miércoles, 17 de noviembre de 2021

¿No podría ser de otro modo?

Creo que a muchos católicos les da casi igual quién sea su obispo. Es más, en muchos casos ni siquiera saben su nombre. Pueden tener una actitud obsequiosa hacia él, pero en la práctica apenas conocen y siguen sus orientaciones. 

En los últimos días se han producido en España algunos nombramientos episcopales. La impresión que se tiene es que estos asuntos se cocinan entre la cúpula de la Conferencia Episcopal, la Nunciatura y la Congregación para los Obispos. Es cierto que se realizan algunas consultas a diversas personas, pero todo el proceso se caracteriza por un exceso de opacidad envuelta con palabras biensonantes como discreción y prudencia. 

El pueblo de Dios no participa abiertamente en la designación de los obispos ni tiene una palabra que decir sobre su traslado o remoción. No creo que esta práctica se pueda prolongar mucho más tiempo porque, aunque se ajusta a derecho, no respeta suficientemente el principio de sinodalidad que, en expresión del papa Francisco, es el modo de ser Iglesia en el siglo XXI. Lo que ocurre es que entre un nuevo enfoque teológico y su traducción canónica suele mediar un largo recorrido. Muchos de quienes hoy se oponen a modificar el Código de Derecho Canónico (por convicción, desidia o incompetencia) serán quienes dentro de unos años se conviertan en defensores entusiastas de los posibles cambios.

¿Es normal que, salvo problemas graves, un obispo permanezca solo cuatro o cinco años en una diócesis, sin tiempo para conocer a su pueblo y desarrollar un verdadero proceso pastoral? ¿Es normal que las diócesis pequeñas (por ejemplo, la mía de nacimiento) comprueben impotentes cómo cada poco tiempo desfilan nuevos obispos que después son trasladados a diócesis de más renombre? ¿Es normal que un obispo “aterrice” en una diócesis que no conoce cuando tal vez sería posible (y deseable) que fuera nombrado obispo algún presbítero de la propia diócesis propuesto por los cristianos (presbíteros, diáconos, consagrados y laicos) que forman parte de ella? ¿Qué vinculación puede haber entre una diócesis y su obispo cuando éste viene de fuera, pasa unos pocos años en ella y luego se va? Las preguntas pueden multiplicarse. Muchos cristianos se las formulan.

Comprendo los problemas que puede haber en diócesis pequeñas para encontrar candidatos apropiados, me hago cargo de las dificultades para articular procesos electivos que respondan a un verdadero discernimiento y no a grupos de presión, entiendo los riesgos de pontificados muy largos en el mismo lugar y otros asuntos semejantes. Con todo, la práctica actual presenta también serios inconvenientes y, sobre todo, no refleja bien el concepto de Iglesia como Pueblo de Dios que vamos madurando a partir del Concilio Vaticano II.  

Ya sé que a la mayoría de los lectores de este Rincón estos temas no les quitan el sueño. A mí tampoco. Bastante tenemos con abordar los problemas de cada día. Y, sin embargo, tienen su importancia en el delicado momento eclesial que estamos viviendo. No podemos acometer una evangelización valiente, creativa y creíble sin reforzar la comunión eclesial. Para ello necesitamos crear estructuras cada más participativas en las que todos los cristianos ─cada uno desde nuestra peculiar vocación─ podamos expresar nuestra corresponsabilidad en la marcha de la Iglesia. Me parece una consecuencia de nuestro Bautismo. Esta participación activa en nada se opone al principio jerárquico. 

Espero que el camino sinodal que hemos comenzado hacia el Sínodo de 2023 nos permita hacer un discernimiento colectivo que prepare decisiones audaces. Sé por experiencia que las instituciones eclesiásticas son bastante reacias a los cambios, aunque los vean como necesarios. Pero sé también que hay movimientos del Espíritu que son imparables. A menudo pasan por un nuevo sensus fidelium (sentir de los fieles) que nos empuja a ver lo que no queremos ver y a cuestionar nuestras convicciones y, sobre todo, nuestro estilo de vida. Mientras tanto, seguimos caminando sin perder la capacidad crítica y la esperanza. Amamos a la Iglesia que es y soñamos con la que puede ser porque creemos que “algunas cosas podrían ser de otro modo”. 

2 comentarios:

  1. Con los obispos sucede como en otras personas, no olvidemos que son humanos.
    Mi experiencia ha sido de obispos que son, como dice el papa Francisco, “pastores con olor a oveja”, cercanos, que ofrecen una amistad y que transmiten un Dios cercano, podemos intuir que el Espíritu obra a través de ellos. No viven en palacios, tienen casas sencillas y con las puertas abiertas para todos. Viven entregados a la gente… Esto se ha dado en una Misión claretiana del Brasil.
    Y tenemos también como ejemplo a Pedro Casaldáliga, obispo, misionero y claretiano.
    Otras experiencias han resultado muy negativas, pero quizás el Espíritu también nos habla a través de ellos y no sabemos entenderle. No sabemos traducir lo negativo que se ve, en lo positivo que se puede descubrir e intuir. Crean muchos interrogantes… Necesitamos orar para los que se desvían de sus caminos.

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  2. Gracias Gonzalo. Una reflexión muy generosa. Es verdad que a casi todos nos importa poco. Quizás sea ese uno de los problemas...

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