En la primera carta de Pedro leemos: “Habéis sanado a costa de sus heridas, pues erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al que es vuestro pastor y guardián” (1 Pe 24b-25). Es un texto un poco misterioso que se hace eco de otro del profeta Isaías: “Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus heridas nos curó” (Is 53,5). Creemos en un Salvador herido. Celebramos hoy la muerte ignominiosa de Aquel en quien hemos puesto toda nuestra confianza. ¿Qué extraña atracción nos lleva a fiarnos de un crucificado; es decir, de un fracasado? Es verdad que el impresionante relato que el evangelio de Juan hace de su pasión y muerte está transido de triunfo. La cruz es, al mismo tiempo, cadalso y trono. No es fácil, sin embargo, percibir las dos caras de esta moneda. Jesús muere “exhalando el espíritu” (muere físicamente) que es lo mismo que decir que se queda con nosotros “a través de su Espíritu” (vive espiritualmente). Parecen sutilezas teológicas, pero nos jugamos todo en ese “morir dando vida”. Es el mensaje central del Viernes Santo.
En este tiempo de la pandemia, más conscientes que nunca de nuestra fragilidad, heridos por el coronavirus, por la precariedad o por la tristeza, podemos comprender mejor qué significa creer en un Dios frágil, infectado por nuestros pecados, precario en su condición humana, triste por el abandono de casi todos. Podemos compartir con él, de tú a tú, el drama de la muerte y la confianza inquebrantable en el Dios de la vida: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”.
Oración de Viernes Santo
Me alegra y me tranquiliza leerte. En este mundo tramposo y materialista hacen mucha falta muchos curas como tú y papas como Francisco. Haces tu labor misionera desde Roma y, verdaderamente, eres pescador de hombres. Gracias
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