Durante estos días estamos recordando a las primeras comunidades cristianas que se fueron formando a raíz de la resurrección de Jesús. Seguiremos haciéndolo a lo largo del Tiempo Pascual a través de la lectura de los Hechos de los Apóstoles. Caeremos en la cuenta de que llegó un momento en el que los seguidores de Jesús no se sentían ya parte del pueblo judío, pero tampoco miembros del politeísta pueblo romano. En algún momento debieron de sentirse como “en tierra de nadie”. Eran “herejes” para los judíos y “ateos” para los romanos. Poco a poco comprendieron que su verdadera patria no se identificaba con ningún país o cultura. Se consideraban “ciudadanos del cielo”. Pablo lo expresó así en la carta a los Filipenses: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo” (Flp 3,20).
Es también conocida la famosa Carta a Diogneto de la que me he hecho eco en este Rincón en un par de ocasiones. Creo que hoy nos sentimos en una situación parecida. El campo de la política es el más evidente. Puede que, por tradición familiar, temperamento, educación o experiencias vividas, seamos más de izquierdas o de derechas, por usar las categorías clásicas. Sin embargo, si conservamos un mínimo espíritu crítico, enseguida comprobaremos que no hay ningún partido de uno u otro signo que satisfaga completamente nuestros ideales evangélicos. Por eso, muchos votantes cristianos se sienten como “en tierra de nadie”. Cuando llegan las elecciones, no saben a quién votar. A veces, se limitan a escoger el mal menor.
Algo parecido puede suceder en el terreno teológico y pastoral. Uno puede estar de acuerdo con algunas posturas “progresistas” al mismo tiempo que comparte tesis “conservadoras”. No acaba de sentirse a gusto en ningún campo y, desde luego, no está dispuesto a enarbolar ninguna bandera contra nadie. Se puede amar la propia teología, la propia tierra y la propia lengua sin necesidad de convertirse en un fundamentalista de libro. Si algo descubrimos en la historia de la Iglesia primitiva es que para un cristiano su verdadera patria es Jesucristo mismo y sus preferidos: los pobres. Él es nuestra tierra nutricia, nuestra lengua, nuestra bandera y nuestro ideal. Y lo mejor de todo es que cuando nos reconocemos ciudadanos de esta nueva patria, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28).
En Cristo se superan todas las discriminaciones. Las diferencias no se convierten en amenazas, sino en armónicos de una melodía plural y una al mismo tiempo. Esta es la grandeza de la fe. Por eso, me escandaliza que a menudo teólogos y políticos cristianos sean capaces de odiarse porque anteponen sus posiciones ideológicas a su común fe en Cristo Jesús. Cuando se llega a este punto, uno cae en la cuenta de que la idolatría ha sustituido a la verdadera fe. Los ejemplos saltan a la vista.
En realidad, tendría que cambiar el título de la entrada de hoy porque los seguidores de Jesús, más que sentirnos “en tierra de nadie”, nos sabemos “ciudadanos del reino de Jesús” y, por tanto, hermanos y hermanas de todos los seres humanos más allá de su etnia, religión, ideología o clase social. Si la Pascua no nos ayuda a refrescar esta conciencia, entonces sirve de poco celebrar que Cristo ha resucitado. Si las demás “patrias” (políticas, culturales, religiosas o ideológicas) cobran más importancia que la nueva patria que Cristo ha inaugurado con su resurrección, entonces no merece la pena que nos declaremos seguidores suyos. Nuestro verdadero Dios no es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, sino los diosecillos que nos hemos fabricado como modernos remedos del viejo becerro de oro.
Los grandes místicos son hombres y mujeres que desbordan fronteras, que abrazan toda la realidad con la mirada compasiva de quien se sabe inundado por un Dios que no tiene límites, que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). No, no somos habitantes de una “tierra de nadie”, sino peregrinos hacia una patria que ha comenzado ya aquí en la tierra con la resurrección de Jesús. El Bautismo es nuestra carta de ciudadanía y el amor a todos nuestro pasaporte.
En este tiempo de
pandemia no podemos olvidarnos de los casi tres millones de personas
que han fallecido a causa del coronavirus en todo el mundo. Os dejo con el homenaje que mi admirado Nacho
Lozano y su coro cordobés de gospel acaban de hacerles grabando una original versión del conocido himno Nearer, my God, to Thee. Estremecen su fuerza y su autenticidad. [Escuchar, si es posible, con auriculares].
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