Cuatro monosílabos y una palabra bisilábica. Es todo lo que se necesita para expresar un sentimiento que está en boca de muchos: “No sé qué me pasa”. Un amigo costarricense me envió ayer el enlace a un artículo del periódico New York Times que pone nombre a esta situación por la que están atravesando muchas personas en estos tiempos de Covid. Se llama languidez. No se trata de un mero agotamiento ni tampoco de una depresión en sentido estricto. Según la RAE, languidecer significa “perder el espíritu o el vigor”. Parece que ni siquiera las vacunaciones masivas que se están llevando a cabo en muchos países consiguen levantar el ánimo colectivo. Si 2020 fue el año del desconcierto y del temor, 2021 parece ser el año de la languidez. El autor del artículo la describe así: “La languidez es una sensación de estancamiento y vacío. Se siente como si estuvieras arrastrándote para pasar los días, mirando tu vida a través de un parabrisas empañado”.
Y, desde su perspectiva psicológica, añade:
“La languidez es el hijo ignorado de la salud mental. Es el vacío entre la depresión y el bienestar: la ausencia de bienestar. No tienes síntomas de enfermedad mental, pero tampoco eres la imagen viva de la salud mental. No estás funcionando a toda máquina. El languidecimiento empaña tu motivación, altera tu capacidad de concentración y triplica las probabilidades de que reduzcas el trabajo. Parece ser más común que la depresión, y en cierto modo puede ser un factor de riesgo mayor para sufrir una enfermedad mental”.
No sé si los lectores de este Rincón habéis identificado en vosotros algunos de estos síntomas. Si así fuera, habría que cambiar el indefinido “No sé qué me pasa” por un asertivo: “Me encuentro lánguido”. Es probable que la languidez conduzca también al aburrimiento al no encontrar nada que nos dé energía. No hay por qué temerlo. El aburrimiento puede favorecer el viaje a la interioridad (del que solemos huir) y ser la antesala de una creatividad más profunda. Me parece que la gran tentación es querer vencer el aburrimiento con el entretenimiento. Internet se ha convertido en un colosal parque temático en el que uno puede encontrar todo tipo de propuestas para “matar el tiempo”, pero quizás es peor el remedio que la enfermedad.
¿Por qué no permitirnos a nosotros mismos vivir un tiempo de languidez sin sentirnos culpables por ello? ¿Tan peligroso es estar apagados y aburridos? ¿Quién ha dicho que tenemos que llenar el tiempo de ocupaciones y estar siempre pletóricos? Quizás esa es la imagen de gente saludable que presenta la publicidad para vender productos que contribuyen a crear un estado de satisfacción y aun de euforia, pero esa imagen risueña de los anuncios no refleja la vida real de la mayoría de las personas.
Vivir un tiempo de languidez tras años de aceleración, consumismo e inconsciencia puede ser el camino hacia una nueva forma de entender la vida. O una especie de desierto hacia una pequeña “tierra prometida”. En la tradición de los maestros espirituales del desierto se hablaba de una enfermedad espiritual llamada acedía, que el diccionario de la RAE describe como “pereza, flojedad, tristeza, angustia y amargura”. Algunos hablan de ella como de una forma de malestar de la cultura actual, incluso antes de la pandemia. Creo que es saludable experimentar este tipo de sentimientos porque actúan como despertadores para hacernos ver que necesitamos cambiar, que no se trata de continuar como siempre.
Mientras tecleo la entrada de hoy, recuerdo las palabras que el papa Francisco pronunció el pasado domingo durante la recitación del Ángelus:
“130 migrantes han muerto en el mar. Son personas. Son vidas humanas, que durante dos días enteros han suplicado en vano ayuda. Una ayuda que no llegó. Hermanos y hermanas, cuestionémonos todos sobre esta enésima tragedia. Es el momento de la vergüenza. Recemos por estos hermanos y hermanas, y por tantos que siguen muriendo en estos dramáticos viajes. También rezamos por aquellos que pueden ayudar, pero prefieren mirar hacia otro lado. Rezamos en silencio por ellos”.
Es probable que la languidez personal nos vuelva indiferentes ante las tragedias que siguen sucediendo en nuestro mundo. Podemos pensar que ya tenemos demasiados problemas en casa como para ocuparnos de los problemas de los demás. Y, sin embargo, solo cuando escuchamos el grito de los otros logramos salir de nuestro propio encierro.
La pandemia se ha llevado a otro claretiano en Lima (Perú). Alrededor de 25 misioneros han muerto en todo el mundo a causa del coronavirus en el último año. Los claretianos de la India me cuentan la terrible situación por la que está atravesando el país. El virus está desbocado. Los muertos se cuentan por millares. Cualquier sitio es bueno para incinerarlos. La desesperación se está apoderando de muchas personas.
¿Qué podemos hacer? ¿Es la languidez un estado anímico de ricos? ¿Se pueden permitir los pobres estar lánguidos o la vida misma los obliga a afrontar la batalla de cada día? Creo que abrir las ventanas de nuestra casa para ver lo que sucede en el mundo ayuda a relativizar nuestros problemas personales y la falta de vigor que se ha apoderado de nosotros. Por otra parte, si aceptamos la languidez con paciencia, sin querer apresurar los tiempos, es probable que, poco a poco, se vaya haciendo la luz. En cualquier caso, con vigor o sin él, con ganas de comernos el mundo o de refugiarnos en nuestra casa, Dios sigue caminando con nosotros. Esta fe nos ayuda a vivir el presente con serenidad. Y salir de nosotros mismos para hacer un pequeño favor a alguien... también.
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