Ya se sabe que todos los años el evangelio del IV Domingo de Pascua va de pastores y de ovejas, hasta el punto de ser conocido como el domingo del Buen Pastor. El fragmento del evangelio de Juan que leemos hoy (Jn 10,11-18) distingue claramente entre el pastor bueno y el pastor asalariado. El primero es capaz de dar la vida por las ovejas; el segundo, cuando ve venir al lobo, “abandona las ovejas y huye”. La razón es sencilla: al asalariado “no le importan las ovejas”.
La comparación era perfectamente entendible para los contemporáneos de Jesús. Aunque estaban ya establecidos en Palestina y se habían hecho agricultores sedentarios, nunca habían renunciado a su pasado pastoril y nómada. Jesús parte de esta experiencia popular para presentarse como el “buen pastor”. No habría inconveniente en traducir esta expresión por “el pastor hermoso”. ¿En que se nota que él es un pastor bueno/hermoso? En tres rasgos claros: conoce (es decir, ama) a sus ovejas, da la vida por ellas y busca a las que no están en el redil. El objetivo también es claro: que haya un solo rebaño bajo el pastoreo de Dios, único pastor de todos.
El ambiente rural de los tiempos de Jesús ha sido sustituido hoy por el continente digital. Parece que en un país como España agonizan los pastores tradicionales. Es un oficio hermoso, pero duro. Los jóvenes no se sienten atraídos. Entre pastorear ovejas y trabajar en el mundo digital no hay duda posible. Escogen lo segundo. ¿Tendrá algo que ver esta crisis del pastoreo tradicional con la crisis del pastoreo espiritual?
Todos los seguidores de Jesús estamos llamados a ser como él: es decir, “buenos pastores” y no simplemente cristianos “asalariados”. Pertenecemos al segundo grupo cuando nos limitamos a cumplir algunas obligaciones externas, pero no ponemos la vida en ello. Somos “buenos pastores” cuando nos preocupamos de conocer/amar a las personas que forman parte de nuestro entorno, expresamos este amor con gestos concretos de cuidado y cariño y buscamos también a las personas que pueden andar por la vida “como ovejas sin pastor”. Es una forma hermosa de presentar la vocación cristiana, por más que la metáfora pueda parecer desfasada.
La común vocación al pastoreo se expresa de manera singular en quienes han sido llamados a ser “pastores” de la comunidad en el nombre de Jesús. En la tradición católica solemos llamarlos sacerdotes o, más popularmente, curas. Raramente nos referimos a ellos como “pastores” (como hacen algunas iglesias protestantes con sus líderes) y mucho menos con la expresión “ministros ordenados”, teológicamente más precisa. Su número está creciendo en África y Asia y disminuyendo en Europa y América. En el viejo continente cada vez hay menos jóvenes dispuestos a consagrar su vida al servicio de Dios y de la comunidad siguiendo esta vocación.
Llevamos varias décadas hablando de “crisis de vocaciones” porque tomamos como baremo el alto número de los años 50 y 60 del siglo pasado. Con el envejecimiento notable de la mayoría de ellos, la imagen del sacerdote que muchos niños tienen en Europa es la de una persona anciana a la que ven los domingos en la iglesia. Difícilmente pueden identificarse con ella. Nunca como ahora los presbíteros hacen honor al significado de su nombre: ancianos.
En este contexto de escasez y envejecimiento, hoy celebramos la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. En su mensaje de este año, el papa Francisco, evocando el año de san José, nos habla del sueño de la vocación. Destaca tres palabras clave que nos ayudan a descubrir y realizar nuestra vocación en la vida: sueño, servicio y fidelidad. Merece la pena leer el mensaje del papa Francisco para ver cómo estas palabras son hitos de un itinerario que conecta con lo que hoy estamos viviendo.
¿Qué tiene que suceder para que más jóvenes se abran a este sueño? ¿Será cuestión de suprimir el celibato como requisito obligatorio? ¿Cambiaría el panorama si las mujeres pudieran acceder al ministerio ordenado? Algunos de estos cambios han sido ya realizados por varias iglesias protestantes sin que ello haya supuesto una revitalización de sus comunidades y un aumento significativo de las vocaciones ministeriales.
Aunque estos asuntos tengan su importancia y actualidad, la cuestión es mucho más de fondo. Tiene que ver con el significado de la fe en Jesús, la pertenencia a la comunidad de la Iglesia y las diversas formas de entender la ministerialidad. Influyen también el descenso demográfico, la mala imagen de la Iglesia en las últimas décadas (en parte provocada por los escándalos de poder, financieros y sexuales de algunos sacerdotes) y el desconocimiento de una forma de vida que puede ser humanamente plena y socialmente significativa.
Hace tres años escribí en este mismo Rincón una Carta a un joven que nunca ha pensado ser sacerdote. En ella comparto con más amplitud cómo veo la situación. Ahora añadiría algún detalle nuevo, pero, en lo sustancial, la suscribo. Más de una vez me han preguntado si yo, con la experiencia acumulada, volvería a escoger esta vocación. Mi respuesta ha sido siempre la misma: “No tengo la impresión de haber escogido nada, sino de haber sido escogido. Si hoy tuviera esa misma experiencia, no lo dudaría ni un segundo, a pesar del contexto desafiante en el que vivimos”. Cuando Dios llama, él mismo se encarga de darnos todo lo que necesitamos para ser fieles y felices, aunque no siempre nos ahorre tener que pasar por “cañadas oscuras” e incluso por crisis existenciales.
El salmo 22/23 lo expresa con mucha claridad. Os propongo una hermosa versión musical realizada por la hermana Glenda. Os pido también a los amigos del Rincón que sigamos orando al Dueño de la mies para que envíe muchos operarios (laicos, consagrados y sacerdotes) a esta inmensa mies que es el mundo.
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