fe y otros no. La opción por Jesús y su evangelio producía divisiones y rupturas. 

Hoy, en un clima de gran tolerancia, hemos perdido en buena media esta dimensión profética y combativa del cristianismo. En nombre de una falsa paz social, transigimos con casi todo, somos capaces de casar la fe con la increencia, el compromiso ético con la comodidad, la pertenencia comunitaria con el individualismo ultramoderno. El resultado es una fe sin mordiente, con poca capacidad de mover los corazones e invitar a la conversión. No queremos correr la suerte del malogrado profeta Jeremías (primera lectura). Ser testigos de la verdad se ha convertido en un estilo de vida de alto riesgo.


El camino de transformación pasa por tener “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (segunda lectura). Él no se dejó guiar por criterios de plausibilidad social, sino que “en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. Seguir a Jesús comporta siempre la muerte al propio ego, aceptar las consecuencias de una vida entregada, asumir que, de una manera u otra, vamos a ser criticados e incluso perseguidos. 

En los últimos años hemos subrayado tanto la cultura del diálogo y del encuentro, totalmente imprescindible, que hemos olvidado que en la vida real no siempre es posible, a menos que renunciemos a aquello que constituye el núcleo de nuestra fe: la confesión de Jesús como el Hijo de Dios. 

Hay incendios que deben apagarse cuanto antes para impedir que nos destruyan, pero otros son imprescindibles para purificar una fe que de otro modo puede convertirse en mera tradición o en práctica insignificante.

1 comentario:

  1. Hay la tendencia de que cuando hablamos de fuego, pasamos a la idea de “apagarlo”, el fuego quema, destruye… y más estos días en los que los trabajos de extinción de los fuegos que van apareciendo es una tarea difícil…
    Pero si hablamos del fuego de “la experiencia del Espíritu”, es constructivo, como nos recuerdas: “nos ayuda a pasar de la tiniebla a la luz, del miedo a la fe, de la cobardía a la audacia misionera”… Todo ello muy necesario para seguir a Jesús… Y nos recuerdas que seguirle comporta siempre la muerte al propio ego… Tema no fácil y ante el que muchas veces lleva a la cobardía y al desánimo.
    Me gusta e interpela como describes el fuego en la fragua, me resuenan muchos ecos…
    Gracias Gonzalo, llevas el fuego y nos lo contagias… y con él, nos aportas luz en muchos aspectos…

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